Un asunto de familia

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No saber apreciar la belleza donde otros sí la encuentran es una experiencia humillante. Yo vengo del arrabal, del cine blockbuster, del fútbol de los domingos. Y aún así, por un poco de dignidad, me esfuerzo por asomarme a la cinefilia y a la intelectualidad, arriesgándome a recibir ese revés de nuestro ego. Esa confirmación de nuestra impostura. 

    Nos hubiera gustado ser más cultos, tener el morro más fino, percibir la esencia de las cosas sofisticadas y hermosas. Pero nos quedamos en el intento. Nos gustaría ver una ópera sin estar pensando que todo aquello es ridículo: gordas que cantan, y obesos que se desgañitan, dos arias maravillosas que no compensan el tedio de dos horas de pasmo y acomplejamiento. Leer Los hermanos Karamazov sin sufrir sudores a partir de la página 30, aburridos, desinteresados, abrumados por las mil páginas que restan para el final. Nos gustaría ir a un museo de arte moderno y no tener la molesta sensación de que todo el mundo está conchabado, en el ajo, riéndose de nosotros por no saber apreciar algo que en realidad no hay que apreciar. Quizá una trampa, una risa, una cámara oculta. Leer un libro de poesía sin tener que releer cada estrofa cinco veces para descifrar el sentido oculto de esas palabras amalgamadas, inconexas en apariencia, que lo mismo pueden aludir al amor perdido que al huevo frito de la comida. Ir a un concierto de música clásica y saber cuándo termina la pieza para no aplaudir a destiempo. No taparnos los oídos cuando tocan las Cacofonías Horrísonas de Bartók, o no hacer el ridículo tarareando por lo bajini las melodías eternas de Mozart...

    No. Hay cosas que están vedadas para los chicos del barrio, para los Boyz N the Hood. Otros tuvieron la suerte de estudiar en Madrid, o en Barcelona, de mamar en los foros, de aprender en los ateneos, de arrellanarse en los cineclubs, de rodearse de gente instruida que poco a poco les fue quitando el pelo de la dehesa y el vello del entrecejo. Supongo que es así como llega uno a apreciar películas como Un asunto de familia, a extasiarse con ella, a ponerla de obra maestra para arriba. A extraerle todo el jugo, como decía el profesor Keating. Oh capitán, mi capitán… La sensibilidad, en una palabra. Desde mi lejana pedanía, Un asunto de familia se ve, se sigue, remonta en las peripecias finales. Japoneses pobres -que también los hay- ganándose el sustento como pueden, en el latrocinio, en el porno, en la estafa a los presupuestos. Un poco celtibérico todo. Interesante pero aburrido.

     Cuando termina la película, pongo otro canal donde están hablando de la crisis del Madrid. Los fichajes y las ventas. La renovación del vestuario. Tenía un sueño terrible, pero de pronto me siento desperezar. El fútbol ha conseguido lo que no logró la Palma de Oro en Cannes. Es para dimitir del empeño…



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Mula

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Dentro de mil años, cuando de nosotros ya no queden ni el recuerdo ni las pestañas, quedará, con un poco de suerte, el apellido. Esto es lo que decía Tywin Lannister en aquel soliloquio bajo la carpa que definía los empeños de su vida.  Claro que esto lo decía en los tiempos muy antiguos, cuando el apellido paterno prevalecía por ley, y existía una cadena reconocible que unía a los antepasados con sus descendientes…
   
    Tywin Lannister, atravesado por la melancolía de Ozymandias, se lamentaba de que tarde o temprano se perderán nuestros textos y se destruirán nuestras obras. De que todo lo que comimos y viajamos, bebimos y follamos, quedará congelado en una región inaccesible del espacio-tiempo (bueno, él no decía espacio-tiempo, pero creo que nos entendemos). También se perderán los lagrimones y las desgracias, y los tiempos estúpidos que pasamos haciendo cola o viendo majaderías en la tele. Todo. Ni siquiera nuestros genes conformarán ya individuos familiares, reconocibles, porque se mezclarán y se extraviarán en las cien coyundas de las próximas generaciones, y en nuestro tataranieto ya sólo quedará un residuo de lo que nosotros fuimos, un escorzo de la nariz, o un lunar en el culo. Nos iremos por el retrete del tiempo como zurullos que una vez fueron comida fresca y palpitante, y pasaremos la eternidad en un mar oscuro y profundo que no es navegable y además no figura en ningún mapa.

