Philomena

🌟🌟

A poco de comenzar Philomena, el periodista Martin sostiene este diálogo con la hija de la propia Philomena:

Kathleen: No pude evitar escuchar que es usted periodista. Conozco a una mujer que fue madre adolescente. Mantuvo el secreto durante cincuenta años. Me acabo de enterar hoy. Unas monjas le quitaron a su hijo. La obligaron a darlo en adopción. Lo mantuvo en secreto todo este tiempo…
Martin: Estoy escribiendo un libro… sobre la historia de Rusia. Eso es lo mío. Lo tuyo es “interés humano”. Yo no hago eso.
Kathleen:¿Por qué no?
Martin: Porque “interés humano” son historias sobre personas vulnerables, débiles e ignorantes que personas vulnerables, débiles e ignorantes leen.

      Me he reído con la gracia porque pienso exactamente lo mismo que el periodista. La expresión “interés humano” siempre esconde argumentos simplones, sentimentaloides, de trazo muy grueso. Buenos de mazapán y malos de pacotilla. Lágrimas extraídas a muy bajo precio del subsuelo lacrimal. Uno ya viene advertido de que Philomena es una película de “interés humano”, y se toma la gracia de Steve Coogan como una autoparodia del drama que vendrá a continuación. Las fechorías de estas monjas irlandesas son las mismas que aquí perpetró la difunta sor María, con el beneplácito de la autoridad competente, y uno sabe que este tema no puede abordarse desde la comedia, o desde el cinismo. Hay que arremangarse y meter la mano entre los sentimientos, como un cirujano de guerra en pleno bochinche. No queda otra. Pero Steve Coogan, en esa línea de diálogo, es como si nos guiñara un ojo y nos dijera: sabemos el terreno que pisamos, no os preocupéis. Esto no va a ser un culebrón para señoras maduritas. El tío Frears y yo no lo vamos a permitir. Habrá lágrimas, sí, pero muy escogidas, y muy traídas a cuento. Y habrá, también, por descontado, una buena reprimenda a la Iglesia Católica, y a su pérfida infantería de la voz calmada y la lengua bífida. 

            Pero no son tales, las promesas que uno imaginaba. Philomena es, realmente, una película de “interés humano”. Una buddy movie de mamá religiosa y periodista agnóstico que buscan al hijo traspapelado por las monjas.  Philomena es, como ya nos advertían al principio, una mujer vulnerable e ignorante, que está dispuesta a perdonarlo todo, incluso el secuestro de su hijo. Las monjas que le amargaron la vida le parecen, en el fondo, buena gente, aunque un poco particular. El periodista Martin no puede creerse tanta bonhomía estúpida de su amiga, y trata de zarandear su conciencia para que proteste, o suelte al menos algún mecachis en la mar. El espectador, obviamente, está con él, pero Coogan, el guionista, y Frears, el director, están obviamente con Philomena, a la que siempre reservan la última frase, la última sentencia, poniendo al bueno de Martin de vuelta y media, como si su pensamiento crítico estuviera pasado de moda. Es como una revancha moral sobre la Ilustración que no se entiende muy bien. Como una venganza histórica que no viene a cuento. Como si valiera lo mismo una duda razonada que la creencia ciega.  No se lo esperaba uno de este par de británicos, tan progres como parecían.




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Caníbal

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Esta película española titulada Caníbal, que anunciaban como terrorífica y muy particular, ya la filmó hace quince años Atom Egoyan en las calles de Londres, que no de Granada. Se titulaba El viaje de Felicia, y el psicópata de turno era el entrañable y muy convincente Bob Hoskins, uno de los grandes actores olvidados cuando se elaboran las listas, o se conceden los premios conmemorativos. No recuerdo si este asesino de Atom Egoyan también se comía el solomillo de sus víctimas acompañado de un buen vino, como hace Antonio de la Torre en plan Hannibal Lecter, pero sí recuerdo que su afición principal era la cocina, y que se arrepentía de sus fechorías en el momento más inesperado de la película, así que por ahí se anda la historia. 




Y es que aparece un psicópata en cualquier película, y ya te sale, sin quererlo, un juego de asociaciones con los innúmeros malandrines que le precedieron. En la vida real, los psicópatas son un vecino de cada mil, y la mayorìa ni siquiera asesinan: sólo te putean, o te buscan las cosquillas, o se meten a policías o a guardias civiles para dar mamporros al amparo de la ley. Son notorios, pero escasos, los psicópatas que viven a este lado de la pantalla. En  la ficción, en cambio, es como si la psicopatía fuera el mal común de los habitantes, y todo el mundo guarda ganchos de carnicero en el garaje, y cadáveres corruptos en el jardín. 

  Los planos de este asesino de Caníbal masticando la carne femenina son clavados a los que retrataban a Mads Mikkelsen en Hannibal, la fallida serie que hace meses quiso hacerse un hueco en este blog. ¿Que el criminal es un sádico matamujeres y además sastre? Ahí está el villano de El silencio de los corderos para completar el árbol de referencias. ¿Que el criminal lleva años sembrando el terror en la comarca y nadie relaciona sus asesinatos? El malvado de Los hombres que no amaban a las mujeres sale a la palestra para seguir jugando a este Trivial Pursuit de los sanguinarios, muy pronto en las jugueterías, y establecimientos autorizados.



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En la casa

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Por la tarde, en el sofá, postrado por un virus que me incapacita para continuar la vida civil, veo En la casa, aclamada obra del director François Ozon. 

