Babadook

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Entre los episodios más divertidos de Los Simpson están esos en los que Homer, al borde ya del infarto o de la psicosis, y aconsejado por el socarrón doctor Hibbert, decide contener la ira que le provocan las trastadas de Bart. Éste, que es un hijoputa de mucho cuidado, viendo que su padre ya no puede reaccionar agarrándole del cuello ni soltándole amenazas, redobla sus travesuras hasta que la ira acumulada estalla en formas muy cómicas. 

    Llevado al límite de su paciencia, hemos visto a Homer convertido en La Masa, en La Cosa, en el Jack Torrance de El resplandor. Dentro de unos años, cuando le hagan un guiño cinéfilo a esta película titulada The Babadook, veremos no a Homer, sino a Marge Simpson, transformada en una madre demenciada que ya no aguanta ni un minuto más a su retoño.


            The Babadook, que es el último grito de terror venido de Australia, cuenta la historia de una madre que trajina con un hijo aún más insoportable que Bart Simpson, un auténtico demente de siete años que pega a sus compañeros, escupe a su profesores, fabrica ballestas en el sótano de su casa y dice ver fantasmas horripilantes por todos los sitios. El actor -este niño llamado Noah Wiseman- o es un genio precoz, o en su vida real es igual de ahostiable que en la vida ficticia. Tan inquietante y oscuro como el niño Damien de La Profecía. La madre de Samuel, que además es viuda prematura, y tiene un trabajo de mierda, se pasará media película conteniendo las ganas de ahogarlo en la bañera o despeñarlo por la Roca Tarpeya de Adelaida, hablando consigo misma en tono conciliador y respirando muy despacio y muy profundo. Hasta que una mala noche, sin que nadie lo haya robado o comprado, aparece en la estantería el cuento de Mister Babadook, donde un fantasma peludo con sombrero de copa anuncia su pronta llegada a la casa, con presagios funestos de infanticidios sangrientos, y suicidios arrepentidos. La sombra de la depresión es alargada. Y hasta aquí, queridos amigos y amigas, puedo leer...



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Zoolander

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El 27 de marzo de 2009, en otro foro de cinéfilos más concurrido que éste, un yo mismo que aún no transitaba la crisis de los cuarenta escribía estas cosas sobre Zoolander, la tontaca de Ben Stiller sobre el mundo de la moda y sus chanantes sujetos:

            "Es una peli, que si te la cuentan, sales huyendo. No tiene ni pies ni cabeza: es ridícula, absurda, gilipollesca. Sin embargo, cuando la ves en una noche tonta, acabas riéndote como un imbécil. Zoolander no es, desde luego, una comedia de Billy Wilder (y que los dioses me perdonen por introducir aquí su nombre), pero tiene el mérito incuestionable de ser una chorrada autoconsciente de serlo. La película no engaña a nadie, no va de proyecto interesante, se parodia cruelmente a sí misma. Y esa honestidad me llega al alma. Ben Stiller podrá ser obvio, zafio, bobo, pero no es, desde luego, ningún majadero que presuma de hacer comedias con mensaje. La escena del "duelo en la pasarela" es de lo más demencial y divertido que he visto en mucho tiempo".


            Ése era yo con treinte y siete tacos recién cumplidos. Casi un chaval que se reía por cualquier cosa. Que le sacaba zumo incluso a una película tan lamentable como Zoolander. Un cinéfilo mucho menos exigente que el que ahora se adueña del sofá, que tiene más canas y más kilos, y se ríe haciendo esfuerzos con los labios. Estos seis últimos años han sido como de vida perruna: cuarenta y dos, en realidad, si los multiplicamos por siete de los humanos. En los ochenta tacos, pues, me he puesto en un visto y no visto. Quizá por eso, anciano y medio gagá, con las pastillicas y la babilla, hoy no le he sacado ni una sonrisa con Zoolander. Ni con la famosa escena del "duelo en la pasarela", que parecía una cosa de Los Morancos haciendo el merluzo sobre el Puente de Triana. 

    O ha sido, tal vez, la derrota del Madrid en Turín, el enésimo Waterloo de nuestras huestes en los campos europeos, la que me ha tiznado el humor de negro, una suciedad de vergüenza que seguramente necesitaba un detergente más poderoso que éste de Ben Stiller y su alegre muchachada. 




