Aguas oscuras

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Supongo que a partir de ahora ya no podré mirar igual a las sartenes. Es más: quizá hoy, en las pesadillas habituales, las mujeres sin rostro y los niños sin nombre adopten la forma de sartenes parlanchinas, que se vienen conmigo de compras, o a pasear, como objetos antropomorfos de película de Disney, para que mis sueños ya sean el terror definitivo o la descojonación absoluta. O esa mezcla de ambas cosas que consigue David Lynch en sus películas.



    Tengo dos sartenes en casa que ya son veteranas, viejas amigas, y tienen el culo tan pelado que no puedo leer si tienen teflón en la capa más profunda de su epidermis. Tendré que deshacerme de ellas, me imagino, para no tentar a los ocho tipos de cánceres que describen en Aguas oscuras, y acudir a la ferretería más cercana -o al Carrefour del Down Town, que allí son más baratas- a ver si venden sartenes sin teflón. Porque la cosa no está clara, y después de ver la película consultas en internet y lo mismo lees que la Unión Europea ha prohibido el uso del C8 como que existe una moratoria para que las empresas se vayan rehaciendo, e inventando un nuevo pegamento que obre el milagro de freír un huevo, o un filete vuelta y vuelta, y que lo orgánico no se quede pegado en lo inorgánico, dejando la hebrilla que luego hay que refrotar con el estropajo.

    Habrá que documentarse, está claro, y a la pesadez de cualquier compra responsable habrá que sumar ahora la compra de las sartenes. Otro cuidado más, en esta vida del consumidor llena de obstáculos y peligros. Con lo fácil que era hasta ayer mismo: llegar a la tienda, comparar precios, comprobar que la sartén elegida no tiene un abollón o no se desprende de su mango, y hala, al cesto de la compra. Habrá que bajarse las gafas hasta la punta de la nariz, leer la etiqueta, descifrar los componentes del antiadherente, buscarlos en el teléfono móvil, arrugar un poco el morro, y finalmente tomar la decisión de arriesgar o no la salud en el empeño. Maldita Aguas oscuras. Maldita DuPont. Maldita modernidad.


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Mira lo que has hecho. Temporada 3

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Si hubieran emitido la tercera temporada de Mira lo que has hecho en el prime time de Tele 5, pues a callar. Yo mismo me lo hubiera buscado, por mirar donde no debía. En según qué sitios, y a según qué horas, ya somos todos mayorcitos y sabemos lo que hay. Lo mismo si encendemos la tele que si salimos de alterne, o vamos a determinados campos de fútbol. La queja se vuelve improcedente, y retórica, y nadie con dos dedos de frente va a seguirnos el rollo plañidero.

    Lo que pasa es que el alter ego de Berto Romero hace comedia en Movistar +, que es una plataforma de pago, y supuestamente de qualité, alejada del gusto popular. Uno, en los viejos tiempos, se abonó a Canal + porque allí no había Médico de familia, ni Farmacia de guardia, ni cosas así. En el Plus daban Seinfeld, y Frasier, y películas raras que además subtitulaban con mucho acierto. Y el porno de los viernes, sí… Yo nací pobre y proletario, y luego, con los estudios, tampoco pude dar el salto a un estrato superior, pero lo del Plus sí podía pagarlo, y así auparme a esa otra jet set -la cultural- que exigía más con los contenidos y se veía liberada de los anuncios publicitarios.



    Pero eso era antes, en los albores de las plataformas, cuando Canal + se bajó del árbol para explorar la sabana. La primera temporada de Berto -porque esto es “la serie de Berto”- era comedia ocurrente, malhablada, con un toque gamberro. Y los marginales de toda la vida nos enganchamos, claro. Porque además somos muy de Berto, muy de su rollo radiotelevisivo, que se decía antes. Pero marginales-marginales ya debemos de ser muy pocos, incluso aquí, en la aldea gala que antes resistía. Que sigamos pagando una cuota mensual ya no nos protege de que las producciones de Movistar + tengan todas su abuelete, y su abuelita, y sus niños dando por el culo, y su criada andaluza que aquí ya estaban a punto de contratar. Y su toque lacrimógeno, por supuesto, para que la comedia pura, loca, a tumba abierta, no le quite prestigio a la cadena.

    Queda la duda de si esto es decisión propia de Berto Romero o si los ejecutivos que están por encima de él, temiendo perder abonados, han apostado por la fórmula “Tele 5” para enganchar a los que, paradójicamente, huíamos de ella. Un despropósito, en cualquier caso.



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Tony Manero

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Raúl Peralta se ha tomado demasiado en serio los mensajes de la publicidad. La retórica de los emprendedores, que anima a alcanzar tus sueños con sólo los cojones de la voluntad. Porque Raúl Peralta, imitador de Tony Manero en un local de mala muerte, ya va para cincuenta años, y baila como si bailara yo, en la fiebre del sábado noche ponferradina, y ni de lejos alcanza los brincos, los quiebros, la flexibilidad más de caucho que de hueso de John Travolta, que deslumbraba a las señoritas entre luces de colores.

