Compañeros de juerga

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En Compañeros de juerga, Laurel y Hardy, que pertenecen a una sociedad masónica que no se reúne para dominar el mundo, sino para beber y flirtear con las camareras, mienten a sus esposas para poder pasar el fin de semana en Chicago, con los compadres, y no en casa, en el sofá, bajo la mantita, aburridos sin el televisor que por entonces aún no se había inventado, escuchando un serial de la radio, o recortando recetas de cocina. Laurel y Hardy, que son dos tontos de remate, se creen en realidad muy listos, los hombres de la casa, y consiguen, en principio, engañar a sus esposas. Pero los personajes femeninos de 1933 no son como los que vinieron años después, en la época dorada de Doris Day -que pobre Doris Day, qué culpa tuvo la pobre- y en vez de quedarse tan panchas en el hogar, dedicadas a sus menesteres, la partida de bridge, o el club de las esposas lectoras, se quedan con la mosca detrás de la oreja, atentas al desliz, porque saben que sus maridos son dos gilipollas de campeonato, siempre chanchullando sus escapadas, y que cuando Hardy menea el bigote, y Oliver se rasca el cogote, algo huele a podrido en la Dinamarca del respeto conyugal.




    Varios años más tarde, ante el pelotón de fusilamiento de los productores, hubiera estado muy mal visto que un par de mujeres fueran más inteligentes, más responsables, que los mentecatos de sus maridos, reducidos casi a la oligofrenia, a la tontuna infantil. En cierto modo, la relevancia de los papeles femeninos ha vivido una evolución, una involución y una nueva evolución. Una U invertida que es la campana de Gauss dada la vuelta, repicando en el campanario con mucha violencia. Ahora que las actrices reclaman con justicia papeles enjundiosos, centrales, de llevar las riendas y la iniciativa – de llevar los pantalones, que se decía antes- habría que darse un paseo por el cine de hace muchos años, incluso el cine pueril y tontolaba de Oliver y Hardy, para ver que hubo una edad distinta, fructífera, que se fueron cargando entre el código Hays, las monsergas de los curas y los excesos de la testosterona.



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La balada de Narayama

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Cuando ya no podamos pagar las pensiones de los jubilados, lo primero que harán será obligarnos a trabajar hasta los 70 años. Ya están a punto de aprobarlo. Saldremos de nuestro tajo o de nuestra oficina y al día siguiente ingresaremos directamente en el asilo, sin que nos den tiempo a dar de comer a los gorriones, ni a seguir la marcha de las obras en el barrio. Aplicarán la doctrina del shock en cualquier país de mierda controlado por la CIA, o acojonado por los mercados financieros -uno asiático o subtropical que sin embargo tenga los índices de natalidad por los suelos- y luego, por este orden, implantarán la medida los británicos, que son los palmeros del Imperio, más tarde los americanos, dando ejemplo al mundo liberal, y al final, como siempre, last but not least, los estados europeos del bienestar, que aprovecharán un despiste del electorado para meternos la ley por el culo disfrazada de sexo satisfactorio. Supongo que por entonces ya será Íñigo Errejón, como secretario general del PSOE, el que comparezca cariacontecido ante las cámaras del Telediario. Todo esto ha sucedido ya tantas veces…



    Pero no será suficiente. Unas décadas más tarde, cuando en los países civilizados ya no nazcan niños porque la gente se irá de casa a los cincuenta años, los alquileres estarán a precio de Palacio Real, y las guarderías públicas serán un mito del pasado, algún becario de la prensa más conservadora descubrirá -en alguna filmoteca perdida, en un mercadillo de DVDs- una copia subtitulada de La balada de Narayama, y saldrá corriendo hacia la sede del periódico gritando “Eureka, eureka…” En la película, cuando los ancianos del valle miserable alcanzan los 69 años, deben ser llevados por sus hijos al monte Narayama, a cuestas, como fardos simbólicos, para que les acoja en su seno el dios benefactor. Y morir en paz. Esto, por supuesto, no es más que un camelo de los sacerdotes japoneses, y de lo que se trata, en realidad, es de que las raciones del puchero toquen a más, y dejar hueco en la mesa a las nueras, a los yernos, a los nietos que van naciendo casi a cada polvo que se echa.