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Homer loves films

Encuentro esta declaración de amor al cine en el personaje más insospechado: Homer Simpson
  • Homer Simpson: Las películas no son estúpidas. Nos llenan con romances, y odios, y fantasías de venganza. Arma letal nos enseñó que el suicidio era divertido.
  • Mel Gibson: No era realmente mi intención…
  • Homer Simpson: Antes de Arma letal 2 nunca pensé que podría haber una bomba en mi retrete, pero ahora lo reviso cada vez que voy.
  • Marge Simpson: Es verdad. Lo hace.
  • Mel Gibson: ¿Las películas significan mucho para ti, Homer?
  • Homer Simpson: Son mi única vía de escape para la esclavitud del trabajo y la familia. 



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Yo, yo mismo e Irene

Los fieles lectores ya saben que dentro de mí vive un antropoide llamado Max, un eslabón perdido que mira mis películas pendiente de una teta, de un vello púbico, de un apareamiento lúbrico entre hombre y mujer. O entre mujer y mujer, si hay un poco de suerte. Como yo nunca veo los documentales de La 2, donde los simios fornican haciendo equilibrios sobre las ramas, Max, el pobre, que vive solitario en mis entrañas, se consuela con las sexualidades menos peludas y más sofisticadas de los seres humanos.
            Siempre que enciendo el televisor para ver una película, Max deja de columpiarse en el neumático y se asoma a mis ojos, a ver en qué trajines nocturnos me voy enredando. Cuando hay chicha y mondongo, él sonríe con sus dientes de macaco y le noto feliz y risueño. Cuando hay drama humano o filosofía existencial, Max lanza dos o tres bostezos de aliento fétido y regresa a sus aposentos, a jugar con las lianas y las cajas de plátanos. Le siento trastear sin ganas, apático, como atrapado en la jaula de un zoológico. Me da mucha pena el pobre animal, pero yo tengo un neocórtex que a veces necesita alimentos complejos para nutrirse. 



            Es por eso que a veces, cuando le noto al borde de la depresión, le concedo la oportunidad de elegir la película del día. Es su dedo simiesco el que recorre los lomos de los DVDs, o las entrañas de los discos duros, buscando un argumento simplón y divertido. Últimamente, no sé por qué, a Max le ha dado por las películas de los hermanos Farrelly, que tienen mucho chiste grueso y mucho cachondeo sexual, aunque a la hora de la verdad nunca se vea ninguna teta, ningún escorzo desnudo de artes amatorias. Y yo, que también tengo alguna mezcla genética de Neanderthal, doy mi plácet a la proyección de estas películas tan chuscas y lamentables. Y tan descojonantes, sí.

          Yo, yo mismo e Irene es una de nuestras películas preferidas. Hay chistes de masturbaciones, de consoladores, de actos sexuales prohibidos en varios estados de la Unión. Jim Carrey es lo más parecido a un mono saltimbanqui de los que pululan por la selva, y su compañera de reparto, Renée Zellweger, hace mohines labiales como de macaca enfurruñada. Antes de que engordara para hacer de Bridget Jones y se olvidara luego de adelgazar, y mucho antes de que confiara su rostro a las artes pictóricas de Cecilia la del Ecce Homo, Renée era la mujer más guapa que Max y yo habíamos conocido en el mundo virtual. Su rostro de adolescente noruega nacida en Texas nos volvía muy loquitos a los dos. A otros usuarios de la belleza les parecía que Renée tenía cara de empanada, de queso gallego, de mofleturas grasientas y poco estimables. Pero a Max y a mí nos molaban mucho estos pequeños excesos de la naturaleza, porque somos primates atados al instinto, y sabemos que lo imperfecto suele ser lo más sano y natural. Y Renée, con su cara de lapona, y su rubio de anglosajona, rezumaba salud por cada peca de su piel, por cada destello azul de sus ojazos achinados. Qué pena que te fuiste, Lulú.


