Scoop

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Lo que le ocurre al personaje de Scarlett Johansson en Scoop es un conflicto clásico, de amígdala enfrentada a lóbulo temporal. El instinto y la razón; la emoción y el pensamiento. La jodienda y el cálculo. La neurología moderna habla mucho de todo esto... Los seres humanos -y las seras humanas, para que no se enfade doña Irene- sufrimos esta maldición del cerebro escindido, medio esquizofrénico, que sufre torzones continuos y vaivenes de mareo. Por eso la naturaleza, para remendar un poco su chapuza, fabricó el cerebro con un tejido esponjoso y medio elástico, para que no se rasgara en las contradicciones de la voluntad, que tiran de él como caballos desbocados en distintas direcciones.

En Scoop, la señorita Johansson sospecha que ese dandy tan guapo es un serial killer de tomo y lomo, y para demostrarlo, y estar lo más cerca posible de las pruebas del delito, no se le ocurre otra cosa que acostarse con él una noche de verano. La pasión y el peligro a cambio del prestigio profesional, del reconocimiento eterno de intrépida reportera. La adrenalina desbocada... Lo que no entraba en sus planes era enamorarse de quien podría asesinarla en cualquier momento. Scarlett se confiesa con su amiga, con el mago, consulta con varios psicólogos fuera de pantalla. No se entiende a sí misma. El peligro de morir no mete miedo en su libido desbordada, que puede con cualquier muro, con cualquier fortificación, como un tsunami que llegara arrasando con todo.

Un animal, en su situación, saldría huyendo como pájaro que corta el viento, pero los humanos, y las humanas, somos una complicación andante. Tenemos un cableado que da mil vueltas en la cabeza y a veces se enreda y cortocircuita. Al mismo tiempo que nos cagamos de miedo, nos puede la curiosidad; amamos y odiamos en oleadas de sentimientos que a veces no se anulan, sino que se superponen. Esta capa de corteza de cerebral extra, de la que tanto presumimos, es a la vez nuestra gloria y nuestra condena. Dolor y gloria, como en aquella película de Almodóvar.





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The Wire. Temporada 1

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Llevamos tanto tiempo hablando de “The Wire” que ya hemos perdido la perspectiva de los años. Yo por lo menos. “The Wire” lleva en la cartelera catódica veinte años, que son un tercio de vida si tienes mala suerte, o un cuarto, si la fortuna te sonríe. Sea como sea, un buen cacho de existencia. El gol de Iniesta ya empieza a coger el color sepia del gol de Zarra y sin embargo, cuando Camacho gritaba afónico en el televisor, ya hacía dos años que “The Wire” había terminado su andadura en la HBO, las cinco temporadas completas, y se iba posicionando en el top 5 espiritual de todos nosotros. Cuando “The Wire” dejó de ser soporte físico y ascendió a los cielos del wifi, empezó a convertirse en mito y religión. Y desde entonces que no hemos parado de alabarla...

Tenía miedo de ver la primera temporada. A veces la leyenda no resiste una visita. Todos los católicos, por ejemplo, sueñan con viajar en el tiempo a la Palestina de Cristo, como en Caballo de Troya, pero no sé cuántos regresarían al siglo XXI con su fe intacta. La narración de los evangelistas y la realidad de los hechos puede ser tan chocante como demoledora. Algo así me temía yo con “The Wire”: una especie de desacralización, o de mundanidad. En el primer episodio te das cuenta de que los teléfonos móviles son todavía unos cacharros antediluvianos y poco generalizados. Por eso, precisamente, se andan con tanto lío en las escuchas... Hay teles cuadradas, y ordenadores con Windows 95, y los detectives hablan mucho de cómo se ha puesto la cosa con las detenciones en comisaría, al hilo del 11-M. Es, directamente, el mundo del ayer.

Pero la narrativa, ay, permanece intacta. Te entra por los ojos y por los oídos a los quince minutos de parloteo, y ya te relajas del todo y disfrutas como un enano. La serie resiste, vaya que si resiste. Es más: campea victoriosa. Las jetas de todo este casting pluscuamperfecto conforman algo así como una esfinge de Giza que mira al puerto de Baltimore, imperturbable. El viento y la sal todavía no han producido rasguños detectables.

Hay nariz para muchos años.




