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El tercer hombre


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Cuando Holly Martins descubre que su amigo está envuelto en un negocio de penicilina adulterada que deja a los niños de Viena ciegos o tontos, la palabra lealtad, que hasta entonces era un principio moral esculpido en piedra aramea, de pronto se resquebraja como sometido a una temperatura intolerable. Ante las pruebas irrefutables que el ejército británico le pone ante las narices, algo muy valioso se fractura en la cabeza del abatido Holly, haciendo un ruido como de iceberg que se desgaja del continente. Como de falla insondable que de pronto se abre sobre el terreno firme. El jodío Harry, el juerguista Harry, el entrañable Harry, el amigo Harry de toda la vida, no ha defraudado unos cuantos dineros a Hacienda, ni ha montado una estafa piramidal, ni ha plantado macetas de marihuana, ni ha dejado multas de tráfico sin pagar. La lealtad podría decir peccata minuta en todos esos casos. Pero no son crímenes de chichinabo, precisamente, los que han convertido a Harry Lime en el hombre más buscado entre las ruinas de Viena, que no son sólo arquitectónicas, sino también morales, porque la II Guerra Mundial ha dejado miasmas de cinismo en el aire, una polución que se respira para dejar ennegrecidos los pensamientos.

    Y sin embargo, Holly no está dispuesto a mover un solo dedo para que su amigo sea capturado. Su amistad está acabada, pero la lealtad, quebrada como el ala de un pajarillo, todavía hace esfuerzos por volar. Es lo que tiene la amistad, que está hecha de pedernal, de wolframio endurecido, y muchas veces es más resistente a la contrariedad que el amor más loco de los amores. Holly, finalmente, sólo colaborará con las fuerzas del orden cuando en el otro lado de la balanza no estén los niños afectados por la penicilina, sino los ojazos de Anna Schmidt, y su silueta de mujer hermosa escondida bajo el abrigo sempiterno. Que qué mala suerte, también, tener que visitar Viena justo en invierno, cuando las mejores bellísimas se embuten en los ropajes. Tiran más un par de tetas que cien carretas, y que cien pobres desgraciados tirados en el hospital. Hablando de ruinas morales, es casi mejor no pensar en ello...




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