En la casa es como una película de Woody Allen pero sin chistes ni apartamentos de Manhattan. Monsieur Germain es un profesor de instituto que se parece mucho al director neoyorquino en lo físico, y en los tics del personaje. El profesor Germain imparte literatura en un instituto de chavales sin futuro, y vive desesperado de su incultura hasta que descubre, en una redacción sobre las vivencias del fin de semana, a un alumno de vena literaria, ocurrente y fluido, inquietante en la escritura, seductor en la cercanía del trato. Como en las películas de Woody Allen, el profesor se encapricha de su alumno y se postula como tutor particular, como mentor literario y guía espiritual. Una película de maestro griego y alumno efébico, pero sin túnicas ni homosexo. 

Para profundizar en la educación de su alumno y enseñarle los modelos de la gran escritura, Germain le proporcionará varios libros de su propia biblioteca, entre ellos Crimen y castigo, de Dostoievski, que el alumno recibirá con cara de disgusto. Una cosa es escribir para pasar el rato y dejar patidifusas a las chavalas, y otra, muy distinta, tener que tragarse ese tocho de personajes decimonónicos acabados en "ov", o en "osky".


            Luego, por la noche, mientras los virus se baten en retirada, veo el tercer episodio de Freaks and Geeks. En él, Sam es obligado por su profesora de literatura a leer -oh, la casualidad- Crimen y castigo, porque se ha enterado de las mierdas que suelen leer sus alumnos: la novelización de Star Wars, o la biografía de Samy Davis Jr.. A veces la realidad te sorprende con casualidades inquietantes, como cuando piensas en alguien que no has visto durante años y de pronto te lo topas por la calle.  Y lo mismo sucede algunos días con la ficción, que ves una película de instituto francés pensando por qué todos los profesores, los novelistas, los culturetas, recomiendan esos libros insufrible e inabordables de rusos del siglo XIX, y horas más tarde, en otra ficción completamente distinta, te encuentras a otro chaval de catorce años que también ha de leer la misma monserga. Un chaval muy parecido a  ti, además, en las virtudes y en los defectos, que odia a su profesora de literatura como tú odiabas a tu profesor de lengua española, que hablaba con la voz engolada y declamaba versos de Góngora que nadie comprendía.



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Los climas

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Es una película extraña y bellísima, Los climas. Una historia de amor y desamor que empieza en el tórrido verano de la playa y acaba en el crudo invierno de las montañas. A la sombra de las sombrillas, los amantes filosofan sobre su amor con las palabras justas, y los gestos comedidos, como si temieran que un esfuerzo superfluo desatara los suodres. No hay margaritas, en las playas de Turquía, pero ellos deshojan los pétalos con una molicie que en otras películas sería un coñazo insufrible, pero que aquí, gracias a la pericia de Nuri Bilge, exhala un vaho hipnótico, sedante, como de opio o de arrullo.  

Meses después, en el invierno, en el quinto pino de la península de Anatolia, los amantes resolverán su aventura con los labios paralizados por el frío, porque cae la nieve sobre los turcos, y sobre las vidas, y es como un manto espeso que congela los sentimientos para consumirlos en mejor ocasión, cuando llegue el nuevo verano, y el erotismo de los cuerpos se mezcle con la trascendencia del amor.


         En Los climas, Turquía parece un país de ensueño, misterioso y variado, con paisajes que van de lo verde a lo desértico, de lo alpino a lo estepario. Cada plano es una fotografía, una estampa, como si Nuri Bilge, imitando al Peter Jackson de Nueva Zelanda, nos fuera contando una historia y al mismo tiempo nos invitara a coger un avión de Turkish Airlines para plantarnos en Estambul, a tiempo de cenar. Cuando los amantes no hablan, uno solaza la mirada en las tierras milenarias donde Paris buscó el amor de Helena. He de reconocer, no obstante, que a mitad de película casi me duermo, pues llegado el otoño intermedio de los climas,  los amantes se dan un respiro para beber de otras fuentes, y desaparece de la pantalla esta mujer hermosa que se llama Ebru Ceylan, de la cual yo había caído enamorado en el primer fotograma. Más tarde, en internet, descubriré que ella es la mismísima mujer del director, guionista de sus películas, directora ocasional de las suyas propias. Una belleza extraña y exótica, también la suya, como la propia Turquía que la vio nacer y desarrollarse. La hermosura de Ebru Ceylan vive a medio camino de lo asiático y lo occidental, de lo sensual y lo sexual, del cerebro y de la gónada. Ella ha sido la pasión turca de mi invierno castellano, olvidados ya los viejos recelos del moro en la costa, y de las galeras heroicas hundidas en Lepanto.



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Las sesiones

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Al mundo hemos venido a follar. Esa es la tarea principal que la naturaleza nos encomendó. Follar. Esparcir nuestros genes por el mundo, y prorrogar nuestra muerte en la vida de los hijos. El deseo sexual es el programa básico que articula nuestro disco duro. Todo lo demás -la literatura y el arte, el fútbol y la baraja, la barbacoa del domingo o el café del mediodía- sólo son el pasatiempo, el matarratos, la preparación para la batalla o la tregua concedida por el instinto.

