Los timadores

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Había olvidado “Los timadores”: su existencia, su relevancia, su grito sordo pidiendo una segunda oportunidad... Por eso, el otro día, cuando la descubrí zapeando por el menú infinito de Movistar, se encendió una bombilla en mi interior que llevaba más de treinta años apagada. Sentí un calorcillo agradable y una infinita curiosidad. Los cinéfilos de provincias no es que olvidemos, pero sí ahorramos mucha energía en la factura de la luz, y mantenemos habitaciones a oscuras durante más tiempo del recomendado. En el fondo no vivimos de esto y hay que dejar espacio para la supervivencia monetaria, y para el fútbol de los domingos.

“Los timadores” vino poco después de que Stephen Frears nos dejara pasmados con “Las amistades peligrosas” y recuerdo que la peña quedó más o menos decepcionada con la película, como si se hubiera quedado en las buenas intenciones y en su elenco de actores cojonudo – y en el desnudo esplendoroso de Annette Bening, por supuesto, que en 1990 no estaba tan mal visto como ahora. Pero yo, la verdad, no sé qué esperaban estos espectadores tan finolis: películas como “Las amistades peligrosas” son rarezas absolutas, diamantes rarísimos; milagros que se producen diez o quince veces en una década entregada a la cinefilia. Ni Jesucristo, siendo un dios de los principales, obró tantas maravillas en sus años de predicaciones por las orillas del Tiberíades. 

“Los timadores” es oscura y perversa. Cine “noir”, que dicen en las revistas de Madrid. Apenas ha envejecido y yo me congratulo por don Stephen, que tiene una filmografía tan rescatable como irregular. “Los timadores” es ambrosía pura para el misántropo aficionado. Salen estafadores, mafiosos, putones verbeneros y cabronas sin entrañas. Lo mejor de cada casa. Hay hombres que matarían a su madre por un puñado de dólares, y, en el reverso de la codicia, madres que matarían a sus hijos para cruzar la frontera de México con la vida resuelta dentro de un maletín. 





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