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Adolescencia

🌟🌟🌟🌟

El primer día de 8º de EGB los curas no nos llevaron a las aulas, sino a la capilla del colegio. Pensábamos que nos iban a confesar en hilera, como hacían a veces a traición, para limpiar los muchos pecados del verano adolescente, o que íbamos a cantar himnos para que la Virgen intercediera por nosotros en los exámenes venideros.

Ya sentados en los bancos, el señor director tomó la palabra y nos anunció que nuestro compañero N. había fallecido durante el verano de un problema de corazón. Hubo muchos que murmuraron su sorpresa, o su desazón, sobre todo sus compinches del patio, que eran unos predelincuentes como él. Yo, por mi parte, al oír el notición, sentí un vuelco en el corazón. Pero de alegría. Alegría contenida, claro, como cuando celebras un gol del Madrid en un bar lleno de azulgranas. 

N. era un abusón vocacional que una vez me rajó un balón con su navaja y otra me esperó a la salida con dos matones para darme varias hostias de aguinaldo. Hubo más. Esto del bullying tiene una larga tradición... Lo que pasa es que entonces, si te daban, la devolvías, y si no, esperabas con paciencia a que el curso terminase. O rezabas para que le cayera un rayo divino sobre la cabeza. A nadie se le ocurría zanjarlo a navajazos como hace este tarado de la película. Y menos por un abuso que en la serie es simplemente verbal, o con emojis. El insulto, en 1986, era el pan nuestro de cada día. 

Quiero decir que la problemática adolescente es tan vieja como la civilización, pero leyendo a los exégetas de “Adolescencia” parece que todo esto lo hubieran inventando ayer por la mañana. En mis tiempos ya existía la burla, el miedo, la inseguridad en uno mismo y la incomprensión de los mayores. La pornografía incluso. Las ganas de gustar y la pena de ser rechazado. La conducta sumisa en casa y la conducta salvaje en el colegio. Es de necios echarle la culpa a los maestros, a los padres, a los hombres tóxicos -a los hombres-, al uso abusivo de Instagram... La educación tiránica no servía, la laxa tampoco. Las hostias en casa no impedían nada; las que soltaban los curas tampoco. El buen rollo no ha servido para mucho. Quizá es que somos como somos y nada más.



 


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El irlandés

🌟🌟🌟🌟

Cada vez que les veo reunidos -a Bobby, a Joe, a Pacino, al señor Scorsese que les dirige en la penumbra- siento que participo en una cena con los viejos amigotes. Ellos, en el colegio, me sacaban casi treinta cursos de ventaja, y yo, para forzar el equilibrio universal, llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine o para ver películas en mi salón. En mis muchos salones, en mis muchos destinos… 

Estos atorrantes, tan reales y tan ficticios, son las amistades más longevas que conservo. Pero no las más profundas, eso no, porque ellos son muy celosos de su vida privada y no suelen cotillear los excesos de la fama. Nuestra amistad no da para convertirlos en padrinos de mis hijos ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando ya no para de llover.

“El irlandés”. esta vez, lo reconozco, les ha salido demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Confieso que he interrumpido tres veces la sesión del mismo modo que San Pedro negó tres veces a Jesús en un pecado que algunos exégetas consideran mortal de necesidad. Me he levantado una vez para mear, otra para abrir el frigorífico y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar o a debatir el derrotero de la trama. 

En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecados contra el séptimo arte. Los cines eran lugares sagrados y las imágenes allí expuestas merecían el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo jamás llegaron las homilías en latín subtitulado y los in-files consumían alimentos muy ruidosos y ajenos a las hostias consagradas. Es por eso que terminé apostatando de la misa dominical y siempre he visto “El irlandés” en la República Independiente de mi Casa, donde uno, la verdad, tampoco acaba nunca de concentrarse entre los estímulos del teléfono y las preocupaciones que a veces zumban como mosquitos o como balas de una traición inesperada. 









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