            Mi antropoide, como ya saben los viejos lectores, se llama Max, y vive en las cavernas húmedas de mi organismo, allá donde se confunden  las vísceras del comer con las vísceras del amor. Él viene y va constantemente, a cuatro patas, con el plátano en la mano, consultando la hora con impaciencia: "Bueno, empezamos o qué". Yo siento sus pasos, sus murmullos, su búsqueda incansable del tesoro, como un Gollum que viviera de okupa por mis adentros.  A todos los hombres, desde que entramos en la adolescencia, se nos encomienda el cuidado de un mono simpático y rijoso traído de África. Nadie me advirtió de esto en su momento, ni me puso sobre la pista, pero una mañana de mis doce años, al despertar, igual que Gregorio Samsa descubrió a su escarabajo, yo descubrí a mi antropoide compartiendo la almohada llena de pelos, saludándome con una sonrisa picarona. "Bueno, empezamos o qué". 

            Mark O'Brien, el personaje real de Las sesiones, fue un periodista y poeta aquejado de poliomielitis. Confinado a la camilla y al pulmón de acero, consiguió que la Universidad de Berkeley aceptara su solicitud de cursar estudios presenciales. Mark sentó un precedente legal que muchos discapacitados aprovecharon después. No contento con esa hazaña, a la edad de treinta y ocho años decidió dejar de ser virgen, y pasando por encima de los mandamientos de su propia religión, contrató a una terapeuta sexual para celebrar la caricias y el coito, en pecaminoso y enrevesado acto de joderío. Mark O'Brien, como todo hijo de vecino, también llevaba un antropoide en las entrañas que le preguntaba todos los días por la hora. "Bueno, empezamos o qué". Uno muy frustrado y revoltoso, que vivía encerrado en un organismo paralizado. Un antropoide que un día gritó basta y se hizo con las riendas de la voluntad. Cuando se trataba de sexo, era el antropoide de Mark el que hablaba por su boca, y para los antropoides no existe el infierno, ni los santos, ni los diez mandamientos que se dieron a sí mismos los antiguos. Sólo la hembra, la rama, el fruto jugoso que se deshace en la boca.


 - ¿Por qué la llamas polla y no pene?
- "Pene" suena a verdura insípida. "Polla" suena a lo que es.




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No es país para viejos

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6 años menos tres días. Ése es el tiempo exacto que ha transcurrido desde que vi, por primera vez, No es país para viejos, mi decepción más sonada con los hermanos Coen. Recuerdo que escribí cosas por los foros denunciando el final incomprensible, las preguntas sin respuesta, la desidia sin remaches, y que luego hube de esconderme en las cavernas mientras pasaba el temporal de las refutaciones, todas muy críticas con mi herejía. Muchos que hasta entonces ni siquiera los conocían, los llamaron maestros por haber ganado el Oscar, y se proclamaron apóstoles y evangelistas de su cine. Y yo, que durante veinte años fui su discípulo predilecto, que los acompañé en la travesía del desierto y en la pesca de almas a orillas del Misisipi, tuve que traicionarlos en el momento de su mayor gloria, como un Judas vendido por cuatro tonterías del argumento. 


            Les he seguido de lejos, todo este tiempo, viéndolos sin que ellos me vieran, disfrazado en los cines, o agazapado en los sofás. Después de No es un país para viejos nos entregaron Quemar después de leer, y los di por acabados, y por repetidos, como si ya hubieran dicho todo lo que había que decir, y estuvieran prontos a regresar al cielo de sus mansiones. Pero luego, por sorpresa, rodaron ese peliculón que casi nadie comprendió, Un tipo serio, y una fe renovada brotó en mi corazón. Un brote rojo, que no verde, de músculo cardíaco que volvía a formarse y a latir con impaciencia. Los advenedizos salieron espantados en busca de nuevos ídolos, y los viejos discípulos, que en las desventuras de Larry Gopnik recobramos las viejas esencias y los viejos guiños, fuimos saliendo poco a poco de nuestro exilio. 

    6 años -menos tres días- he tardado en volver a enfrentarme con los viejos fantasmas del desierto tejano, a ver si esta vez comprendía la película oscarizada. Pero ha vuelto a faltarme el aliento. Al cabo de una hora de argumento me pudo la sed, la insolación, la monotonía del paisaje, y empecé a ver espejismos donde otros siempre han visto enjundias del guión. Pero no importa. Me he sentido cómodo en esta segunda visita, ya no cabreado, sino sólo sorprendido, y expectante. Tras un largo caminar en solitario he vuelto al redil de los Coen, a la vera de los maestros, y ellos me han acogido como al hijo pródigo que un día se fue a los otros cines, a ver otras películas.




        
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L'Apollonide

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L'Apollonide del título es una casa de putas que ahora llamaríamos de alto standing, con madame bien vestida en el recibidor, y currantas explotadas que reposan lánguidas sobre los divanes. 

La película, onírica y barroca, cuenta el vivir diario de este prostíbulo en el París de la Belle Époque. Allí acudían los ricachones no sólo a follar, que al fin y al cabo sólo es una gimnasia para el desahogo, sino a escaparse del mundo, y a olvidarse de sus esposas ya distantes y siempre malhumoradas. En L'Apollonide, los ricachones que explotaban a la clase obrera encontraban champán, sonrisas, largas conversaciones mientras acariciaban un pecho o jugueteaban con un mechón de pelo. Más importante que el sexo, era la sensación extraña de encontrarse en un lugar fuera de París, huido del tiempo, rodeado de jóvenes hermosas que parecían salidas de un cuadro impresionista, o de un cielo recién inaugurado sobre los tejados. Casa de putas, sí, pero también cápsula del tiempo, hogar de reposo, sanatorio del espíritu. 

