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La consagración de la primavera

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Hablando de consagraciones de la primavera, Laura no es tan guapa como la Venus de Botticelli. Pero tiene su punto. Laura es maja, medio rubia, con unos ojazos como de dibujo japonés. En el campus universitario debería de apuntarse muchas conquistas sexuales. Deshacer una cama tras otra para descubrir su cuerpo y el cuerpo de los demás. Ir cogiéndole el tranquillo al asunto del placer. Acumular gozos y experiencias. Perder el miedo y ganar la desvergüenza. Desacomplejarse. Aprobar con nota esta otra asignatura de la vida.

 Laura, de hecho, empieza la película acudiendo a una fiesta de tanteos. La típica del piso de estudiantes, con sus vasos de plástico y su música cañera. Y sus miradas oblicuas, y sus sonrisas de galanteo. Pero está claro, desde el primer fotograma, que Laura no se adapta. Que algo no va bien en su sexualidad de universitaria, que debería desbordarse lejos de la casa de sus padres, que viven en Manacor. Luego descubriremos que Laura vive en una residencia de estudiantes con horarios estrictos y crucifijos por los pasillos, y que quizá ahí, en una infancia regida por unos padres que predicaban la culpa y el infierno, radique gran parte del problema.

 Sin embargo, en esa misma fiesta, Laura conocerá a David, que es un chico con parálisis cerebral necesitado de placer. David, que vive postrado en una cama, contrata a prostitutas para que le desfoguen los instintos. Una sesión semanal, los jueves, por 50 euros. No sé qué pensarán las exaltadas de Podemos de esta transacción... A mí me da igual, aunque les siga votando. Cuando Laura descubre estos tejemanejes se ofrece ella misma a acostarse con él. Ella le dará sexo a cambio de dinero, sí, pero también el cariño que no le ofrecían las demás. Con ella habrá sesiones de charleta tras la eyaculación: risas, música, confidencias... Algo, quizá, demasiado parecido a un noviazgo.

 Lo que está claro es que a Laura no le amarga un pene. Que no van por ahí los tiros de su timidez. Que su parálisis no procede del asco, ni de la tirria, ni de la vergüenza judeocristiana. Que quizá, simplemente, para encamarse, necesita sentirse enamorada.





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