Mis dobles, mi mujer y yo

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Para mi extrañeza de cinéfilo poco convencional, cuando se habla del añorado Harold nadie se acuerda de Mis dobles, mi mujer y yo, que en inglés llevaba el más corto y bonito título de Multiplicity. Debemos de ser muy pocos los que adoramos esta comedia absurda de planteamiento singular. En ella, Michael Keaton, superado por el ritmo frenético de sus jornadas, se fabrica tres clones de sí mismo para atender sus obligaciones cotidianas: el trabajo de contratista, el cuidado de los retoños y las atenciones románticas a su exigente esposa. Mientras sus clones van a la oficina, cocinan el pavo o discuten con la parienta, él se toma unas vacaciones de su propia vida jugando al golf o navegando por la costa del Pacífico. Su dejación de funciones tendrá, obviamente, consecuencias catastróficas, porque sus clones, por muy clones que sean, tienen carácter propio, y deseos personales, y no siempre se coordinan muy bien a la hora de sustituirse.


    Multiplicity es una comedia de estilo clásico, con patochadas de slapstick, confusión de identidades y puertas que se abren y se cierran al modo de Lubitsch. No es una película perfecta, porque a veces cae en el humor simplón, y su mensaje matrimonial rezuma catecismo por los cuatro versículos. Pero Michael Keaton está perfecto en sus cuatro papeles, Andie MacDowell rebosa belleza en la flor de su edad, y la idea de clonarse es tan atractiva que uno se pasa toda la pelicula dándole vueltas. Por supuesto que estaría bien disponer de varios yos que aligeraran la fatigosa tarea de vivir. De las versiones más simples de la felicidad no nos separa ni el amor ni el dinero. A los pobres de espíritu, y a los pobres de bolsillo, nos bastaría con disponer de dos horas más al día, limpias de polvo y paja como deseaba Bukowski en sus diarios. Sólo con que un clon bajara al supermercado, me hiciera las comidas, fregara los platos y aguantara a los pelmazos, ya tendría yo dos horas extra para ver otra película, o apuntarme al gimansio de la esquina. Podría, incluso, poner un clon a escribir este diario, y pasarle mis impresiones a través de un bluetooth, o de una conexión interneuronal, y ya sólo dedicarme al placer del visionado, sin pensamientos ni escrituras, sólo el nirvana del abandono completo, de la dimisión absoluta. 





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La sal de la Tierra

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La sal de la Tierra narra la vida y las andanzas del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, al que Wim Wenders conoció hace años y ahora dedica este retrato conmovedor, narrado en primera persona por el propio Sebastião, que ahí sigue, vivito y coleando, ya retirado de la aventura en su granja repoblada de la selva amazónica.


     Sebastião, en su juventud, estudió para economista, y realizó sus primeros trabajos para organizaciones que se dicen benefactoras de la humanidad pero sobrevuelan los países pobres como buitres al acecho. Sebastião iba para esbirro de los explotadores, para evangelizador del liberalismo, pero junto a su esposa Lélia tuvo una revelación, y camino de África, que no de Damasco, se cayó del caballo y decidió dedicarse a la fotografía para denunciar el mundo del hambre, de la miseria, de la explotación del hombre por el hombre. Un rojo muy peligroso al que los militares brasileños, entonces en el poder, mantenían exiliado en París para no corromper el feudalismo carioca de los terratenientes.

            Sebastião viajó por el mundo durante años, con el culo siempre inquieto y la cámara siempre presta. Retrató las miserias de Sudamérica, las hambrunas del Sahel, las matanzas de Ruanda, las barbaridades de la guerra de Yugoslavia. Vio morir a niños de hambre, a mujeres de cólera, a hombres de machetazos. A europeos hechos y derechos alcanzados por los disparos de un francotirador. Con su apariencia de Jesucristo moderno, con el cabello rubio y la barba neotestamentaria,  Sebastião tuvo que hacer milagros para esquivar la muerte varias veces. Después de dar tumbos durante treinta años terminó asqueado del género humano. 

            "Somos un animal muy feroz. Somos un animal terrible, nosotros, los humanos, sea aquí en Europa, en África, en Latinoamérica... Donde sea. Nuestra violencia es extrema. Nuestra historia es una historia de guerras. Es una historia sin fin, una historia de represión, una historia de locos."