        Jamás he entendido la expresión "esto parece una casa de putas" cuando alguien quiere denunciar el mal funcionamiento de un hogar, o de una institución. Los prostíbulos de postín como L'Apollonide son modelos organizativos que valdrían lo mismo para un cuartel militar que para una fábrica de coches alemana. Las putas de la película -más allá de su condición de esclavas- son trabajadoras concienzudas, y muy solidarias con sus compañeras. Dirigidas por una madame que conoce los intríngulis del negocio, ellas ganan mucho dinero al mismo tiempo que seleccionan a su clientela. Son putas muy profesionales que se bañan todos los días, y se perfuman el parrús después de cada contacto. Pasan revisiones periódicas con el médico, y se dan de baja en el servicio si contraen alguna enfermedad, lavando y cocinando para las demás. A lo mejor es que L'Apollonide es un prostíbulo francés, y ya se sabe que en Francia, como en Europa, de toda la vida, los servicios públicos funcionan a las mil maravillas. Tal vez la expresión despectiva “como una casa de putas” sólo exista en nuestro idioma castellano de la chapuza nacional. Quizá los lupanares hispánicos vayan igual de mal que los colegios, o que los hospitales, siempre al borde de la crisis o del cierre porque los ricos se educan en los curas, y se sanan en Nueva York, y se traen las putas directamente a los yates fondeados.




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Import-Export

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Como si fuera un psiquiatra vienés del siglo XXI, Ulrich Seidl ha recogido el testigo dejado por Sigmund Freud para seguir divagando sobre el sexo y la religión, que es lo mismo que divagar sobre el sexo y la muerte, los dos temas fundamentales que estructuran nuestra existencia. Con permiso del fútbol, claro está, que estructura los fines de semana y ya lo mismo nos da follar que morirnos en el sofá, porque la vida, cuando hay fútbol, queda en suspenso, seducidos por el balón que viene y va como el reloj oscilante del hipnotizador. Me gustan los cineastas como Ulrich, que van al grano, al meollo de la cuestión, aunque a veces ponga la cámara tan cerca de sus personajes que a uno le llegan incluso los olores, o las salpicaduras de alguna secreción.


Después de terminar su trilogía Paradies, decido aventurarme en el pasillo de su filmografía anterior para descubrir nuevas historias retorcidas. Abro la primera puerta, una que pone Import-Export, y allí conozco a una mujer ucraniana que trabaja de enfermera en un hospital grimoso de su país, uno de paredes tan grises como el cielo plomizo de su invierno. A Olga, que así se llama la exsoviética de nuestros sueños, deben de pagarle cuatro rublos mal contados, porque vive en un apartamento cutre y diminuto, apenas una covacha que comparte con su hijo recién nacido y con la madre que le ayuda en las tareas. Olga, en un ataque de desesperación, decide largarse a Viena, a trabajar de lo que sea, lo mismo de actriz porno que de limpiadora en un geriátrico, para enviar un sueldo digno a casa. 

Hasta aquí la película promete. A la belleza de Olga se suma la denuncia de esta sociedad opulenta que trata a sus trabajadores como esclavos, y mucho más si provienen del Este, como si fueran tontos, o apestados, o culpables de haber vivido setenta años bajo el comunismo. Pero como ya sucediera en su trilogía Paradies, el amigo Ulrich se cansa a los tres cuartos de hora de contar su propia historia, y deja que la cámara, ella solita, filme lo que dé la gana, mientras él duerme la siesta o juega la partida de tute. La cámara, atada a su trípode, se limita a rodar planos fijos que ya nada aportan, sólo más miserias y degradación. Un bostezo que nace de mi coxis recorre la espina dorsal y termina desembocando en mi garganta, poniendo a prueba los tornillos que sujetan los maxilares. Llego al final de Import-Export con tal desinterés que ahora mismo quiero recordar la película y ya no me sale. 



 
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Paradies: esperanza

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Mientras su madre folla con negros en las playas de Kenia y su tía  predica el evangelio desde una furgoneta de Radio María, Melanie, que es la protagonista de esta última entrega de la trilogía Paradies, pasa las vacaciones de verano en un campamento para adelgazar gordos irredentos, allá en las montañas donde Heidi retozaba con Niebla. Uno, en su ignorancia, pensaba que estos remedios sólo existían en Los Simpson, en aquellos episodios en los que Bart se ponía como un barrilete y sus padres lo enviaban allí para descansar de su presencia. Pero se ve que no, que estos internados son reales, al menos en el bárbaro mundo de los anglosajones y germanos, aunque aquí, en la película, por mor del eufemismo, los llamen "campamentos dietéticos", como si fueran celebraciones festivas de la ensalada y el yogur desnatado.


            Durante el día,  Melanie  y sus sufridos compañeros serán sometidos a todo tipo de torturas. Un profesor de gimnasia más gordo que ellos los colgará de las espalderas, los hará rodar por las colchonetas, los someterá a duras travesías campo a través... Cuando ya no puedan ni moverse, una escultural monitora les proyectará documentales sobre el autocontrol de la ansiedad, y sobre las repercusiones negativas de los alimentos hipercalóricos. Luego, por la noche, en la intimidad de las habitaciones, los chavales y las chavalas se pasarán chocolatinas de contrabando para seguir manteniendo la figura, y tirar el esfuerzo sudoríparo por la borda. Tampoco es que los guardianes pongan excesivo celo en la vigilancia. El campamento, como tal, es un timo para burgueses, un sacacuartos para padres que quieren desprenderse una temporada de sus retoños. La convivencia, en cambio, sí les servirá a los usuarios para ponerse al día en los asuntos de la práctica erótica. La mayoría son clientes marginales en el comercio sexual de sus institutos, y aprovecharán su reclusión para formar una especie de "Rechazados Anónimos" donde contarán sus experiencias y sus desconsuelos.    


