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La pianista

🌟🌟🌟🌟

Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro. Lo decía Laura Dern en “Corazón salvaje” después de echar un polvo clarividente. Y tenía más razón que una santa: ahí estamos todos, a dos pasos de la frontera, primates a medio civilizar y muy raritos en la intimidad. 

Lo que pasa es que luego hay personas asalvajadas y otras que llevan una pedrada considerable. Ellos, y ellas, son las exageraciones que dan de comer a los psiquiatras y proveen de argumentos a los cineastas. Mi vida, por ejemplo, como la de usted, no daría ni para estirar tres minutos un congreso internacional de psiquiatría. Y en una ficción, apenas serviría para rodar un corto documental sobre la vida gris en las provincias. 

La vida de Erika, en cambio, la pianista de Haneke, hubiera dado para crear un culebrón de varias temporadas si las plataformas que producen series como chorizos hubiesen existido en 2001. La aventura sexual de Erika -por llamarla de alguna manera- no es, desde luego, la Odisea en el espacio, sino una tragedia griega en los conservatorios de Viena.

Precisamente fue allí, en Viena, donde mi abuelo Sigmund advirtió que la sexualidad del mono, al ser reprimida, produce perturbaciones sísmicas en la psique: las neurosis, y las psicosis, y las locuras genéricas a veces tan grandes como un piano. Tampoco tengo claro que Erika, la pobre, de haber nacido cien años antes, hubiese acudido a la consulta de mi abuelo en la Berggasse 19. Seguramente no, porque ella, fuera de la intimidad de los dormitorios y de los cuartos de baño, no da síntoma alguno de locura. Erika es rígida, sí, malencarada, pero no tiene espasmos ni suelta palabrotas como hacían las clientas clásicas de mi abuelo. 

Es más: Erika es bien recibida en la buena sociedad vienesa porque clava las sonatas de Schubert al piano. Erika es talentosa, sí, pero con limitaciones. Iba para concertista y se quedó en el magisterio. Michael Haneke explica que en alemán existen dos palabras distintas para el concepto de pianista: pianista, propiamente dicha, y tocapianos, que es quien jamás llega a la excelencia. En castellano tenemos al escritor y al juntaletras. Lo sé demasiado bien... Es un poco ese concepto. 


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Pacifiction

🌟🌟 


Puede que “Pacifiction” sea una obra de arte, no digo que no. Así lo aseguran al menos nueve de cada diez críticos consultados. Ellos hablaban, incluso, de que era la mejor película española del año. Hace unas semanas, las revistas especializadas parecían el firmamento boreal con tanta estrella que le colocaban.

A mí, sin embargo, “Pacifiction” me ha parecido un rollo macabeo. Un ejercicio de estilo, de “auteur”, de “vamos a rodar una cosa muy rara”.  Los paisajes de la isla de Tahití son acojonantes, eso sí. Pero las tahitianas ya no tanto, y no comprendo por qué, cuando salían tan majas en otras películas de la Polinesia. ¿No era precisamente en Tahití donde se aprovisionaban los rebeldes de la “Bounty”...? Algo ha debido de pasar en los últimos 200 años -el plástico flotante, o las pruebas nucleares- pero en “Pacifiction” las tahitianas están feas, hombrunas, dopadas con testosterona. Es que ni eso te anima a reposar la mirada.

En "Pacifiction" sale mucho Sergi López, que es ese actor no-actor siempre tan campechano, y también Benoît Magimel, el objeto sexual de aquella pianista enloquecida que se pirraba por sus huesos. La de Schubert al piano, sí... La que cogía la cuchilla y ¡zas!, sí... Quiero decir que no es una película hecha entre cuatro amigos. Se le ve una cosa, una intención, un afán lánguido de complacer. De hecho, yo ya había visto otra película de Albert Serra, “La muerte de Luis XIV”, que tampoco era la petardada del siglo. Era una película aburrida, y estirada, pero nunca te alejabas del lecho mortuorio del Rey Sol por ver qué pasaba a continuación, todo morbo y ganas de cotillear.

Quizá por eso me animé a ver “Pacifiction”: por el recuerdo de Luis XIV, que ya ves tú, la inexistente conexión. Pero no, desde luego, porque estos cinéfilos de las revistas pontifiquen una cosa o la contraria.  En provincias ya nadie les sigue. En provincias nos fiamos más de lo que nos recomendamos entre nosotros. Ya nos conocemos, y sabemos de nuestras limitaciones, y las llevamos con jocosa resignación.



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Pequeñas mentiras sin importancia

🌟🌟🌟

Cumplida la pena de cuarenta años y un día, me encuentro en los canales de pago con una película francesa que, curiosamente, trata los problemas emocionales de una pandilla de amigos que comparten celda conmigo en esta mohosa prisión de la edad.

Como no creo en las casualidades, ni en los designios de los dioses, supongo que ha sido mi inconsciente el responsable de encontrarla entre el maremágnum de la programación digital. Se trata de Pequeñas mentiras sin importancia, película a la que me conduce su director, Guillaume Canet, del que hace poco disfruté No se lo digas a nadie, thriller de planteamiento original y giro final inesperadísimo. Y a la que me conduce también, por supuesto, por encima de cualquier otra consideración, su señora esposa, Marion Cotillard, la parisina ideal de la que todos nos enamoramos en Largo domingo de noviazgo y desde entonces que no hemos parado.

Los primeros minutos de Pequeñas mentiras sin importancia consiguen atraer mi atención, y me las prometo muy felices para las dos horas y media que restan por delante. Pero poco a poco voy cayendo en la decepción. No absoluta, no irascible, no endemoniada -porque la película no está mal del todo, y Marion, sin adornos y sin maquillajes, con ropas ordinarias y rasgos despejados, está más bella que nunca, y además sale mucho rato. Pero me importan muy poco las aventuras de estos cuarentañeros. No forman parte de mi contexto, de mi experiencia vital. Son demasiado guapos, demasiado burgueses, demasiado felices... Su máxima preocupación en la vida es decidir con quién van a acostarse llegada la noche, allá en el lujoso bungalow que todos comparten a orillas del mar, en unas vacaciones soleadas e idílicas que seguramente sufraga el fraude fiscal. 

De esto va, mayormente, Pequeñas mentiras sin importancia: de pequeños rolletes sin importancia. De contarnos, al común de los mortales, cómo se las gastan estos guaperas y estas macizorras cuándo se les pone un objetivo sexual entre ceja y ceja.



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