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Solaris

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La Luna, como es un satélite, sólo tiene un poder limitado sobre nuestros deseos. Hay quien dice -astrónomos de la nueva escuela- que la Tierra y la Luna son en realidad un planeta doble, dado el tamaño inusual de nuestra compañera. Pero no nos enredemos con estos pleitos, que bastante enredosa es ya la película con su mística, y sus resurrecciones, y sus bosones de Higgs haciéndose los graciosos. En el planeta Solaris, por ejemplo, no hay museos de cera con figuras que se parecen más bien nada a las originales, sino reproducciones exactas de los famosos, y de los no famosos, hechas de antimateria, o de fermiones, cosas así, que la verdad es que nos clavan.

Decía que la Luna, siendo un satélite, sólo nos concede soñar con la gente que se nos fue, y que querríamos que volviese. Apagamos la luz, conciliamos el primer sueño, y ella, en su modestia sideral, filtra su poder por la persiana para que podamos convocar a la persona amada. Allí, en la noche, si la Luna anda inspirada y nosotros dormimos con energía, conseguimos réplicas muy logradas de la realidad, y volvemos a sentir la emoción de un beso, y la perplejidad de una erección, y la sensación a flor de piel de ser otra vez felices, en una segunda y mágica oportunidad.

Pero como todos sabemos, los sueños sueños son, y al despertar se convierten en vapor de agua, en recuerdo inasible. Además, los sueños felices tardan mucho en regresar, a veces meses, o años, y en su lugar, por un desfase elíptico de la Luna, vienen a sustituirlos las pesadillas que son su reverso oscuro, justo lo que queríamos no recordar y emerge como la lava que nos abrasa.

Pero Solaris, al contrario que la Luna, es un planeta de la hostia, enorme, con magnetismos extraños, y cuando te duermes no fabrica humo a tu alrededor, sino carne y hueso que te abraza al despertar. En realidad no es carne ni hueso, sino un sustituto vegetariano que da el pego de narices, y te vuelve loco de contento, y de deseo, hasta que alguien te jura y te perjura que ella, Natascha McElhone, no es real, ni viene del planeta Tierra.

-          ¡Pero eso ya lo sabemos todos! -decía George Clooney en una línea de diálogo que luego tuvieron que suprimir.





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Salvar al soldado Ryan

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La gran suerte de mi generación es no haber tenido que desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico, no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado. Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace tiempo que quedaron desactivadas.

En caso de guerra me destinarían a la retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente: de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras.... Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror, cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión. Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes se curtían peleando en una trinchera. Era su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron, los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos ante la majadería.

He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.



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