    Raúl Peralta podría haberse quedado en eso, en un imitador de barrio, gracioso y conmovedor, pero él se tiene por mucho más, y decide presentarse a un concurso de la tele donde se imita a los famosos de tronío, y donde si ganas te llevas el aplauso del público, y el beso de una azafata muy guapa, y creo que también un jamón muy nutritivo, y digo creo porque en la película no se entienden muy bien algunos diálogos, quizá por culpa de los acentos, o quizá porque Tony Manero es una película inencontrable por el océano, y hay que apañarse con lo que buenamente se piratea.



    Estamos en Chile, en 1978, y la dictadura de Pinochet aprieta mucho en los barrios populares. Hay mucha miseria moral, pero también mucha miseria económica, mientras la Escuela de Chicago recompone las finanzas que el terror rojo distribuyó entre los desharrapados. En lo que voy leyéndoles, los gafapastas de la crítica profesional afirman que la miseria moral del régimen se ve reflejada, metafóricamente, en la miseria moral de Raúl Peralta, que es un psicópata que va dejando cadáveres literales en su afán de alcanzar la gloria televisiva. Pero a uno, estas metáforas siempre le dejan algo frío, como si las rebuscaran para quedar bien, y darle enjundia a sus escritos, porque psicópatas engañados por la publicidad los ha habido toda la vida, en las democracias y en las dictaduras, y uno sospecha que varios años después, con el regreso de la democracia a Chile, nuestro Tony Manero de pacotilla siguió haciendo de las suyas, embarcado en otro autoengaño, y ya con sesenta tacos en la mochila.



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Open Range

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De pequeños nunca tuvimos muy claro lo que era un vaquero. Pensábamos que se les llamaba vaqueros porque llevaban pantalones vaqueros, como nosotros, los tejanos, o los jeans, que en aquellos tiempos nunca se rompían ni se desgarraban, por mucho que los restregaras en el cemento del colegio o en los cardos del descampado.



    Los vaqueros, en las películas de nuestra infancia, eran unos pendencieros que se pasaban el día en el saloon, jodiendo, o jodiendo la marrana, más borrachos que sobrios, más desafeitados que aseados. Los vaqueros venían de la nada, y se dirigían a ningún lugar. Sólo pasaban por allí  a vengarse de alguien, o a cobrar una deuda, pero en nuestra estulticia nunca nos preguntábamos de qué vivían realmente, salvo que vinieran de asaltar un banco, o de encontrar oro en el Yukón, en un golpe de fortuna. Éramos tan cortos -o yo al menos era tan corto- que nunca se nos ocurrió pensar que la palabra vaquero venía de vaca. Pero aunque lo hubiéramos pensado, no nos hubiéramos creído que esos jichos de la pistola, esos prestidigitadores del tiroteo, se dedicaran verdaderamente, pasado el fin de semana, a cuidar vacas en el monte, ataviados con la boina y la cachava.

    Ni cuando aprendimos nuestras primeras faunas en inglés, y leímos aquello tan evidente y tan flagrante de cowboy, caímos en el quid de la cuestión, y yo creo que acabé por enterarme muchos años después gracias a Río Rojo, la película de Howard Hawks, que iba de unos vaqueros que, sorprendentemente, aunque apuestos y machotes, se ganaban la vida guiando ganado por las praderas del Medio Oeste. Quizá, si de aquella hubiéramos visto películas tan ilustrativas como Open Range -que al menos se molesta en explicar el conflicto socio-laboral que desemboca en los tiroteos-, hubiéramos aprendido mucho antes que los vaqueros, cuando llegaban al pueblo a medio hacer, y entraban en el saloon tras atar a sus caballos, venían deslomados de estar trabajando todo el día, oliendo a mierda de vaca y a sangre de las manos desolladas. Una comparecencia muy poco romántica, muy poco glamorosa, que en las películas de antes preferían disimular con el montaje, y con músicas de misterio.



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Trece días

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Desde que Jesús anunció que regresaría cuando llegara el Fin de los Tiempos, cada generación ha vivido con el miedo -o con el cachondeo- de ser la última sobre la faz de la Tierra. Los profetas locos del Jordán engendraron estirpes que no han parado de dar el coñazo en los monasterios medievales, en los páramos americanos y en las páginas idiotas que ahora abundan por internet.

