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El Padrino III

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En “Polvo de estrellas”, el programa de radio de Carlos Pumares, estaba muy mal visto que el oyente llamara para decir que le había gustado “El Padrino III”. Pumares callaba, o soltaba un “pues bueno”, o un “qué le vamos a hacer”, que dejaban al oyente descolocado, y empequeñecido, porque Pumares era nuestro oráculo, nuestro monolito de la sabiduría, y contradecirle era como pecar, como estar fuera de la grey de los cinéfilos.

Algunos oyentes aceptaban la contradicción con serenidad, sin rebatir al maestro, y pasaban rápidamente a la siguiente película. Pero otros, incrédulos con la postura de Pumares,  aferrados al dogma de la Santísima Trinidad de Francis Ford, insistían:

-          Pero Carlos... ¿Por qué no te gusta El Padrino III...?

Y ahí, justo a las dos de la madrugada, cuando yo ya estaba a punto de dormirme, un chute de adrenalina me tensaba los músculos, y me abría la sonrisa, y me dejaba un cuarto de hora más con los ojos abiertos. Porque Pumares, si no le insistías, sólo era un tipo borde, poco complaciente con los oyentes, pero si le rascabas la moral, si le pedías que explicara las razones de sus gustos, ya era directamente un tipo hiriente y gritón, que escupía sapos y culebras sobre la espumilla del micrófono. Por cada oyente que perdía en el exceso, mantenía la fidelidad de otros cuatro, y ganaba otros tres en el boca a boca del día siguiente. “Jo, hay un crítico de cine en la madrugada, en Antena 3, que te partes el culo...”.

Pumares, siglos antes del Me Too, gritaba de “El Padrino III” que Sofía Coppola era una enchufada, y que no era una actriz, y que además era muy fea, con la nariz no sé cómo. También decía que Al Pacino estaba histriónico perdido, y que Andy García estaba “para matarlo”, y que la historia no se sostenía por ningún lado. Y que ningún arzobispo -y ahí ya empezaban los gritos mezclados con las carcajadas -iba vestido de arzobispo por su casa, a las tantas de la mañana. Decía muchas más cosas que ahora no recuerdo: disparates y agudezas que no han conseguido remontar la corriente mientras yo veía "El Padrino III" casi treinta años después. Tardé años en hacerme luterano de Carlos Pumares, pero siempre que veo una película de aquellos tiempos me viene una emoción incontenible, y le pongo a la película una estrellita de más, de regalo, por los viejos tiempos.



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El Padrino II

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Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a  la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la barriada.

Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa, más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico, con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre,  la avaricia  y el perdón...   Hay temas que nunca pasan de moda, como bien sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.

¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta poleo. 




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El Padrino

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Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.

Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que  dice que la película que se estrena el día de tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas estáticas.

Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico, la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías, están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.



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