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El sentido de la vida

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Qué mejor día que el cumpleaños de uno mismo para buscarle un sentido a la vida. Cuando no es 16 de marzo, uno se entretiene con las películas, con el fútbol, con las mujeres amadas en secreto, y esas tonterías metafísicas apenas son el chispazo neuronal que se produce justo antes de dormir, cuando los enchufes se desconectan. Pero llega este día maldito y uno, aunque no quiera, aunque trate de evadirse en las naderías de lo cotidiano, se ve asaltado por la inquietud del futuro, por la nostalgia del pasado. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Gilipolleces de primero de filosofía que flotan por encima de la cabeza, y que yo trato de apartar a manotazos como si fueran moscas de la mierda, o angelitos con  del Señor.

            La película del día tenía que ser, obligatoriamente, El sentido de la vida, porque los Monty Python hablan en ella de cualquier cosa menos del sentido de la vida. Ellos sabían -porque habían leído mucho, y eran tipos muy inteligentes- que la vida no tiene sentido. Que sólo es un accidente biológico, un capricho de la química. Una espiral de ADN que para copiarse a sí misma ha construido nuestros cuerpos y nuestras mentes, meros vehículos de custodia y transmisión. Ya lo cantaba Javier Krahe en El cromosoma:

Lo más confío en que seré algo eterno
gracias al cromosoma.


            Los Monty Python sabían que nuestra única misión es transmitir los genes. O hacer que los transmitimos, en el gozo de los cuerpos. Lo demás es literatura, religión, perifollo... Ganas de no entender. Los Monty dedican noventa minutos de su película -o lo que sea- a reírse de lo humano y lo divino, con números antológicos que en otros blogs están descritos con más gracia. Búsquenlos... Yo sólo quería contar que hoy era muy cumpleaños, y que sigo sin verme el sentido. Ni el sinsentido. Nada.

            "Llegamos al final de la película. Ahora, el sentido de la vida. Nada del otro mundo: ser amable con la gente, no comer grasas, leer un buen libro de vez en cuando, pasear, intentar convivir en paz y armonía con gente de todos los credos y naciones. Para terminar, hemos incluido imágenes de penes para molestar a los censores. En fin, ya está. Pasemos a la música final."  





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Apocalypto

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Nos parece muy lejana, y muy salvaje, la locura de estos pueblos de Mesoamérica que practicaban sacrificios humanos para contentar a sus dioses. Y más todavía si es Mel Gibson quien mete la cámara en el altar del holocausto, allá en lo alto de la pirámide. Porque a Mel le va mucho la hemoglobina, el gorgoteo de la sangre que sale a chorros por la garganta. En Apocalypto no se ahorra ni un detalle de los corazones arrancados de cuajo, de las cabezas que caen rodando por las escalinatas. De los cuerpos decapitados que se acumulan en el basurero de moscas gordísimas y golosas. Es como volver a ver La Pasión de Cristo, pero esta vez con amerindios cazadores, y no con carpinteros de Judea, en el papel de corderos sacrificados.


Como ya somos occidentales y posmodernos, nos creemos libres de estas salvajadas antiguas, de estos rituales sangrientos que se ejecutaban al dictado del peyote y el tambor. Pero más allá de las truculencias, y de las máscaras horripilantes que llevaban los sacerdotes, las cosas no han cambiado tanto. Las sociedades siguen estratificadas del mismo modo, con un rey sentado en su trono y unos mercaderes que buscan el máximo beneficio; un cuerpo policial que reprime cualquier protesta y, por supuesto, porque estos son como garrapatas que jamás se van de los organismos, unos sacerdotes que hacen así con la mano, o con el cuchillo, o con el hisopo, y bendicen el orden divino de las cosas. 

Ahora ya no aplacamos la ira de aquellos dioses tan sádicos llamados Yahvé o Tonatiuhtéotl, pero sí la voracidad de otras deidades que ya no tienen rostro ni personalidad: el Dinero, los Mercados, la Libre Competencia. Y para tenerlos contentos, sacrificamos a los ciudadanos más pobres de nuestro tejido social. Los que mandan ya no los abren en canal sobre un altar de piedra, porque los necesitan para limpiar los retretes, y para tirar a la baja los salarios misérrimos que pagan. Ahora los van matando poco a poco, suavemente, killing me softly, como la canción. Un día les privatizan un hospital, otro les quitan un medicamento y al siguiente les aplazan una operación. Los sacrificios multitudinarios lo pondrían todo perdido para los turistas. Ahora, a los parias, se nos mata silenciosamente. A plazos. En diferido. 