    Mi generación acaba de vivir un simulacro del fin del mundo, pero el coronavirus, a fecha de hoy, no parece ser el motivo que provoque el temido Advenimiento de Jesucristo. Mientras tanto, en las páginas de la purria, alguien nos recordó hace un par de semanas que el calendario de la Mayas tenía correcciones, segundas interpretaciones, y que el mundo iba a pegar un gran petardazo en forma de misil perdido de Uzbekistán, o de asteroide no detectado por los radares. No sé: nos hemos reído mucho con la tontería, aunque menos que la otra vez, que hasta hicimos una película sobre el 2012 que era una mierda pinchada en un palo. A tal bulo, tal honor.




    De milenarismos estúpidos está la historia llena, pero sólo la generación de nuestros padres puede afirmar, a ciencia cierta, que estuvo a punto de ser la última que viera un amanecer. Y es curioso, porque los libros de Historia sobrevuelan ese episodio crucial de 1962 como una anécdota más de los tiempos modernos, a la altura de los devaneos sexuales de Kennedy, o del zapato de Jrushchov en la asamblea de la ONU. Es posible que Trece días, la película, se permita algunas licencias narrativas, pero no miente cuando afirma que los huevos de todos los implicados estuvieron dos semanas sin descender de la garganta, con serias repercusiones para su salud física y mental.

    Al final, los perros rabiosos no llegaron a morder, y las gentes sensatas firmaron tablas en la partida de ajedrez. Después de tanto agobio y tanto miedo, la película termina con una escena jolgoriosa -pero suprimida- del presidente Kennedy pegándose un buen revolcón con alguna de sus amantes, para desestresar. Es mejor no pensar qué hubiera sucedido con la Crisis de los Misiles si los halcones de la Casa Blanca hubieran encontrado a otro presidente más receptivo…



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Joker


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Las librerías, desde que vivimos en el desamparo, dedican muchos metros de pared al tema de la autoayuda. Los libros que allí habitan prometen el cambio, la mejora, la redención de los pecados, si seguimos a rajatabla el recetario prescrito en su interior.

    Ante tal profusión de manos tendidas que salen de las estanterías, convendría recordar que hace más de dos mil años, en la antigua Grecia, Sócrates dijo que el mandato principal de cada ser humano era conocerse a uno mismo. Nada más. No habló de superarse, de transformarse, de introducirse en el libro de algún capullo- o de alguna capulla- para pasar de gusano a mariposa, de bicho arrastrado a pájaro volador. El filósofo encontró la paz del espíritu en la aceptación, en el reconocimiento sereno ante el espejo, que es la autoayuda más jodida, pero también más eficaz, a la que uno puede encomendarse.



    Arthur Fleck, antes de convertirse en el Joker, era un ser infeliz y neurótico. El abuelo Sigmund decía que la represión sexual era la principal causante de las neurosis, pero se le olvidó citar, en su viejoverdismo obcecado, que la distancia entre lo que uno es y lo que uno pretende ser, cuando se vuelve insalvable, también deja majareta al desgraciado más pintado.

    Estando como una puta cabra desde que tenía uso razón, Arthur Fleck soñaba con ser normal, o con llevar una vida normalizada, cuidando de su madre querida, acostándose con alguna vecina simpática, y desarrollando su carrera de cómico en los clubs nocturnos junto a la maravillosa señora Maisel… La chotadura de Arthur Fleck no le desconectaba del todo de la realidad, y aunque sufría episodios que lo elevaban por encima de las nubes, en cada aterrizaje y en cada hostiazo contra la realidad, Arthur podía reconocer que las piezas reales e irreales del puzle no terminaban de encajar.



    Y de pronto, llega el desamarre definitivo. Privado de psiquiatras y de antipsicóticos porque el gobierno ha decidido que es mejor comprarse unos tanques nuevos que prevenir la locura, Arthur Fleck se mirará una mañana ante el espejo de Sócrates, se descubrirá libre de cadenas, y se marcará un bailoteo siniestro que es el regocijo puro de quien se ha aceptado a sí mismo y ya vuela libre  de sacos de arena, como un globo de colores que asciende sin parar. La desgracia supina para los habitantes de Gotham es que Arthur Fleck, socratizado, conocido a sí mismo, es un psicópata de tomo y lomo que ya no le teme ni al remordimiento ni a la moral. Sólo a Batman, en el futuro, cuando Bruce Wayne crezca un poquito y se construya el gimnasio molón en la batcueva de su palacio.
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Parásitos

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Los pobres olemos a sopa de sobre y a ropa del Carrefour. Olemos a marca blanca, a ambientador de garrafón, a desodorante con descuento. Olemos a precariedad, a billetes contados, a salir del paso cuando rulamos por las estanterías. Olemos, casi todos, en este ciclo de la vida tan poco Hakuna y tan poco Matata,  a algo no muy distinto a lo que olíamos en nuestra infancia, porque los olores son persistentes, nos impregnan, y quizá seguimos siendo pobres en un esfuerzo inconsciente que no es pereza, ni derrotismo, sino pura coherencia, porque el olor a ricos nos extrañaría mucho al abrir nuestros armarios, o descubrir comidas raras en el frigorífico.