 
            Melanie, que  pica más alto que los demás porque después de todo es rubia y no mal parecida, aprovechará la dejadez de los vigilantes para tentar sexualmente al médico del campamento, un cincuentón de buena figura al que las rubias gorditas le ponen muy travieso. Si su madre vive obsesionada por los mandingas de piel de ébano, y su tía no conoce a ningún hombre más apuesto que Jesucristo, Melanie perderá la cabeza por esta figura paternal de ojos azules y mirada de verraco. La trilogía Paradies ha resultado ser, a fin de cuentas, la historia de tres mujeres que buscaban la satisfacción sexual por caminos extraños y retorcidos. Tres locuras de amor en tiempo de verano. Tres películas muy sórdidas, que diría Juan Manuel de Prada, mi némesis de la derecha rancia. Tres rarezas que empiezan muy bien y luego terminan en un largo bostezo, porque Ulrich Seidl muestra, pero no cuenta; circunvala, pero no atraviesa. Un fotógrafo de lo grotesco, más que un narrador de historias.




           
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Moneyball

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Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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Mamá

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Me han vuelto a engañar con la enésima película de terror que iba a ser diferente. Esta vez ha sido Guillermo del Toro, el gordinflón que producía y publicitaba Mamá, el que ha dado falso testimonio ante el jurado de espectadores. Ahorita va a ser distinto, güey. La madre que lo parió... Estos tunantes nos pescan como truchas de escasa memoria y poco juicio. Saben que los cinéfilos somos ávidos, impacientes, que escuchamos cualquier adjetivo promisorio y nos tragamos el anzuelo hasta la laringe, aunque el gusano sea un sujeto sospechoso que ya nos sonaba de otras estafas. A las truchas nos puede el ansia, el hábito, el vacío estrecho de esta corriente monótona y fría. Este tal Andrés Muschietti que dirige Mamá es un cinéfago que ha regurgitado en la película los clichés mal digeridos de toda la vida. Los más acérrimos se conforman con esto, y dicen que no hay más cabras que ordeñar, ni más variantes que inventar. O lo tomas, o lo dejas. El pasillo que se recorre, la sombra que se desliza, la electricidad que se va, el armario que se abre, el bosque que se cierne, el científico que se inmola, el protagonista que no se entera... La misma tontería de siempre... Que da susto, sí, y que entretiene mucho, pero que también es, aunque parezca paradójico, una pérdida de tiempo lamentable. 




   
 
           Han tenido, además, estos latinos enamorados de las mujeres morenas, la desfachatez de volver negro el cabello fueguino de Jessica Chastain. Han querido afearla por exigencias del guión, para hacer de Mamá un relato más siniestro y oscuro.  Me la han convertido, a mi Jessica, en rockera gótica, en compatriota nacional, estos bellacos. Pero no han podido apagar su belleza radiante de californiana criada al sol. Su piel blanquísima relucía como nunca en contraste con ese pelo azabache y absurdo. No había oscuridad en los pasillos tenebrosos cuando Jessica vagaba por ellos. Ella, la heroína, parecía el blanco fantasma de un amor.

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El capital

🌟🌟🌟

Faltaba Costa-Gavras, el viejo guerrero de la izquierda europea, por darnos su versión particular de esta crisis financiera que nos está dejando con el culo al aire. Costa-Gavras lleva décadas denunciando a los poderosos en sus películas, y se ha ganado el derecho de gritarnos que él ya advirtió de esta catástrofe antes que nadie. Antes ya le había zurrado a los militares y a los curas en películas como Missing o Amen; ahora, en El Capital, saca el cinturón de púas para zurrar a los banqueros, y completar así su trilogía personal sobre los explotadores de los pobres. Es la misma chusma que una vez inmortalizó Ivá en su álbum de Makinavaja: Curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir.



            Si otras películas del subgénero bursátil optaron por retratar a esta gentuza de los trajes carísimos sin entrar en el intríngulis económico de los números, Costa-Gavras ha preferido hacer un poco de pedagogía con el espectador. Aunque no es un documental, los personajes de El Capital explicotean sus asuntos como si fueran radiándose a sí mismos. Te compro por esta razón y te vendo por esta otra. A muchos, por lo que leo en internet, les ha molestado el experimento. Lo consideran redundante y ofensivo, pues ellos, al parecer, ya vivían muy enterados de estos asuntos monetarios y fiscales. Lo de los fondos tóxicos es un tema que manejan con la misma soltura que las reglas del fútbol. Uno, sin embargo, como el niño más tonto de la clase, agradece este esfuerzo de Costa-Gavras por hacernos entender la materia, aunque luego la película no sea gran cosa y uno empiece a olvidarla nada más verla. 

Mi incapacidad para entender la economía ya es legendaria por estos pagos. En estas películas de ejecutivos siempre hay uno que vende y uno que compra, uno que pica y uno que estafa, pero nunca acierto a distinguier quien es quien. Me fijo en los jetos para identificar al tiburón de mirada más fría y dentadura más afilada, pero aquí, en El capital, los actores han sido sabiamente elegidos, y todos nadan con el mismo rostro inexpresivo y asesino. El que no es más hijoputa es porque no puede, no porque sea más humano, o tenga más escrúpulos. Es la vida misma, en las altas esferas, y en los fondos abisales.