    En la distopía que nos espera, la Solución Narayama será a los viejos lo que la Solución Final a los judíos. Los que mandan rebuscarán citas en la Biblia, harán campañas publicitarias, apelarán a la población sostenible culpabilizando a la anciana que insiste en seguir viviendo, al hijo irresponsable que no cumple con su obligación eugenésica, y en unos años, dos generaciones a más tardar, convertirán el monte Teleno -que es el que nos toca a los de León- en un cementerio a la intemperie donde yacerán al fresco nuestros mayores. Abajo, mientras tanto, seguiremos en la terracita de verano aspirando el humo de los coches, hablando de los fichajes veraniegos…




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Searching

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Es la forma, y no el fondo, lo que salva la trama detectivesca de Searching. Supongo que no soy muy original al decirlo, pero tengo que empezar por algún lado, ustedes me comprenderán… Es sin duda meritorio que toda la acción -toda- transcurra en pantallas de ordenador, y en pantallas de televisión, metapantalleando nuestro televisor. Y qué bien funciona el Macintosh del señor Kim, con qué agilidad pasa del estado de suspensión al de actividad, con qué celeridad ejecuta las acciones, incluso con tres o cuatro aplicaciones abiertas al mismo tiempo: la red social, la agenda, el vídeo Quick Time en marcha… Nada que ver con esta carraca de la China mandarina en la que yo escribo, en la que navego, en la que compruebo día a día la mengua continua de seguidores. Pero de esto último, claro, el cacharro no tiene la culpa: es lento, pesado, fallón, pero las letras en el Word todavía no se las inventa.



    ¿Que el recurso de Searching es un poco forzado en ocasiones? Sí, claro, pero nos prestamos al juego, juguetones, sorprendidos por la audacia del experimento. Sin eso, la historia de David Kim buscando a su hija adolescente -¿huida, secuestrada, asesinada?- hubiera sido un thriller del montón, de actores desconocidos, de música machacona, ideal para echar la cabezada en la sobremesa de las cadenas privadas, ahora cuando acabe el Tour de Francia, que antes era una carrera donde se competía y se echaba el bofe y ahora es una fraternidad en la que todos los favoritos entran en meta cogidos de la mano, juntos como hermanos, y miembros de una iglesia, alimentando nuestro sueño en la galbana veraniega. Searching, además, es muy de cadena privada porque tiene un mensaje moralizante, culpabilizador, acusando al señor Kim de no estar al loro de su hija, de no estar al tanto de sus amigas, de sus ligoteos, de sus idas y venidas, como si fuera tan fácil seguirle la pista al adolescente, o adolescenta, que vuelve a casa para cenar y responde a todo con monosílabos. Se ve que los guionistas del invento todavía no han pasado por esa fase de la patermaternidad. O que tuvieron mucha suerte.



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Así nos ven (When they see us)

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He estado a punto de no ver When they see us, lo que hubiera sido un crimen de seriéfilo, y una vergüenza de por vida. “Otra vez el Harlem…”, pensé cuando en los caladeros habituales corrió el rumor de que la serie prometía, ahora que el monotema de Juego de Tronos levantó el vuelo y dejó pista libre para que otras ficciones despegaran. “Otra de brothers saludándose en las calles de Harlem, o de Brooklyn, haciendo cosas raras con las manos, hey, motherfucker,  cómo vas de costo y de crack, man…” Sí, lo confieso: da pereza, pero no pereza racial, Dios me libre, sino pereza de telespectador que lleva años asomado a unas barriadas que en realidad ni le van ni le vienen, separadas de mi circunstancia por un océano y por una corriente del Golfo, nada menos. A uno, que es votante comprometido con los derechos de las minorías, le gustaría ver una serie sobre cómo hacen el bro y el motherfucker los jornaleros del mar de plástico, en Almería, o los magrebíes que recogen patatas en el pueblo de mi hermana, allá en la Mallorca interior que no sabe nada del balconing. O incluso una miniserie de Netflix España, o de HBO Península, que narrara las andanzas del congoleño que trata de vendernos su cacharrería en las terrazas de verano. Pero del otro barrio, de Nueva York, a no ser que la propuesta sea muy original, uno ya tiene el deja vu de lo mil veces visto.



    When they see us consigue, en el primer episodio, a base de sopapos, que te olvides de toda esta mierda de los prejuicios. Cinco chavales que pasaban por allí, haciendo el tonto, son acusados de la violación de una mujer blanca que hacía footing aprovechando el fresco de la noche. Los chavales estaban en otra dimensión del espacio-tiempo, en la otra punta de Central Park, y a una hora distinta del crimen,  pero eran negros, tenían cara de pardillos, y la fiscalía necesitaba acusarles rápidamente para que el votante blanco no empezara a protestar. Así que hicieron un nudo espacio-temporal con las declaraciones de los chavales, les soltaron cuatro hostias para resolver las ecuaciones, y les condenaron sin pruebas a una vida carcelaria que parece de película sino fuera porque la historia es real, dolorosamente real, los famosos -por aquellos pagos- Cinco de Central Park (que menudo contraste, con los Cuatro del Central Perk)



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Scotty y los secretos de Hollywood