    Desde las lluvias de la infancia, el olor a pobres forma parte de nuestras aguas subterráneas, y  siempre aflora con el sudor del esfuerzo, y con el calor del verano. Cuando estamos entre pobres, nos disimulamos los unos a los otros, y nuestras pituitarias se reconocen hermanas de la misma clase, proletarias, aunque siempre desunidas. Pero basta con ascender un escalón o dos en la escala social -en la invitación de un amigo, o en la boda de un triunfador- y el olor te delata al instante como un intruso, como un extranjero fuera de lugar. Los que ganan la pasta gansa son animales instintivos, muchas veces despiadados, y esto del olor es un asunto primordial para ellos. Son bestias de morro afilado que huelen al pardillo, al tímido, al estafable. A la víctima. Al pobre. Nos detectan por mucho que disimulemos, por mucho que vayamos vestidos y perfumados para la ocasión. Nosotros mismos, en el alto copete, nos sentimos incómodos, y nuestra nariz no para de ventear, incómoda, como la de un perrete desubicado.

    A mí me han olisqueado dos veces en mi vida, literalmente, con cara de asco, como les sucede a estos coreanos desdichados de la película. Dos humillaciones olfativas, en la adolescencia, de dos madres que recelaban de mi amistad con sus hijos estupendos. Compañeros de colegio privado, exclusivo, donde los hijos de la burguesía aprendían los buenos oficios y las malas artes. Donde también estudiábamos, clandestinos, los cuatro chavales que veníamos de la barriada a demostrar que también podíamos clavar las integrales, y entender las sutilezas de Platón. Fue hace más de treinta años, en otra ciudad, al otro lado de las montañas, pero conservo esa sensación humillante como recién guardada en la nevera.

    Será que soy un bolivariano rencoroso, pero hoy, mientras veía Parásitos, he recordado aquellos versos  que cantaba Serrat: "Entre esos tipos y yo hay algo personal".



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La Unidad

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Aquí, en la Pedanía, hay un musulmán que hace sus recados con una furgoneta blanca decorada con suras del Corán. O eso es, al menos, lo que Yusuf explica con una sonrisa tranquilizadora cuando alguien le pregunta. En la Pedanía no hay nadie más que maneje el árabe a no ser su señora, claro, que es argelina y bastante invisible, así que nos fiamos de lo que él nos diga, a cien kilómetros del traductor más cercano.

    Pero claro: podrían ser suras que cantan al amor universal o suras que claman por iniciar la yihad en el entorno rural. Quién sabe, con esa caligrafía tan ajena a la escritura de los romanos… Pero yo, conociendo al personaje, vivo bastante tranquilo, la verdad. A Yusuf me lo cruzo a veces, cuando saco al perrete cerca de su casa y él sale con la furgoneta para ir el mercado, a vender sus baratijas, y sus cachivaches, y siempre me saluda con una sonrisa franca, cordial, que se adivina entre la espesura de la barba  Lo que el fútbol unió, que no lo separe el hombre. Y de fútbol hubo una época, cuando sus hijos aprendían conmigo los rudimentos, que hablábamos largo y tendido, diseccionando el cruyffism que a mí me amargaba la vida y a él se la endulzaba, con aquellas innovaciones tácticas que eran el no va más de la época .



    Quién sabe: quizá Yusuf nos toma el pelo y el texto que decora su furgoneta no es más que una broma para echarse unas risas en la intimidad, “tonto el que lo lea”, o “me parto el culo, si pensáis que llevo explosivos ahí atrás”, cosas así. Me imagino que algún vecino asustado, o que no le conociera lo suficiente, llamó en su día a la Policía Nacional para que vinieran a echarle una foto a la furgo, y enviar el texto a una traductora como éstas que salen en la serie La Unidad, con hiyab, y ojos muy negros, sentada en alguna oficina muy chula y acristalada de Madrid. Si esa mujer hubiera descubierto una sura incendiaria, binladeniana, a buen seguro que aquí se hubiera presentado hasta el Ministro del Interior, viendo cómo se las gastan estos tipos y tipas de La Unidad, con los geos, los coches patrulla, los helicópteros dando vueltas sobre el cubículo secreto, en un alarde de medios que desmiente -digo yo- lo que debería ser una operación ultrasecreta, de cuatro agentes de la hostia muy selectos y muy silenciosos. Pero doctores tiene la Iglesia…

    Pero nunca se vio a nadie, por estos entornos, montando una escena de película o de serie de Movistar en la casa de Yusuf. Y aquí, las ancianas, no se apean de las ventanas, ni de los huertos, y lo escuchan todo incluso de noche.



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