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La cosecha de hielo

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Hace ocho años, cuando este sofá tenía ocho muelles más y soportaba ocho kilos menos, La cosecha de hielo me pareció una película ingeniosa, con unos diálogos chispeantes y una femme fatale, Connie Nielsen, de quitar el hipo y cantar todos juntos viva Dinamarca y la madre que la parió. Hoy, sin embargo, en este homenaje a la memoria de Harold Ramis, me he quedado tan frío como la cosecha de marras. Serán los kilos de más, que me incomodan, o los muelles de menos, que ya no me sustentan el culo. Sólo la señorita Nielsen, en la flor espléndida de sus cuarenta coronas, ha caldeado un poco estas nórdicas heladas de la madrugada. Y eso que esta vez, quizá porque me he vuelto un maniático con los detalles, o quizá porque llevo las gafas mejor graduadas que antaño, he encontrado en su rostrojutlándico  unas arrugas y unas patas de gallo que a punto han estado de aguarme la fiesta. Peccata minuta, en cualquier cosa, si hablamos de su belleza apabullante. ¡La encarnación mortal de Jessica Rabbit!, nada más y nada menos, con ese peinado de los años cuarenta y esos labios de rojo fuego que gritaban bésame, o cómeme, o las dos cosas a la vez.


Tal vez la película se ha quedado vieja, o yo me he vuelto muy quisquilloso, pero hoy los diálogos me han sonado forzados, literarios, como de personajes de novela que siempren tienen la frase exacta, el ingenio preciso, incluso encañonados por un revólver o atravesados por un puñal. Una cosa que podrías tragarte en las novelas, o en los westerns de la época, pero no ahora, que los espectadores nos hemos vuelto muy exigentes con la veracidad. Queda la excusa de que La cosecha de hielo quiere jugar la baza de la comedia, del intermezzo tarantiniano que divaga entre chistes y ocurrencias mientras se aproximan las matanzas. Pero estas cosas sólo las clava el entrañable frentón. Y Guy Ritchie, quizá, en sus primeros tiempos de los mafiosos deslenguados, antes de que Madonna le sorbiera los tuétanos, y más cosas, en las batallas de la cama. 



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Dos días, una noche

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La última película de los hermanos Dardenne iba a titularse Los juegos del hambre, porque sus personajes, trabajadores manuales de una empresa en crisis, están jugándose el pan y las habichuelas. Pero el título, que les venía al pelo, ya lo tenían cogido en la saga de Jennifer Lawrence, así que se decantaron por un título más escueto y convencional, Dos días, una noche, con resonancias a tiempo de condena, a tiempo de espera insoportable.

         Nuestro emprendedor de hoy reúne a sus trabajadores y les plantea que no hay dinero para todos: si quieren cobrar la bonificación de mil euros habrá que despedir a la compañera que en esos momentos está de baja, un ama de casa depresiva que lo ve todo negro y toma demasiadas pastillas para verlo blanco. Así de sencillo: o la paga, o la readmisión. Unos, la minoría, que son los menos necesitados o los más sensibles a estas cuestiones solidarias, preferirán quedarse sin bono antes que destrozar la vida laboral de una compañera. La mayoría, en cambio, que vive en la precariedad de unos sueldos misérrimos y de unos hogares que se les caen a trozos, escogerán la reforma de sus baños o de sus terrazas antes que entonar La Internacional con el puño en alto abrazados a su tovarich.

     Los proletarios de hoy han nacido con el corazón de pedernal, y con el egoísmo por bandera. La película de los Dardenne te arranca el socialismo del alma y te lo pisotea para devolvértelo ya sin sangre y todo engurruñado. No hay optimismos, ni concesiones, como en las otras películas combativas de Ken Loach, donde siempre hay un motivo para la esperanza.

            Por suerte para nosotros, la película de los Dardenne no hay cristiano ni socialista que se la crea. Las mujeres como Marion Cotillard no van por ahí mendigando trabajos mal pagados, ni están casadas con camareros del Burger King de cuarenta tacos. Como en la película. En la vida real, las mujeres tan hermosas como ella, por mucho que los Dardenne traten de afearla y de poligonizarla, están casadas con el jefe, con el capataz, con el esclavista de turno. Lucen sus cuerpos espléndidos y sus caras bellísimas en las piscinas privadas que sufragan las plusvalías. O se dedican, por supuesto, como la propia Marion, al noble arte de la actuación.  Dos días, una noche una película de ciencia ficción, y no un réquiem doloroso de la clase obrera. Menos mal. 


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El gato conoce al asesino

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"Cine noir mezclado con deliciosa comedia", leí hace unas semanas en la revista de cine a propósito de El gato conoce al asesino, jocoso-thriller de los años setenta. "Deliciosa", decía el crítico especializado...