    Pero ahí arriba, en la biosfera, alguien seguirá llevando nuestro apellido aunque sea de un modo simbólico, en el primer lugar de la ristra, o en el octavo, ocho apellidos vascos, o murcianos, y ese hilo muy fino nos seguirá uniendo de algún modo con la vida. Esa es la enseñanza de papá Lannister que el viejo Earl Stone, en Mula, asume casi al final de su vida. En sus casi noventa años, el viejo Earl ha hecho de todo menos cuidar a su prole: ha combatido en Corea, ha cultivado flores, ha ido de flor en flor, y ahora, para tapar unos cuantos agujeros, ejerce de mula para una banda de narcos chapuceros que Héctor Salamanca o Gustavo Frings se cargarían con un simple pestañeo. Earl Stone ha comprendido que las flores se pudrirán, que sus amantes se morirán, que los mexicanos le asesinarán tarde o temprano... Que dentro de cien años Corea será un país finalmente unificado por las aguas del Pacífico, que lo anegarán en la subida climática de los océanos. Una vida entera hecha filfa, triturada, que sólo habrá dejado el legado sólido de su progenie. Ésa que ahora ya se atreve a visitar, y a mirar a la cara, en las bodas y en los funerales, reconciliado con el sentido de la vida que los Monty Python tanto buscaron y jamás encontraron.  





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El vicio del poder

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El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.

    Cuando Armando Ianucci quiso hacer sangre sobre la casta política de los americanos, se fijó en este cargo tontorrón para convertirlo en el eje de sus maldades, y así nació la mejor comedia televisiva de los últimos tiempos, Veep, que la próxima semana se nos despide del cargo. El vicio del poder es otra comedia sobre la dura tarea de levantarse cada mañana para ser vicepresidente en Washington, pero en este caso, al apagar el televisor para ir a mear y lavarnos los dientes, no nos queda el consuelo de decir que menos mal, que todo era ficción, teatrillo filmado en un estudio de Hollywood. Para desgracia del mundo contemporáneo, Dick Cheney -al que yo por cierto daba por fallecido, pero ahí sigue, con sus muchos infartos echados al coleto- fue un vicepresidente muy real, y mucho más que eso: un presidente en la sombra, la Mano del Rey Bush cuando éste ocupó el Trono de Hierro gracias a los banqueros de Braavos, que veían peligrar sus inversiones en el acero valyrio de los armamentos.

    Mientras George leía comics en su despacho o asaba costillas en su rancho -incapaz, posiblemente, de situar Afganistán en un mapa, o de leer un memorándum sin perderse en la cuarta línea- Cheney, que jamás pudo optar a la presidencia porque tenía una hija lesbiana que hubiera sido su talón de Aquiles en cualquier campaña, se inventaba aquello de las armas de destrucción masiva en Irak, y alentaba el uso de la tortura en los campamentos de la CIA. Convertía el cargo de Presidente en un puesto prácticamente dictatorial, y promulgaba leyes para que los ricos dejaran de pagar impuestos que sólo servían para subvencionar la vidorra de los negros y los pobres. Un tipo al que idolatraba nuestro José María Ánsar… Pues eso.




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Veep. Temporada 7

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Ahora que termina, creo que en todo este tiempo he sido el único espectador de Veep en cincuenta kilómetros a la redonda. Al otro lado de los montes, en cualquier dirección en la que yo mire, existen otros fieles que programaron su cacharro del Movistar + para grabar los episodios, o que los descargaron puntualmente de los barcos pirata que surcan el océano. Pero aquí, en este circo glaciar, en este valle del Noroeste, he sido la única carcajada disonante que resonaba por las laderas. El ermitaño de la comedia, o el loco de la colina. Todas mis amistades -que yo presumía sintonizadas en la misma frecuencia, partícipes de la misma vibración- naufragaron en el segundo o tercer episodio de Veep, mareados por los chistes, incrédulos por los personajes, ofendidos, incluso, de que en los tiempos actuales se ridiculice a una mujer que ha roto el techo de cristal y ha clavado una pica en Flandes, Distrito Federal. 

    Aún no había finalizado la primera temporada y ya estaba yo sólo en mi isla del náufrago, viendo episodios de Veep sin poder comentarlos con nadie, que es una tristeza reduplicada, la del sofá solitario y la del silencio tertuliano. Yo luego venía aquí a escribir mis humoradas, a ver si algún despistado se animaba a entrar en debate, a comulgar de la misma hostia consagrada. Pero este blog, ay, orbita en una región muy apartada de la galaxia, un lugar oscuro por donde no pasan ni las naves de la República ni los cargueros de la Federación de Comercio. Soy un habitante de Veep clamando en el silencio del esdpacio...