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Triangle

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He tardado tres días en curar el dolor de cabeza que me provocó Coherence. Su enredo de universos alternativos me dejó las meninges turulatas, y las neuronas en grave cortocircuito. Para restaurar el sistema no he tomado analgésicos, ni he repasado las explicaciones del gato de Schrödinger. Simplemente he dejado que pase el tiempo: dormir mucho, pasear por el monte, renunciar a los acertijos. Empaparme de fútbol televisado, que es el bálsamo de los menguados, la escapatoria de los más cortos.     


        Pero hoy, tentado de nuevo por el demonio del intelecto, he tirado el tratamiento por la borda. Los designios de internet me han traído otra película de paradojas temporales, de personajes duplicados, y no he podido resistirme al desafío. Triangle es una película australiana de mucho intríngulis y mucho susto. Una mezcla extraña entre Atrapado en el tiempo y Los cronocrímenes. Me costará otros tres días de convalecencia mental. O quizá menos, porque Coherence tenía una explicación fundamentada en la física, y uno se quedó traumatizado por su falta de saberes. Triangle, por el contrario, es una película qure nadie ha entendido muy bien, y eso te quita mucha presión. 

    Los contrasentidos de Triangle tienen muchos agujeros, muchas trampas, y los guionistas recurren a hechos fantasmales para solucionar las incongruencias, como si usaran parches o tiras de típex. Pero no nos importa, el chapuceo. El objetivo de Triangle no es romperte la cabeza, ni humillarte en tu butaca. Aquí lo principal es entretenerse; aquí la chicha y la sustancia es contemplar, multiplicada por tres, o quizá por más, en las muchas líneas temporales, la belleza de esta actriz llamada Melissa George. Ya de dar la castaña con un personaje que reaparece y se reduplica, quién mejor que Melissa, con su camiseta mojada, con su boca perfecta de labios carnosos y entreabiertos. 




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Amador

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Amador, la última película de Fernando León de Aranoa, quiere ser el retrato tragicómico de una pareja de peruanos que viven al borde de la desesperación, en los arrabales de Madrid. Él, Nelson, lleva un negocio ilegal de reparto de flores, y ella, Marcela, cuida a un anciano cascarrabias llamado Amador que da nombre a la película.

El tal Amador, aunque su hija opine lo contrario, y jamás se pase por la casa a visitarlo, está en las últimas fechas. Ya no sale de la cama si no es para mear o para tomar un baño. Allí tumbado noche y día, sin afeitarse y sin quitarse el pijama, Amador escucha la radio, ve la televisión, recibe a las visitas, completa sus puzzles... Cuando Marcela le reconviene, el anciano le suelta un par de sabidurías aprendidas en los bares para salir del paso. Da un poco de vergüenza que el otrora genial guionista, don Fernando, caiga en estas simplicidades de colegial. "La vida es como un puzzle en el que hay que ir colocando las piezas", y cosas así, en las líneas de diálogo. De primero de filosofía para parvularios; de culebrón jamaicano para marujas. De película del Oeste de bajo presupuesto donde la vida siempre está en el fondo de un vaso de whisky. 



    Es ahí, en las parábolas de la I Carta de Amador a los Corintios, cuando la película, a pesar de sus buenas intenciones, se cae sin remedio. Luego suceden cosas que no se pueden desvelar aquí, muy gordas y muy traumáticas, y uno, sin saber muy bien cómo, se encuentra repasando los conocimientos que aprendió en la tele sobre la velocidad de descomposición de un cadáver. Y aquí, en Amador, las cuentas no salen. Y mucho menos en Madrid, en plena canícula, en el extrarradio polvoriento. De Amador hemos pasado a un CSI Fuenlabrada en el que Grissom y compañía se enfrentan al extraño caso del cadáver que aguantó semanas y semanas sin pudrirse, emitiendo todo lo más un tufillo que unos ramos de rosas se encargaron de disimular. El brazo incorrupto de Santa Teresa, de nuevo. Un  milagro de la España Católica que lucha contra el laicismo voraz de Podemos. Una chapuza de guión que te corta el rollo solidario con estos peruanos exiliados. Qué nos importa ya, el devenir socioeconómico de estas pobres gentes, si vivimos pendientes de este nuevo desafío para la ciencia, de esta nueva intromisión –quizá de lo divino- en nuestras vidas de pecadores. 