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Masters of sex. Temporada 2

🌟🌟🌟

A uno, de Masters of sex, le importa un pimiento que la doctora Johnson se lleve mal con su exmarido, o que el doctor Masters esconda sentimientos reprimidos hacia su madre. Que se vayan al carajo, los guionistas y las guionistas, con estos rellenos melodramáticos de la trama, que deberían ser boceto y se han erigido en columna y fundamento. La serie nos atraía porque en ella se narraba el amanecer sexual de la humanidad, tan importante como el amanecer de la inteligencia que imaginara Kubrick en 2001. Si allí sonaba el Así habló Zaratustra cuando el mono blandía el hueso, aquí, en Masters of sex, quedaría bien un Himno de la alegría que subrayara cada orgasmo de los sujetos experimentales. Qué menos... 

El día que William Masters y Virginia Johnson decidieron adentrarse en el misterio cavernoso de la respuesta sexual, cambiaron el devenir de la vida íntima que deforma los colchones y molesta a los vecinos.  Nada fue igual desde entonces. Liberados de miedos y de prejuicios, los órganos sexuales empezaron a acoplarse con otra diligencia, con otro entusiasmo, porque ya se conocían de antes, de los libros, de los gráficos, de las educaciones sexuales en los colegios. Pocas personas han traído más felicidad y sabiduría a la humanidad que Masters y Johnson. Ellos fueron los Prometeos modernos que nos entregaron el fuego sexual de los dioses. Con él encendieron la primera llama de la revolución en las camas, tan importante para la Historia como aquella revuelta de los franceses, o la invención de las máquinas de vapor. O internet mismo, que me permite escribir estas sandeces... ¿Para qué, pues, en la serie, perder el tiempo en estas bobadas domésticas, con estas tonterías que le suceden a todo hijo de vecino, rutinarias, y consabidas, y redundantes?  Al grano, coño, al grano.






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El irlandés

🌟🌟🌟

Adivino, más que comprendo, esta película titulada El irlandés. Su personaje, el policía Gerry Boyle, es una especie de Torrente que también se va de putas los días de fiesta, y que también se toma tres copazos justo antes de entrar en servicio. Si el plato preferido de Torrente era el cocido madrileño, el de Boyle es el desayuno pantagruélico de las salchichas y los huevos fritos. Ambos son gordos y cínicos, impresentables y divertidos. Aunque esto de "divertido" -más que afirmarlo- lo supongo, porque los chistes de El irlandés están muy apegados al terruño, y uno, desde su sofá perdido en la España interior, nota que las gracias se le escurren entre las meninges, inaprensibles y muy gaélicas. Es lo mismo que le sucedería a un habitante de Limerick, pongamos por caso, si un día viera en Tele Irlanda Torrente, el brazo tonto de la ley. Este fascista del Atleti es tan español, tan celtibérico, que sólo nosotros, los aquí nacidos, nos partimos el culo con sus ridículas ocurrencias. Los irlandeses, por lo que leo, se han tronchado hasta las lágrimas con las burradas de su policía racista y pueblerino. Nosotros, desde aquí, no tanto.


            Sucede, además, que la generosidad de quien redactó los subtítulos de El irlandés no está a la altura de su eficiencia. A veces las películas vienen directamente del DVD, o del Blu Ray, y los subtítulos fluyen como arroyos límpidos de palabras. Lo que uno lee tiene coherencia, y se corresponde con lo que cuentan las imágenes. Otras veces, en cambio, es un espíritu altruista el que cuelga su propia versión, con subtítulos cocinados en su propia sartén del ordenador, y lo mismo te encuentras un nativo que ofrece una versión modélica, que un alumno de Secundaria que está haciendo sangrías con el idioma. Esta vez, con El irlandés, me tocó la de cal, o la de arena, que nunca sé. Hay varios diálogos que son absurdos, y que no se entienden. En descargo del traductor hay que decir que estos irlandeses de la película mascullan, más que hablan, el inglés de sus antiguos colonizadores. Mastican y escupen las palabras como chicles de sabor amargo. No sé si es su acento, o si lo hacen adrede para burlarse de sus antiguos dominadores. Otra idiosincrasia que se me escapó.




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La caza

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Ya tenía yo ganas de regresar a Dinamarca, a sentirme danés, europeo, civilizado durante dos horas de fantasía antropológica. La caza, sin embargo, que es mi reencuentro inesperado y tardío con Thomas Vinterberg, es una película que no deja bien parados a los daneses. Ni a los seres humanos, en general, porque Vinterberg viene a contarnos que el porcentaje de gente estúpida es el mismo en cualquier sitio, lo mismo en Dinamarca que en Ponferrada, y que no hay orden social ni modelo económico que pueda remediarlo. La estupidez es una desventaja evolutiva que nos trajimos de los árboles, de cuando descendimos a la sabana y nos convertimos en bípedos, y todavía no la hemos subsanado, ni con la tecnología ni con los eones. 

La estupidez es el reverso oscuro de la inteligencia. Carlo Cipolla, en su libro Allegro ma non troppo, expuso sus leyes fundamentales, que aquí resumo, y que vertebran la historia de La caza.

  1. Siempre, e inevitablemente, cualquiera de nosotros subestima el número de individuos estúpidos en circulación.
  2. La probabilidad de que una persona dada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona.
  3. Las personas no-estúpidas siempre subestiman el potencial dañino de la gente estúpida.
  4.  Una persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que puede existir. 


