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Atraco perfecto

🌟🌟🌟🌟🌟


Vivo podrido de películas. O revitalizado por ellas, no sé. En cualquier caso, colonizado. Se lo debo a la soledad, pero también al gusto y a la predilección. Mientras otros escalan montañas o beben vinos en el bar, yo veo películas en la tele. Ellas me entretienen, me forman, me deforman... Me hacen vivir otras vidas mientras desvivo la mía propia, que es tan poquita cosa: el despacho funcionarial, los turnos de alimentarse, los paseos por La Pedanía... 

Poco a poco las películas se van fusionando con la realidad y ya no sé lo que vi en una película y lo que vi fuera de ella. A veces la realidad supera a la ficción, y a veces, viendo una película, me parece estar caminando por el mundo. La frontera se vuelve porosa, se difumina, la van cambiando de lugar. Dormirse cada vez se parece más a apagar la televisión. 

Lo noto. Me noto. Cada vez sucede con más frecuencia: ir por la calle o estar hablando con alguien y de pronto encontrar el parecido, el paralelismo, la referencia casi exacta con una escena que vi, con un personaje que se parecía, con un diálogo que no se me ha olvidado del todo. Me pasa, por ejemplo, que estoy en un aeropuerto esperando la maleta y me acuerdo, impepinablemente, de los billetes que echaban a volar en “Atraco perfecto”. De la mala suerte de ese tipo que ya lo tenia todo hecho: los millones y la novia, y dos billetes de avión para escaparse. Parado ante la cinta transportadora me imagino mi propia maleta abierta sobre la pista de los aviones: algún calcetín con tomate, la camiseta sin planchar, el libro inconfesable abierto de par en par...  Mis vergüenzas al aire. No delictivas, como en la película, pero sí sonrojantes. 

También me da por pensar, recordando al pobre Sterling Hayden, en la mala suerte secular de los pobres. En el estigma que los persigue. Que nos persigue. Porque para robar sin que se note, sin montar un circo con máscaras y escopetas, ya hay que nacer rico, dentro del sistema. Quien menos lo necesita es quien nace más preparado para despojarnos. Que se lo digan a los miembros de la realeza... Dios tiene mucho sentido del humor. O es un mal nacido despreciable. 





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Johnny Guitar

🌟🌟 

En realidad no tenía ninguna gana de ver Johnny Guitar. Ya lo intenté hace años, en una tarde tan vacía como ésta, seguramente también canicular y bostezante, y creo que no pasé de los primeros veinte minutos. Recordaba, de aquella primera intentona, que había un bar en el desierto, una dominatrix con dos pistoleras y un tipo que tocaba la guitarra porque si se liaba a tiros desde la primera escena, tan ducho en el arte de desenfundar y disparar, la película no iba a pasar del primer rollo, como se decía en los tiempos del celuloide. Recordaba que había vaqueros, whisky, pendencias, diálogos absurdos sobre que yo la tengo más larga que tú, forastero, y que a este lado del río Pecos las leyes son de otra manera, bastardo, y cosas así... La diligencia que paraba, los maleantes que sonreían, el sheriff que se veía desbordado por la situación... Cactus y polvo, y estepicursores, que lo he tenido que buscar en internet. Todos los clichés del western reunidos en un sketch alargado y decolorado, como una policromía erosionada por el tiempo.

Johnny Guitar es un truñete que figura en cualquier lista de clásicos imprescindibles, y es, por tanto, una de esas películas que me dejan mosqueado, reducido a cinéfilo de cuarta categoría, porque es más probable que uno sea un paleto insensible y provincial, que entre cientos de cinéfilos con pipa nadie se atreva a señalar la desnudez del emperador.. Esta vez, como ya venía avisado, cabizbajo y acomplejado, me he prometido llegar sólo hasta la famosérrima escena del “Miénteme y dime que me amas”, que el otro día, en un diálogo que ahora no viene a cuento, me vino a las mientes, en esas asociaciones libres que establece mi cerebro entre la realidad y las películas, tendiendo puentes tan férreos, y tan transitados, que a veces ya no sé ni donde estoy.

El diálogo entre Johnny y Vienna llegó allá por el minuto 43, o 44, cuando yo ya estaba a punto de claudicar. Una vez visto, y refrescado en la memoria, le di al pause y luego al eliminar. Me he quedado con la copla. Suficiente. 




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El Padrino

🌟🌟🌟🌟🌟

Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.

Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que  dice que la película que se estrena el día de tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas estáticas.

Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico, la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías, están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.



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Un largo adiós

🌟🌟🌟

El verano es el tiempo de las malas películas, o de las películas dudosas. Pero no por un designio de los dioses, sino por decisión propia. En verano, fuera de mi refugio, de mi rincón, veo las ficciones en esta misma pantalla donde escribo. El portátil, es, por propia definición, transportable, desplegable casi en cualquier sitio. Se aviene a los hoteles y a las casas ajenas. Con él puedes tirarte en la cama, arrebujarte en el sofá, amodorrarte en el vagón de tren… Hacer más corta la espera en el aeropuerto, si uno volara hacia los destinos de ensueño. El portátil lleva las películas descargadas en su panza y te las ofrece con dos golpes de ratón. Se ven bien, con muchos píxeles y tal, y sólo a veces hay que mover un poco la pantalla porque los personajes, de pronto, se convierten en sombras. Puedes ponerte auriculares y subtítulos. El cine portátil está bien, pero no es cine. O yo, al menos, no lo entiendo como tal. Ya me costó años asumir que el cine en la tele es cine, aunque ahora, la verdad, con esas pantallas descomunales que no rebajan la definición, el que no quiere montarse una sala en casa es porque no quiere. Y además no hay que aguantar al de las palomitas, al del móvil, al que no para de hablar...



    Es por eso que dejo para el verano, para el portátil deshonroso, las películas que debo ver pero que en verdad no quiero ver. Las películas que yo mismo me autoimpongo en esta tonta cinefilia. En este alarde de cultureta provinciano. En esta gilipollez supina que me quita horas de vida. Horas que podría emplear, por ejemplo, en ver las películas indudables, cojonudas, que me hacen verdaderamente feliz. Me gustaría dedicarle un largo adiós a esta manía, a esta tontuna, a este sacrificio en aras de la nada. Pero no puedo. Si en algún sitio leo, por ejemplo, que Un largo adiós es algo así como una de detectives crepuscular, y que es de Robert Altman, y que si esto y lo otro y lo de más allá, allá voy yo, de cabeza, pero sin ganas, como jaleado por una panda de amigos que te llaman gallina en el trampolín. Sé, de antemano, que no me va a gustar, que si llevo décadas descartándola por algo será. Que ni las titis que rodean a Philip Marlowe, ni su mitología, ni sus frases ocasionales de macho man, van a convencerme de lo contrario. Así que la descargo, la aparco, la olvido, y cuando llega el verano, la descubro con sorpresa en el portátil, como un bicho que hibernaba, y que ahora se despereza y me llama papi, o papuchi, ya más bien…


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