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Enemigos públicos

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Cuando los ricos se dedican a robarse entre ellos se produce lo que los historiadores llaman un "período de calma". El capital cambia de manos en las altas esferas sin que aquí abajo, entre el populacho, nos enteremos de gran cosa. Pero estos paréntesis de paz social no suelen alargarse más allá de unas décadas. Tarde o temprano, los ricos necesitan una refinanciación para seguir jugando al Monopoly, firman una tregua entre ellos y juntan sus ejércitos para saquear a las clases menos favorecidas. Es lo que los historiadores llaman "períodos revolucionarios", porque a los pobres, que vivían tan felices con su pobreza, ahora se les exige vivir en la miseria, y en el cabreo se lanzan a la revuelta callejera, y a la barricada, al comunismo incluso, si el hambre se hace tan universal que surge la fraternidad entre las masas. La lucha de clases de pronto se vuelve caliente, sangrienta, con intercambio de flechas o de balaceras, y en esas refriegas, como una constante histórica, surge la figura de un Robin Hood que roba bancos o asalta diligencias para hacer al menos un gesto simbólico de restitución.


    En Estados Unidos, en los años de la Gran Depresión, John Dillinger fue el héroe trágico de los norteamericanos depauperados, aquellos que se quedaron sin tierras, sin trabajo en las fábricas, vagabundos de las carreteras que buscaban un empleo cualquiera: vendimiar las uvas de la ira, por ejemplo, o los cojones del hartazgo. Quien roba a otro ladrón, cien años de perdón, decían las gentes cuando leían en los periódicos que Dillinger había vuelto a atracar otro banco con la ametralladora Thompson. Un tipo más majo que las pesetas, se decía, o que los peniques, porque en los atracos jamás le tocaba un ídem a los clientes que hacían sus depósitos o cobraban sus pensiones. 

    Pero Dillinger, como tantos otros, fue un falso profeta de los pobres. Un Robin Hood de pacotilla. Los únicos que vieron un duro de lo robado fueron los cantineros de los prostíbulos y las prostitutas con las que Dillinger desfogaba el exceso de adrenalina tras los atracos. Un delincuente puro y duro al que Michael Mann, en la película, ni siquiera trata de explicar. Ni biografía, ni contexto histórico, ni nada de nada. Un remake camuflado de Heat, pero ambientado en la época de los sombreros borsalinos. Todo muy entretenido y en verdad muy poco didáctico.




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