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The honourable woman

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The honourable woman cuenta la historia de Nessa Stein, una mujer millonaria, heredera del imperio de su padre, que trabaja sin descanso por la concordia entre israelíes y palestinos. Aunque ella es judía, y su padre participó activamente en las guerras de partición, Nessa sueña con la relación fraternal entre los dos pueblos. Para ello ha tendido una red de telecomunicaciones que une a todos los habitantes del secarral bíblico, para que se envíen whatsapps, y tweets, y mensajes de texto, en hebrero, o en árabe, o en arameo. Y así, tic a tic, y verso a verso, se vaya tejiendo la red que unirá las almas y los espíritus. "Por internet hacia la paz", viene a ser más o menos su lema.


     Nessa, obviamente, es una bobalicona sin remedio, un baronesa del Imperio Británico que se levanta por las mañanas y no tiene muchas cabras que ordeñar. Ela se ducha, desayuna, administra sus cuatro asuntos con los asesores y luego se pone a jugar con los mapas de Palestina, a ver si unimos Gaza con Hebrón, o Cisjordania con Tel-Aviv. Por encima de Nessa, sobrevolando como buitres sus valiosísimas redes de fibra, están el Mossad, Hezbolá, el MI6..., organizaciones que viven de la guerra y de la conspiración, y cuyos responsables no desean la paz que tanto sueña Nessa, porque se quedarían sin trabajo. 

    Y por encima de todos ellos, por supuesto, dirigiendo el cotarro desde las sombras, los americanos y sus agentes. En estas tierras ya no rascan mucho petróleo, pero siguen votando a congresistas y senadores muy temerosos de Yahvé, tipos muy religiosos que viven convencidos de que será allí, en la colina de Megido, donde tendrá lugar el Armagedón, la Lucha Final entre las huestes del Bien y del Mal. Ellos, por supuesto, piensan salir triunfantes a costa de los sarracenos, de los comunistas, de los chinos incluso, como sigan dando por el culo con sus estrategias comerciales.



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Coherence

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Si algún lector ha caído en este blog buscando explicaciones sobre el intríngulis de Coherence, tengo que sugerirle, amablemente, que busque en otros rincones donde se hable con más criterio de física cuántica. Donde se explique con pelos y señales la paradoja del gato de Schrödinger, que es la base científica de la trama, y que aquí no va a ser abordada ni desvelada.

           En este blog del cinéfilo solitario, el lector sólo va a encontrar divagaciones sobre la belleza de Emily Baldoni, que también es un misterio de la hostia, dicho sea de paso. La señorita Baldoni es una na conjunción mágica de millones de átomos que se ponen unos encima de otros y se entrecruzan y al final conforman una nórdica de ver y casi no creer, como le pasaba a Alfredo Landa en las playas españolas de los años 60, que también se quedaba mirando a las suecas sin comprenderlas del todo. Como visitado por alienígenas, o atrapado en otra dimensión, o soñando un erotismo del que alguna medusa iba a despertarle con su roce venenoso. Aquello sí que era ciencia-ficción de la buena, de la inexplicable, de la que animaba los debates y las tertulias en el bar de Manolo: las extranjeras tumbadas en bikini sobre la arena del Mediterráneo, que la pareja de la Guardia Civil que rondaba las cercanías no sabía si tomar cartas en el asunto o regresar al cuartel a hacerse unas pajillas.






            Y el caso es que uno, en su juventud dorada, cuando leía libros complejos y no se quedaba dormido a los diez minutos, llegó a entender de verdad este enredo de los universos alternativos, de las líneas temporales paralelas, que la física cuántica nos propone como factibles porque son resultados de las ecuaciones, pero que nuestra intuición, limitada y homínida, rechaza como imposibles. Uno, en sus años de inteligencia más afinada, de retentiva más entrenada, llegó a comprender la paradoja vital del gato encerrado en la caja con la cápsula de veneno. A comprender, digo, que no a asumir, porque el sentido común es muy cerril, que uno puede estar vivo y muerto a la vez. Que puede estar aquí mismo, en la habitación del escribano, añorando la hermosura de Emily Baldoni, y al mismo tiempo, en otra realidad paralela, gracias a la magia de las partículas subatómicas, estar yaciendo con ella en una cama de Estocolmo, desnuditos los dos, en una vida completamente distinta y gozosa. Una existencia en la que tal vez, orgulloso de mi rubiaza y de mis millones en el banco, yo me descojono por dentro de la vida miserable que llevan esos cinéfilos de la vista desgastada, todo el día encerrados en su habitación, viendo películas y escribiendo sobre ellas, soñando con mujeres suecas que las putas partículas cuánticas han decidido construir en otra dimensión, fuera del alcance de los sentidos, y casi de la literatura.


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