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Review. Temporada 2 (II)

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(Sigo desgranando las peripecias de Forrest MacNeil en la segunda temporada de “Review”. Las experiencias tontorronas, o gravísimas, o bizarras, que tendrá que vivir para luego poder criticarlas, y no como hacemos a este lado del televisor, que criticamos lo que nunca hemos vivido y nunca vamos a vivir).

 

Yo también he concedido deseos, claro, como todo el mundo. Pero han sido deseos domésticos, de andar por casa: favores, helados, cambios de canal, encuentros sexuales... Una vez regalé flores a la mujer amada. Pero hacer feliz a alguien, así, sin añadiduras, creo que no. Soy demasiado difícil. También tengo que decir, en mi descargo, que nadie me ha hecho feliz: momentos de felicidad, a lo sumo, como pompas de jabón.

He dado paseos en barca, pero nunca en solitario. Una vez, en compañía de una mujer, me puse en plan remero olímpico y terminamos encallando en el arrecife más mohoso y alejado del parque del Retiro. Nunca he sido enterrado vivo, como Forrest, aunque una vez quisieron enterrarme en vida, que no es exactamente lo mismo. En la crítica anterior ya le puse seis estrellas a una reseña. La de esta temporada de Review, precisamente.

Me acojona, hablar en público. Me pongo tan nervioso que me ruborizo, olvido lo que iba a decir, temblequeo.... Nunca he asesinado a nadie, y tampoco he dejado que una bola mágica decida por mí en los asuntos de la vida. Aunque quién sabe: quizá me hubiese ido mucho mejor, fiándolo todo al azar.

Procrastino a todas horas. No sé impostar la felicidad. Hace quince años que no hago una lucha de almohadas con mi hijo. No tengo amigos imaginarios, pero una vez, de chaval, me dio por imaginar que el espíritu de Nietzsche caminaba conmigo, y yo le explicaba las maravillas tecnológicas y deportivas del mundo moderno.

¿Teorías de la conspiración? Sólo una, y original, pero no la puedo escribir aquí. Nunca me han perseguido con un fusil en ristre, como si yo fuera un jabalí, pero una vez me tuvieron entre ceja y ceja y casi acaban conmigo. Sobreviví. 






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Review. Temporada 2

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Sí. Usted ha visto bien: le he puesto seis estrellas a la segunda temporada de “Review”. No es que sea mejor que la primera, o que la tercera. Es la misma puta maravilla, la misma puta locura. Lo que pasa es que en esta andanada le han propuesto a Forrest saltarse sus propias normas, y poner una estrella de más a las cinco que son el máximo permitido. Y yo, en solidaridad con el santo patrón de mi blog, que es quien pone las estrellas ahí arriba, también he decidido saltarme mis normas por una vez..

Por lo demás, y siguiendo el hilo de las desventuras Forrest MacNeil en la segunda temporada, he de decir que jamás me he peleado con nadie porque sí, a lo macarra de barrio, y que nunca he chantajeado a nadie a no ser en las pequeñas escaramuzas de la vida doméstica. Nunca he puesto la pilila en un gloryhole ni creo que lo vaya a hacer jamás, pero no por virtud, sino por timidez, y porque aquí, además, en La Pedanía, no hay de esas cosas.

Jamás le he dicho a nadie que la homosexualidad “se cura”, y nunca he practicado sexo en un avión, ni en ningún aparato locomotor. Pero sí he sido acusado falsamente. Jamás me acosté con ninguna de mis profesoras, ni de rapaz ni en la universidad, aunque con alguna ganas me quedaron. No puedo ser una persona bajita ni aunque me lo proponga, y sobre fundar sectas con las que hay creo que ya es suficiente.

Me gustaría tener un cuerpo perfecto, pero no hay ejercicio ni dieta que pueda con esta osamenta. Hago catfish en internet con fotos que llevan varios meses desfasadas. Mil perdones. Prometo actualizaciones -desoladoras- e inmediatas. Jamás he dormido en casas encantadas, pero sí al lado de alguna fantasma, y con mucho ruido de los vecinos. De niño jugué a hacer el indio como Guillermo Tell, pero eran flechas con ventosa, del badulaque, y con botes de plástico en la cabeza. Las manzanas del frutero estaban contadas. (Continuará)





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Orfeo Negro

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Para empezar, no sé por qué la película se titula “Orfeo Negro”, y no simplemente “Orfeo”. Es obvio que Orfeo es un muchacho de raza negra que conduce su tranvía, toca su guitarra y baila en los carnavales de Río con la alegría del trópico,  pero esto no tiene nada de particular, nada de racial, a no ser que nos quieran vender la moto -que tampoco parece- de que los de su raza son unos tarambainas de mucho cuidado. Es por eso que lo de “Orfeo Negro” suena tan bobo, y tan redundante,  como “Barton Fink blanco”, o “Los siete samuráis amarillos”. Una gilipollez.