    Así que llevo siete años riendo para mis adentros, sacando mis propias conclusiones, en este salón que a veces es comedor comunal y a veces celda de cartujo. En este ¿septenio?, mi vida ha sufrido la lampedusiana contradicción de cambiar por completo para quedarse como estaba. Pero ahí fuera, detrás de la ventana, el mundo de la política no ha leído El Gatopardo, y se ha vuelto tan travieso y delirante, tan ridículo y mezquino, que Veep ha terminado por ser un reflejo de la realidad, un docudrama de los periódicos, y no una comedia que pretendía hacer parodia y exageración. Los guionistas de Veep se han dejado las pestañas, y las meninges, en parir personajes cada vez más exagerados, caricaturas ya de la caricatura, pero la realidad les ha adelantado contumazmente por la autopista, verdaderos autos locos conducidos por políticos que han trascendido la carne mortal para hacer idioteces y soltar barbaridades más propias de un cartoon. Veep, que parecía la descojonación pura, nos ha dejado la sonrisa congelada.




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¡Que vienen los socialistas!

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Desde este sofá del siglo XXI las películas de Mariano Ozores se nos han quedado chapuceras, zafias, un poco impresentables también. Las señoritas de Ozores se desnudaban porque sí, porque estaban muy ricas, sin mayores exigencias del guion, y los protagonistas se las zumbaban o jugueteaban con sus cuerpos como invitados a una fiesta de Berlusconi, lo mismo solteros que casados, viudos que prometidos. 

    Por entonces nos descojonábamos, no le dábamos importancia, sentíamos envidia de no formar parte de la jodienda nacional que se vivía por Madrid y Barcelona. Pero ahora que somos ciudadanos reeducados nos sonrojamos, y hacemos hasta que nos escandalizamos, si vemos las película en compañía. En las operetas de Ozores casi todos los chistes son juegos de palabras sin gracia, tonterías de caca y culo, teta y muslamen. Y no es que ése fuera el humor de nuestra adolescencia, del que todavía nos queda un deje y una querencia; es que era el humor en general, el de Televisión Española y  las casetes en las gasolineras. 

    Las películas de don Mariano dan un poco de vergüenza, sí, pero son el documento de una época, que es una expresión que queda muy docta, muy de tertuliano, de bloguero con ínfulas. Yo me asomo a sus peliculas de vez en cuando para reírme con alguna tontaca, y recordar los viejos tiempos. También para cargarme de razones cuando digo que en realidad hemos cambiado un huevo, los españoles, y las españolas, aunque cunda el pesimismo entre los reformadores de las costumbres, y los predicadores de la corrección.

    Tanto hemos cambiado en estos otros forrenta años -que hubiera dicho Forges- que ya ni los socialistas infunden miedo, porque los socialistas verdaderos ya son cuatro gatos del callejón, y viven diseminados y amordazados en partidos de pacotilla. El gran partido que dice representarlos ya no es socialista ni es obrero, sino español solamente, como cantaba el otro maestro, Javier Krahe, en la canción que le costó el ostracismo. Ahora los sociatas son vecinos de urbanización, compañeros de pádel, compadres del Casino; colegas, incluso, del Consejo de Administración.


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El acorazado Potemkin

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Hoy vengo a confesar, padre, aparte de muchas cosas sexuales que son el grueso de mi perdición- que El acorazado Potemkin es una película que ya se me atraganta en las retinas. Que me marea, su montaje, y que me aturde, su partitura. Que mis ojos de preanciano, y mis neuronas de postjoven, ya no procesan los planos ametrallados en la escalera de Odessa, que es magistral, no lo niego, como en la secuencia final, con los cañones que parecen que van a disparar pero nunca disparan, como penes erectos que nunca se corren. Pero que todo esto ya me abruma y me cansa y me deja hasta un poco indiferente. 

    Hoy vengo a confesar, padre, que mi rojo corazón -porque el comunismo no ha dejado de ser pecado- se sigue conmoviendo con la bandera roja ondeando en el mástil del acorazado, y que hasta levanto un poco el puño para corear los gritos de la marinería, y me solidarizo en su protesta contra la carne agusanada, tovarichs de la Revolución Fracasada... Pero que no es suficiente, padre, este alegrón del viejo bolchevique, para contener el tedio general, el bostezo irreprimible. Que caiga la careta, que cese la impostura, que vuelen libres lo pajarillos de la opinión, toda la vida enjaulados como rehenes de los zares, en las cárceles de las entrañas, piando su descontento.

