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La última reina

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Mi alma de bolchevique me impide sentir lástima por Catalina Parr. O sólo la justa, en un par de escenas tremebundas. Si Enrique VIII era un monarca sanguinario, Catalina era una chupóptera del pueblo. Una garrapata instalada en el lujo de la corte. Otra hija de puta despreciable. 

Hay muchas formas de matar cuando ostentas el poder y acaparas la riqueza. Si Enrique VIII era una mala bestia que ordenaba ejecutar a quien ya no le servía para procrear varones o sentirse seguro en sus batallas, Catalina Parr jamás despreció un buen matrimonio para seguir viviendo como una marquesa -o como una reina- a costa del sufrimiento del populacho. No creo que le importara mucho que sus vasallos murieran de inanición mientras ella lucía sus trajes de seda y sus bordados de fantasía. 

Los asesinatos de Enrique VIII eran desde luego más salvajes y sanguinarios, de esos que salen muy subrayados en los libros de los historiadores. En cambio, los asesinatos de sus cortesanos, que pocas veces se mancharon con la sangre de sus víctimas, permanecen en la bruma misteriosa de los crímenes jamás resueltos por la policía.

Por ahí me falla la finalidad última de “La última reina”, que es una versión muy libre y muy feminista de lo que sucedía en aquella corte del asesino sin escrúpulos. Catalina Parr, lejos de ser una mujer engañada, ya era una viuda muy rica cuando se casó con Enrique VIII. Y ser rica en aquellos tiempos era casi peor que ser rica en el siglo XXI. La riqueza de ahora no mata tanto como antes. Conlleva, eso sí, que alguien más pobre que tú va a tardar meses en tratarse un tumor o va a tener que comer mierda de supermercado para llegar a fin de mes. Es un matar ladino y silencioso. 

En el siglo XVI, en cambio, vivir en un castillo rodeada de lacayas y de lameculos implicaba que un poco más allá, en los arrabales, la gente conociera la miseria verdadera que nosotros no podemos ni imaginar: todo suciedad, y muerte prematura, y dolor sin anestesia, y sopas de piedras y cardos para llenarse la barriga.




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