Tengo que confesar, de todos modos, que quizá haya una explicación racional para esto, una que sucede más allá del minuto 41 de metraje, que es cuando he dicho basta y me he puesto a mirar por la ventanilla del tren, más pendiente del paisaje montañoso coronado por los molinos. Me pregunto si al final había otro Orfeo en la película, uno blanco, que rivaliza con nuestro muchacho en la conquista de las mujeres. O si remarcan lo de negro en contraste con el griego de la mitología, enamorado de Eurídice, que todos suponemos blanco jónico, o dórico, o corintio. Me pregunto, también, ya desentendido de la película, qué hubiera hecho Don Quijote por estas tierras de León, en el siglo XXI, enfrentando a estos molinos que no son gigantes, sino el mismísimo Galactus multiplicado por mil,  que vino de otra galaxia a  renegociar las energías.

A “Orfeo Negro”, como a tantas otras películas, he venido engañado por la publicidad. Me decían que esto era una película, pero no lo es: es un documental enmascarado de la vida en las favelas, pobretona pero alegre, antes de que la droga lo invadiera todo y Zé Pequeno viniera a poner orden con su pistola. También me dijeron que aquí estaba el origen de la bossa nova, casi retransmitido en directo,  con Vinicius de Moraes y tal, pero aquí, hasta el minuto 41 sólo había sonado “Tristeza” y tampoco en su totalidad. Un rollo. Y una envidia, el tal Orfeo, que las vuelve locas a todas con su baile de pies , y su sonrisa de Pelé.




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Kagemusha

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Doy fe de que todos los famosos tienen su doble, su sosias. Su kagemusha, que es la palabra japonesa. El señor Shingen, jefe de los Takeda, no está solo en la fotocopiadora. Cualquier dictador sanguinario tiene dobles que desfilan por ellos en las calles, o inauguran fábricas en la periferia, por si algún rebelde le dispara o se inmola con una granada. Dicen de Stalin que tenía unos cuantos en el Kremlin siempre disponibles, y cuentan que el doble de Franco era un señor muy triste que vivía en El Pardo, en habitaciones contiguas, y que era él quien se comía el marrón de los pantanos y del balcón en la Plaza de Oriente, mientras el generalísimo pescaba el atún o cazaba perdices con el marqués de Leguineche.

Y digo que doy fe porque a mí me llamaron una vez de “Qué grande es el cine” para que fuera a sustituir en la tertulia a Juan Manuel de Prada, que andaba indispuesto. Al parecer, el día anterior, en la misa dominical, le habían administrado unas hostias mal consagradas, muy poco kosher, y el tipo estaba echando los intestinos por la boca, incapaz de articular un párrafo coherente en televisión. Nuestro parecido era -y sigue siendo, a mi pesar- asombroso. Como el de Takeda Shingen y su kagemusha, no te digo más. Tan pasmoso que a veces, cuando me presentan a alguien, se produce un silencio incómodo de varios segundos, mientras la otra persona procesa que no, que yo no puedo ser Juan Manuel, tan fuera de contexto, y dedicado a otras labores menos académicas.

Aquel lunes por la mañana, cuando me llamaron del programa, les dije que no, que tenía que ir a dar clases a mis niños, pero que muchas gracias y tal. Y justo cuando iba a preguntar cómo habían dado conmigo, quién les había puesto tras mi pista, colgaron. Me quedé muy mosca. Es como si hubiera más candidatos y nos fueran tachando de la lista a toda prisa. Y estamos hablando de Juan Manuel de Prada, mi némesis, que tampoco es un señor del Japón, ni un asesino de masas. Sólo un casposo vaticanista que se hace las pajas vestido con camisón.

Ya me podría haber parecido yo a George Clooney, ya te digo.





