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La gran suerte de mi generación es no haber tenido que
desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por
muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el
desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de
la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico,
no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora
de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante
una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero
de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado.
Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones
engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace
tiempo que quedaron desactivadas.
En caso de guerra me destinarían a la
retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como
un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente:
de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras....
Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera
nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que
voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror,
cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos
por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier
hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión.
Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes
se curtían peleando en una trinchera. Era
su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del
paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron,
los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos
ante la majadería.
He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él
ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en
Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un
fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la
patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de
lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.
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