    Cuánta palabrería, padre, y cuánta gilipollez, cuánta monserga de guacamayo que sólo repite lo que un día leyó o escuchó de los entendidos. El emperador -que en este caso es el zar de todas las Rusias- cabalga desnudo, y el acorazado naufraga en la modernidad de mi incultura. Al acorazado de verdad lo desguazaron diez años después de la rebelión, por obsoleto, pero la película sigue ahí, inoxidable, fondeada en los libros canónicos y en las listas de los críticos, desafiando al primero que ose criticar, romper el consenso, señalar que hay gusanos del tiempo en su celuloide ya caducado. Hoy me siento marinero bigotudo, padre, y bolchevique, dispuesto a desafiar a los oficiales del zar.



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Training Day

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Aquí, en el colegio de Educación Especial, también existe el Training Day para los que aspiran a patrullar estos pasillos y convertirse en agentes de la ley educativa. Por estas fechas de la primavera, las candidatas al puesto -pues la mayoría son mujeres, en sesgo profesional que merecería sin duda una tesis doctoral- se presentan en las puertas del centro como Ethan Hawke en su primer día de detective, armadas con sus carpetas de reglamento y sus bolígrafos de alto calibre. 

    Aunque presuponemos que todas vienen bien formadas de la Loca Academia de Magisterio, son muy pocas las que han tenido contacto previo con alumnos discapacitados: las que ya conocen los saludos efusivos de los Down o a los desdenes gélidos de los autistas. La mayoría viene in albis, a verlas venir, o ha oído leyendas urbanas sobre alumnos que se sobrepasan, alumnas que se abalanzan, espontáneos que aparecen de sopetón por los pasillos. Así que pasan su Training Day con la guardia subida y los nervios en tensión, pegando respingos, saludando al aire, interaccionando torpemente con los niños que se acercan curiosos o se alejan indiferentes.

    En los viejos tiempos del colegio, yo hacía de Denzel Washington con las novatas que pedían conocer a mis alumnos, que en principio son los más problemáticos del elenco. Me ponía muy docto con ellas, y muy cínico también, dándomelas de profesor veterano que había sobrevivido a varios Vietnams educativos, con arañazos en las brazos y posos de sabiduría en el expediente. Un tutor de prácticas que conocía las triquiñuelas del oficio, los atajos, los santos remedios. “No hagas caso de lo que te enseñan en la Facultad, María, o Engracia, que ésta es la verdadera universidad del día a día…” “Una cosa es la teoría de los libros y otra la práctica de las aulas…” “Aquí quisiera ver yo a tus profesores de pedagogía, batiéndose el cobre, o dando el callo…” Gilipolleces por el estilo que ahora me da mucha grima recordar. Postureos de macho engreído como los del tal Alonzo de los cojones....



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Inseparables (II)

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Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.

    Cohibido por aquella belleza duplicada, yo jamás crucé con ellas algo más que un hola o que un adiós, porque es verdad que eran indistinguibles, al menos en las miradas furtivas que yo les lanzaba cuando me las cruzaba.  En el improbable caso de ser aceptado por una de ellas, uno corría el riesgo de convertirse en el juguete sexual de aquellas dos chicas tan simpáticas como herméticas, tan guapas como gatunas. Sospechábamos que ellas se descojonaban de los tíos haciéndose pasar la una por la otra, relevándose por turnos en la discoteca, o  en el cine, diciendo que un momentito, que iban al servicio, a sus cosas, o a retocarse, cuando en realidad se intercambiaban los papeles y se descojonaban de la risa. 

    He recordado esa inquietud tan lejana porque Geneviève Bujold, en Inseparables, también descubre demasiado tarde que se ha liado con el pack indivisible e indistiguible de dos ginecólogos tan cachondos como enigmáticos. Ellos son los hermanos Mantle, a los que todo el mundo conocía en Toronto menos ella, despistada de la crónica social porque siempre andaba liada en el trabajo. De  pronto, sin comerlo ni beberlo, Geneviève se ve convertida en el hazmerreír de la alta sociedad porque todo el mundo sabe que estos dos tipos se reparten a sus amantes, que se las regalan el uno al otro con motivo de la Navidad, o del cumpleaños, o de la celebración de la propia vida. Que muchas veces, incluso, las comparten en el mismo lecho como un trofeo tan valioso que no pueden negárselo al hermano querido. Pobre Geveviève... Son las cosas de vivir en una ciudad tan grande, y no en un barrio tan chico como el mío, donde todos nos conocíamos al dedillo.



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