      
            Vinterberg, en La caza, aventura una quinta ley que será la trampa mortal en la que caiga su protagonista: cuando uno comprende que vive rodeado de estúpidos, ya es demasiado tarde para reaccionar. El daño está hecho, y será además irreparable. Nadie quiere ver la estupidez en las personas cercanas, porque reconocerlos estúpidos sería como confesar que uno mismo pertenece al club. Uno vive convencido de que los estúpidos, como los corruptos, o como los borrachos, moran en otros ambientes. Pero basta una chispa, un malentendido, una fantasía de la niña tonta que jura haber visto un "pito hacia arriba", para que uno se descubra rodeado de personas hostiles que ya no razonan. Las amistades y los amores, que creíamos sólidos como la roca, se disiparán como la niebla barrida por una brisa. Una historia sin contrastar te convierte, de la noche a la mañana, en el enemigo público del vecindario. Los que juraban amarte, dudan; los que prometían amistad, huyen; los que vendían compadreo, desaparecen; los que apenas te conocían, apedrean tus cristales. 

No existe eso que llaman la presunción de inocencia. No fuera de los tribunales de justicia. En las calles de aquí, y en las calles de Dinamarc a todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Sobran dedos de una mano para contar las personas que nos creerían en una tesitura así. Que nos creerían de verdad, a pies juntillas; que nos mirarían a los ojos y sabrían al instante que nosotros no mentimos, y que es la niña atolondrada la que ha confundido en su imaginación el culo con las témporas.



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Princesas

🌟🌟🌟

Le debía un homenaje a esta actriz mayúscula que es Candela Peña. Sus diez minutos en Una pistola en cada mano son ya historia de nuestro cine patrio. Qué digo, ¡del cine universal! Su personaje, como un monstruo de los cuentos infantiles, reunía en una sola carne los miedos que nos paralizan ante las mujeres. Los hombres las amamos y las recelamos; las deseamos y las rehuimos. Son nuestro deseo contumaz y nuestra condena biológica. Candela sonríe al tontaina de Eduardo Noriega y nos hiela la sangre en las venas, y nos congela la alegría en el pene.


Luego, Candela, en la ceremonia de los premios Goya, tuvo el valor de decir lo que había de decir. Mientras otros se escondían detrás del atril, o detrás del premio cabezón, para que la prensa de derechas no los crucificara al día siguiente -que ya ves tú, qué deshonor-, ella puso el dedo en la llaga y se fue tan fresca, dignísima y actoraza. Denunció la sanidad precaria, la escuela abandonada, la mierda de prestaciones, y se quedó tan ancha, y nos dejó tan anchos, a los socialistas de las catacumbas. Es por eso, digo, que le debía un homenaje cinéfilo a la profesional, y a la mujer.

Me he decantado por Princesas, que tenía muy diluida en la memoria. Y ahí siguen, para nuestra tristeza, y para nuestro sonrojo, exactamente donde las dejamos, las pobres putas, sufriendo los gajes de su oficio, en esos arrabales de Madrid donde los parques son de tierra y las peluquerías escuelas de filosofía. Uno está con ellas, y comprende sus desgracias y contradicciones. Pero son un poco inverosímiles, estas putas de mazapán que presenta León de Aranoa, porque siempre tienen la frase justa, la reflexión pertinente, la poesía elevada de las alegrías y las penas. Hablan como putas de la calle, pero también como profesoras de literatura. Algo no cuadra en el guión. Peccata minuta, en cualquier caso. Yo estaba aquí por Candela, y Candela se sale, vitriólica y sensible, llorosa y exultante. Prostituida y enamorada.




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Cosmópolis

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Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima. 

De pronto, cuando mi dedo índice ya acaricia el botón de stop, aparece en Cosmópolis una actriz de ensueño que interpreta a su joven esposa. Me quedo paralizado de la impresión, y el dedo se queda dormido sobre el stop, aplazando su justicia para mejor ocasión. Es ahora, al escribir estas líneas, cuando averiguo el nombre de esta mujer: se llama Sarah Gadon, y es tan preciosa que parece de fantasía, de piel irreal como el plástico, de cabello imposible como la muñeca Barbie. Durante cinco minutos, vivo convencido de que Cosmópolis es una película imprescindible, una obra maestra de nuestro tiempo. 

Pero a punto de empezar el segundo salmo, Sarah Gadon desaparece de la pantalla, y la realidad de Cosmópolis -ya sin la luz celestial de su presencia- vuelve a golpearme con toda su crudeza. Vuelven los tediosos monólogos sobre la naturaleza inevitable y maligna del capitalismo. Vuelve el experimento, el bostezo, la desazón de la vida sin esa mujer preciosa que me robaba el corazón. Pasan los minutos y ella no reaparece. Mi cuerpo se agita, se queja, se desploma. Llevamos cuarenta minutos de metraje y Sarah no está, ni se la espera. Es el The End. Al menos para mí.



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Elena

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Con Elena -que no es Elena de Troya, ni Elena de Borbón, sino de Elena de Moscú- completo la escueta filmografía del director ruso Andrei Zvyagintsev, un hombre muy conocido en los festivales de relumbrón, pero casi ignorado en los planetas alejados del cogollo estelar. Aquí, en las Provincias Exteriores, estas películas llegan con mucho retraso porque nunca llegan a estrenarse, y es una nave pirata, muy parecida al Halcón Milenario de Han Solo, la que nos sirve la mercancía  muchos meses o años después. Es por eso que uno, cuando quiere debatir sobre ellas, se encuentra con que ya está todo dicho. Hablar sobre ellas en este blog es un ejercicio de redundancia, de desahogo de los dedos, más que una aportación provechosa. Menos mal que nadie lo lee, y que quien lo lee apenas lo entiende, pues son cosas muy particulares las que aquí se exponen, muy obsesivas y maniáticas. Y atrasadas, ya, de noticias.