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Recuerdo que la muerte de Rock Hudson dejó patidifusas a varias amigas de mi madre, que habían crecido enamoradas de él en los cines de León. Era imposible, imposible, que el viejo Rock -que en realidad sólo tenia 59 años cuando murió- fuera un homosexual clandestino que llevaba años engañándolas. Un vulgar… mariquita, que se había casado por conveniencia para que no le pillaran los reporteros, y que cuando dibujaba una sonrisa no se la dedicaba a ellas, a las mujeres que lo adoraban, sino a los hombres con los que se acostaba fuera de los focos, y de las revistas. Los maricones, hasta 1985, para los espectadores de a pie, sólo existían en Madrid, y eran diez o doce como mucho, siempre dando po’l culo en las películas de Almodóvar, que era el líder de aquella pandilla. Lo demás era la fábrica de sueños: hombres bellísimos que derretían a las mujeres, y anglosajonas impecables que provocaban erecciones. Había rumores, claro, habladurías, cotilleos que tenían mucha lógica porque en Hollywood vivía mucha gente bellísima, talentosa, en la flor de la vida y del deseo, y seguro que había homosexuales a mansalva, y hasta lesbianas, pero ya se sabe: los decoradores, los del vestuario, los peluqueros, gente así, no las estrellas de la pantalla, esos sí que no…



    Scotty Bowers hizo fortuna explotando la ley del silencio que se cernía sobre esa comunidad homosexual. Scotty fue marine en la II Guerra Mundial, luchó en las batallas más cruentas del Pacífico, y de vuelta a casa, exultante por haber salvado el pellejo, decidió que había llegado el momento de celebrar la vida uniendo los cuerpos, y no destrozándolos. Desde su gasolinera estratégicamente situada en Hollywood, Scotty se llevaba una comisión de 20 de dólares por facilitar chicos a los homosexuales, chicas a las lesbianas, tríos u orquestas superiores a los cineastas más juguetones de la ciudad . Y luego, claro, de vez en cuando, se sumaba a la fiesta… Ahora, con noventa años, y un riñón paralizado, convertido en un anciano con síndrome de Diógenes, Scotty ha escrito un libro para contar quiénes eran sus clientes, y sus clientas, ahora que casi todo el mundo está criando malvas en los camposantos. Pero no lo hace por joder la marrana, ni por señalar a nadie. Al revés: su testimonio es una denuncia de los tiempos oscuros, de los tiempos de silencio. De cuando había que acudir a gente como él para concertar una cita, y quién sabe si un amor, con alguien del mismo sexo prohibido. Los homosexuales de Hollywood follaban mucho, asegura Scotty, y a veces incluso a lo grande, pero en realidad no eran muy felices.




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Joven y bonita

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Cuando allá por la tercera o cuarta cerveza me preguntan por la actriz más hermosa que he visto jamás, yo siempre respondo que Charlize Theron, sin titubear, y comienzo a relatar mi catódico romance con ella, que viene de lejos, más de veinte años de relaciones interrumpidas por sus compromisos y por mis ataduras laborales. Pero en realidad miento, porque la mujer más hermosa de mis virtualidades se llama Marine Vacth, y sólo la he visto en una película, en ésta, Joven y bonita, que lleva un título tan simple como descriptivo. Lo que pasa es que no sé cómo se pronuncia ese apellido centroeuropeo, Vacth, que podría salirme “Bag”, como el de Johann Sebastian, o “Bach”, como el del Butch Cassidy que robaba bancos con Sundance Kid. O incluso decirlo tal cual, “Vacz”, que requeriría un esfuerzo dentolingual de hacer mucho el panoli. Así que prefiero borrar a Marine de la conversación -que no del pensamiento- y tirar por el inglés más pronunciable de Charlize Theron, que yo, modestamente, with my english of provincias, digo Charlís Cerón con mucho énfasis en los agudos, estropeando, seguramente, la más cálida fonética de los sudafricanos.



    Aunque la bellísima Marine contaba con 22 años en el rodaje, su personaje, Isabelle, es una chica de 17 años que decide, por causas que no le competen a nadie, y que ella misma tampoco sabría explicar muy bien, prostituirse para los ejecutivos más exigentes de París, que pagan 300 euros de los de entonces para encontrarse con ella en los hoteles más exclusivos de la ciudad. Uno de estos clientes, George, morirá de un infarto fulminante mientras Marine cabalga sobre él, sobrepasado por la excitación de la Viagra. La primera reacción como espectador es pensar que ya de tener uno que morirse, menuda muerte más afortunada la del tal George -como dicen las malas lenguas que fue la del añorado Ramón Mendoza-, enredado entre los brazos y las piernas de Isabelle, que un poetastro diría que era el ángel que le abría las puertas del Cielo. Y sin embargo, tras una pausada reflexión, me parece justo lo contrario: una muerte horrible, desgarradora, apuñalando en el momento más hermoso del sexo, como si la muerte fuese una envidiosa de mierda, una aguafiestas despreciable.