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Top Secret

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En el disco duro del ordenador guardo varias películas de Fritz Lang -etapa norteamericana- que no me apetece nada ver, y también unas cuantas pelis de Kurosawa -Rashomon, Kagemusha, todas esas que llevan la “sh” intercalada-, que me apetecen bastante más, pero que son tan largas como las katanas de sus samuráis, o como un día sin arroz, y que justo ahora, paradójicamente, que ando de vacaciones, es cuando peor me encajan en los horarios.

Bajé todo esto hará cosa de un mes, y, conociéndome, pasarán muchos meses hasta que las carpetas queden vacías. Allá por Navidad, con suerte. El lector atento o la lectora atenta dirá: si no las quiere ver, o le producen una pereza mediterránea, ¿para qué narices se las baja? Pues porque -querido lector, y querida lectora- sigo empeñado en sacarme el título de cinéfilo contra viento y marea, y en la universidad presencial, y en la universidad a distancia, ya agoté todas las convocatorias. Allí no se puede llegar a los exámenes y soltar que Dreyer es un peñazo, o que bostezas con Cassavetes, o que sólo en Vértigo encuentra uno el solaz y las cosquillas con don Alfredo. Te suspenden, claro, y te hacen volver en septiembre, y no sé cómo, quizá porque llevan más de un siglo dando la matraca con el cine de postín, te cazan las mentiras si escribes que el cine de Bergman está de rabiosa actualidad, o que Alain Resnais es el gran e injusto olvidado de nuestros días.

También bajé, en aquel mismo arrebato pseudocinéfilo, Top Secret, que es una majadería de la factoría Zucker/Abrahams, con sus chorradas para adolescentes y gentes con un índice pensante inferior a 2 dedos. Fue como ir al supermercado y comprar verdura, pescado blanco y luego, de postre, para joderlo todo, un tazón de profiteroles. El pecado original. El suspenso inmediato en la facultad. Top Secret la tenía por ahí suelta, como una cabra sin apriscar, y hoy la he sacrificado en honor a los dioses, mientras les pedía un aprobado en la Escuela Nocturna de Cinefilia, que es donde ahora me peleo con los profesores.



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El fantasma y la señora Muir

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Mi sueño inmobiliario siempre fue comprarme una casa al borde del mar, donde reposar mis lances guerreros y entregarme a la lectura de bibliotecas enteras. Me hubiera conformado con la cuarta parte de ese caserón que la señora Muir se compró en The Fith Pino, en el Mar del Norte, pero por unas cosas o por otras nunca pudo ser. Me maniataron los enredos de la vida, y los números del banco, y las tías millonarias que nunca tuve y nunca fallecieron cuando debían.

De todos modos da igual, porque tengo por seguro que yo hubiese comprado una casa con fantasma incorporado, agazapado hasta el día de mi firma. Un fantasma dedicado en cuerpo y alma -o bueno, sólo en alma- a darme por el culo justo a las horas en las que yo iría a dormir, o a leer, como estos vecinos que me han tocado en las vacaciones, que a las dos de la mañana siguen jugando a las canicas, a la peonza, a dar portazos originales y llenos de suspense. A probar unos rodamientos que deben de haberse traído del trabajo, de la fábrica de camiones, para tenerlos bien testados al día siguiente. Estos esforzados trabajadores no son fantasmas, sino seres de carne y hueso sin civilizar, ajenos a la existencia de otros seres humanos bajo los suelos, o tras las paredes. Es decir: unos sociópatas.

Pero bueno, a lo que íbamos... A la señora Muir, en la película, sí le advierten que la casa tiene como pega un fantasma gruñón, pendenciero, el ectoplasma de un antiguo marinero que no quiere okupas en su hogar. Pero a mí, en Asturias, aun sabiéndolo de antemano, nadie iba a advertirme de nada, y a la primera noche de pesadilla, con el contrato ya firmado, hala, a joderse y a aguantarse. Sólo si el fantasma se pareciera mucho a la señora Muir aguantaría yo su ronda nocturna, su soplarme en la oreja cuando me dispusiera a leer o a convocar a Morfeo. En la película, de hecho, la señora Muir no sale espantada del caserón porque cae enamorada de su fantasma, que tiene la presencia recia y la voz profunda de Rex Harrison. Pues esa mismo, pero al revés, sería la condición de mi paciencia: vivir en el mar junto a Gene Tierney, aunque no la pudiese tocar.





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