            Las películas de Andrei Zvyagintsev son dramas hipnóticos, silenciosos, casi de fantasmas o de lunáticos, en los que hay que armarse de paciencia para que los personajes vayan mostrando poco a poco las intenciones y la calaña moral, casi siempre sorprendente, y muy poco compasiva. Son personajes afilados, duros, tallados por el frío persistente y por la aridez propia de la estepa. Son rusos y rusas que descienden de la guerra, del hambre, de la utopía fracasada. Desgraciados que ahora sobreviven en esta selva postcomunista del sálvese quien pueda. A Andrei Zvyagintsev le salen unas películas muy fatalistas, muy pesimistas, muy rusas en definitiva, del mismo modo que a Almodóvar le salen unas películas muy españolas y cañís, y a Haneke unos puzzles de centroeuropeísmo muy cerebral y cuadriculado.
        



           
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El estudiante

🌟🌟🌟

Roque es un alumno de la universidad de Buenos Aires que no le da ni un palo al agua. Roque es alto, guapo, de mentón prominente y sexualidad desbordante, así que solo quiere follar con sus compañeras más guapas o más predispuestas. Un macho alfa en toda regla. Mientras el dinero de sus padres o el de las becas siga manando de la cuenta corriente, él pasará los trimestres de cama en cama, de flor en flor, hasta que las asignaturas se aprueben por sí solas. Dios proveerá, hermanos, es el lema que guía su desgana estudiantil. 

   
         Pero nuestro héroe, que vive más feliz que la abeja Maya, se topará con un desafío vital: la chica más guapa del cotarro es, al mismo tiempo la más inteligente de todas. Paula es hermosa, liberal, estudiosa... Un ángel de ojos azules naufragado en el Mar del Plata. Ella frecuenta poco las discotecas, los botellones, las boites donde uno se expone y bichea al personal. Paula reparte su tiempo entre el estudio y el activismo político. Tiene dos lunares en la mejilla que parecen tatuados por un artista...  A Roque le bastan dos escarceos infructuosos con ella para comprender que no va a conquistarla con las tácticas habituales. A Paula le repatean los tipos no comprometidos, los neutrales, los que pasan por la universidad sin tomar conciencia de la realidad, sólo pendientes de sus asignaturas, o de sus pollas inquietas. Paula odia a los tipos como Roque. Ella necesita alguien en quien confiar, sereno, inteligente, participativo. Le vuelven loca los políticos en ciernes. Sólo con ellos alcanza unos orgasmos pletóricos que se le van luego en verborrea sobre los impuestos.

           Roque necesita estar a la altura de quien ya es el amor de su vida, y para ello tendrá que subirse a la tarima, a despotricar contra el rectorado. Ni de izquierdas ni de derechas, Roque está a la que salta, buscando un ecosistema en el que destacar y atraer las miradas de Paula. Al principio, impetuoso e indocumentado, Roque meterá la gamba en los debates, y elegirá mal a los compañeros de andadura. Pero va a aprender muy rápido. La testosterona que apabulla a las mujeres también sirve para manejar a los hombres timoratos. Ellos le reconocerán como el líder de voz poderosa y gestos enérgicos. Es ahí cuando El estudiante abandona los derroteros de la comedia romántica para ponerse muy seria, muy didáctica, y también un pelín aburrida. La última hora es casi entera para Roque, que descubrirá la otra erótica -también irresistible y orgásmica- del poder. Mientras tanto, para nuestro sollozo inconsolable, Paula pasará a un segundo plano lejanísimo y casi testimonial. Ella, la guapa inteligentísima, que fue la chispa, el estímulo, la inspiración de todo esto.




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Star Trek y la reina Borg

🌟🌟

Aunque los efectos especiales sean del siglo XXIV y las aventuras transcurran al ritmo trepidante de la juventud deportista, las películas del capitán Picard y compañía tampoco añaden gran cosa a la saga Star Trek. Uno, mosqueado, va leyendo las sinopsis en internet y descubre que cada nueva película es el refrito de un antiguo episodio para la tele, dilatado en minutos y recoloreado en los ordenadores. Siempre hay un klingon traicionero, un villano loco, un planeta enigmático, una explosión en el puente de mando que a todo el mundo se lleva por los aires pero a nadie mata... Se suceden las mismas conversaciones sobre los sentimientos de los androides, sobre la naturaleza imperfecta de lo humano. Sobre la incapacidad de los vulcanianos para excitarse con un gang-bang de Sasha Grey con orejas picudas. 

Lo mismo en Star Trek: Primer contacto que en Star Trek: Insurrección, uno se entretiene pero se aburre, no sé si me explico. Es mi alma infantil la que sigue flipando con las naves espaciales y con las pistolas desintegradoras; la que echa su ancla de hierro y me deja varado en el sofá, con cara de estúpido, insistiendo en películas que no me interesan gran cosa. Ni siquiera las churris del capitán Picard le ponen a uno en estado de alerta. Cómo serán de frías estas astronautas, de poco excitantes, siempre embutidas en esos uniformes de monjas de las galaxias, que me excita mucho más la reina de los Borg, aunque sus piernas sean ortopédicas, y su pechos consumidos, y su cráneo cableado. Aunque sea una hijaputa de mucho cuidado. Es su voz, en realidad, la que me deja prendado; vibra con promesas de sabiduría, de aventuras, de sexo cibernético y muy guarro a la luz de las estrellas. Sólo por ella he persistido en Star Trek, mientras mi niño interior alborotaba en el sofá con las pistolitas de los cojones. 




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