    Hay que joderse. Vaya truño de experiencia. O algunas películas han cogido demasiado polvo, o yo he cogido demasiados prejuicios, demasiadas distancias con según qué cine. Será eso. El gato conoce al asesino es una película a ratos incomprensible, de tan enredosa que resulta, como si hubieran hecho un remake de El sueño eterno pero sin el carisma de Humphrey Bogart, ni la belleza de Lauren Bacall. Robert Benton, director y guionista del asunto, se debió de coscar de estas inconsistencias durante el rodaje, y a veces detiene la acción -vamos a llamarla así- para que sus personajes hagan resúmenes de la trama delictiva, y no perderse ellos mismos en sus farragosas deducciones:

    - Vamos a ver si me aclaro: Fulano mató a Mengana y luego robó a Zutano para encubrir a Perengano...



    Pero no es lo detectivesco lo peor de la película, porque al fin y al cabo, siempre que hay un investigador acechando y un criminal campando a sus anchas, uno tiene, desde los tiempos infantiles de Colombo o de Mike Hammer, el hábito reflejo de mirar y atender. Lo peor son los trazos de comedia, que son bobos, y estrafalarios, protagonizados por esa actriz tan adorada por los americanos y tan desconocida por estos lares llamada Lily Tomlin. Cuando te pones a contar chistes en mitad de un asesinato sangriento, hay que tener mucho cuidado de no caer en el abismo del ridículo. Y aquí, desde la primera gracia metida con calzador, la película se va despeñando en caída libre como la figura de Don Draper al inicio de Mad Men. No pega, no cuela, no casa, este intento pre-tarantiniano de buscar la descojonación en presencia de un cadáver destripado.

       Y así, muerto a muerto, parida a parida, el bostezo se fue adueñando de la medianoche dominguera. Regresaron los partidos de fútbol a la memoria, los de hoy, y los del sábado, en moviola continua de alegrías y frustraciones. Y mientras se me iba la pinza por los céspedes del balón, ellos, los detectives inverosímiles, seguían buscando al gato de marras, y al asesino que sólo él conocía. 




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Magia a la luz de la luna

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En la película Orígenes, Mike Cahill, que es un jovenzuelo que todavía disfruta del esplendor de la hierba, de la gloria de la juventud, no tuvo el valor de apoyar a su personaje en la cruzada científica contra el espiritismo. El doctor Ian, que con sus experimentos pretendía acabar con los des-razonamientos de los creacionistas, terminó convertido a la fe de los que defienden la reencarnación de las almas, en un guión tramposo y torticero que financiaba el poderoso lobby de los metafísicos. En Orígenes, tras las falsas esperanzas ofrecidas a los espectadores descreídos, finalmente triunfaba el más allá, el mundo fantástico de los espíritus. Y uno se quedó en el sofá con cara de tonto, como si le hubieran colado una homilía por toda la escuadra.



            En Magia a la luz de la luna, sin embargo, mi hermano Woody Allen, que ya va camino de los ochenta años, tiene la decencia moral, la valentía vital, de no dejarse engañar por los cantos de sirena que le anuncian un más allá donde podrá seguir rodando una película cada año. Woody Allen es demasiado inteligente, demasiado lúcido. El personaje de Colin Firth es un ilusionista que en sus ratos libres asiste a sesiones de espiritismo para desenmascarar los trucos de los adivinos, de los médiums, de los mensajeros que traen recados de los muertos. Stanley, que así se llama nuestro caballero cruzado, es un hombre de firmes convicciones que ha leído a Nietzsche, a Freud, a Schopenhauer, a los grandes filósofos de la refutación ultraterrena. Nadie va a convencerle de que los fantasmas nos visitan transustanciados en ese yogur líquido que los expertos en la majadería denominan ectoplasma. Nadie excepto una damisela tan hermosa como Emma Stone, por supuesto, que con sus trucos baratos de nigromanta lo dejará embobado, arrobado, perdidito de amor. Y quién no, pardiez, sucumbiría a ese cabello pelirrojo, a esos ojazos de niña vivaz, a esa voz cazallera que anuncia excitantes groserías en el dulce retozar… Emma Stone sigue siendo una de las reinas mimadas en este blog, tan republicano en convicciones, tan monárquico en sus amoríos.



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