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Argo

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En las películas donde el personaje tiene que pasar un control aéreo o policial para salvar la vida, y todo depende de poner cara de panoli y saber reprimir el baile de San Vito, siempre hay un momento en el que yo, cowboy de ciudad, aventurero del sofá, intrépido de mi pedanía, me meto en su piel gracias a las neuronas espejo y me descubro cagado de miedo, cagado literalmente, digo, en la cola de los pasaportes, o meado en los pantalones, pillado in fraganti por la mala relación de mis esfínteres con los centros de control. Son los milagros que obran esas jodidas neuronas, que convierten cualquier película en una experiencia personal...




    A lo largo de mi vida me ha parado la Policía Municipal dos o tres veces para asuntos tontos, de calado muy menor, y en esos trances me he vuelto tartaja perdido, tonto de remate, vecino desaliñado que despierta sospechas cuando sólo se trataba de llevar al perro con correa, o de verificar un censo municipal. Yo sería el típico imbécil que por hacer la gracia, destensados los nervios, en una situación de riesgo peliculera, se despediría diciendo arriverdeci al soldado que acaba de apartar la barricada, cuando se trataba, justamente, de disimular que uno no era italiano... En fin, gilipolleces por el estilo que me condenarían a durar nada y menos en cualquier conflicto bélico y diplomático, como éste que cuentan en Argo.

    Me pone muy nervioso, muy acomplejado de mí mismo, esa escena en la que los seis rehenes han de memorizar sus nuevas identidades en el plazo de una noche. Una biografía completa, inventada, que incluye nombre de los padres, amigos de la infancia, lugares de estudio, notas obtenidas, primeros amores, currículum laboral, pasta de dientes preferida… Yo sería incapaz de memorizar todo eso bajo presión, temeroso de perder la vida en una confusión tonta ante el miembro barbudo de la Guardia Revolucionaria. Uno no está hecho para la vida aventurera, jamesbondiana, como la que llevaban estos tipos en la embajada de Teherán, cuando el ayatolá empezó a tocar la pirola de los americanos, que cantaban los de Siniestro Total.


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State of the Union

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Supongo que no soy el primero en deducir que esta pareja disfuncional no necesitaba, a fin de cuentas, una terapia. Que la terapia sólo era el mcguffin para que los diálogos íntimos se fueran desplegando, y que ellos mismos, sin necesidad de ningún profesional, fueran descubriendo la causa última de su distanciamiento.

    En cada uno de los diez episodios de State of the Union, Tom y Louise se encuentran en el bar minutos antes de entrar en consulta, y allí, mientras toman su pinta de cerveza o su vino blanco, plantean lo que van a decirle a su mediadora para mantener una imagen de pareja unida. Pero lo que se dicen en el bar es tan lúcido, tan sincero  -y, a fin de cuentas, tan enamorado- que la figura de su terapeuta, nunca vista en pantalla, se irá diluyendo en el transcurso de la trama. O quizá ése sea, después de todo, el truco oculto de las terapias de pareja, las ficticias y las reales: convertir la cita presencial en una ceremonia simbólica que concrete el esfuerzo de muchas más horas, íntimas, que produjeron largas conversaciones sobre el reparto de la culpa. El terapeuta, quizá, como el mago de Oz, que obra con su mera presencia.



    La conclusión a la que llegan Tom y Louise en el episodio final es que se aman “sin sentimientos”. O lo que es lo mismo: que se aman sin saber muy bien por qué, sin razones, con las vísceras, con el sistema límbico a secas, y que su matrimonio -que exigiría un apego más racional, un compromiso nacido en el lóbulo frontal de la cordura- va a seguir estando en crisis permanente hasta que la muerte los separe, o hasta que otro amor se cruce definitivamente en su proyecto. El giro de guion es verosímil, porque uno, en la vida real, sospecha que muchas parejas siguen el mismo esquema de amor interrogado o interrogante. Sin embargo, en el transcurso de la serie, uno no deja de pensar que aquí hay un fallo de casting muy gordo, y que la razón verdadera por la que Tom y Louise no terminan de encajar es que ella se parece demasiado a Rosamund Pike, la mujer que volvió loco a Barney Panofsky y a muchos espectadores con él, solidarios en la taquicardia enamorada,  y que mientras ella flota en pantalla, y es tan bella que no sé qué narices hace atrapada en estas discusiones pedestres, él, Tom, que sí, es simpaticote y tal, y tiene un par de ojillos azules y vivarachos que le dan cierto atractivo, podría ser el compadre de cervezas de cualquier bar de mi pedanía, un mortal cualquiera que sólo aspira a las Rosamund Pike de la vida en sueños o en melopeas de las muy gordas.



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