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En el disco duro del ordenador guardo varias películas de
Fritz Lang -etapa norteamericana- que no me apetece nada ver, y también unas cuantas pelis de Kurosawa -Rashomon, Kagemusha, todas esas que
llevan la “sh” intercalada-, que me apetecen bastante más, pero que son tan
largas como las katanas de sus samuráis, o como un día sin arroz, y que justo
ahora, paradójicamente, que ando de vacaciones, es cuando peor me encajan en
los horarios.
Bajé todo esto hará cosa de un mes, y, conociéndome, pasarán
muchos meses hasta que las carpetas queden vacías. Allá por Navidad, con suerte.
El lector atento o la lectora atenta dirá: si no las quiere ver, o le producen
una pereza mediterránea, ¿para qué narices se las baja? Pues porque -querido
lector, y querida lectora- sigo empeñado en sacarme el título de cinéfilo
contra viento y marea, y en la universidad presencial, y en la universidad a
distancia, ya agoté todas las convocatorias. Allí no se puede llegar a los
exámenes y soltar que Dreyer es un peñazo, o que bostezas con Cassavetes, o que
sólo en Vértigo encuentra uno el solaz y las cosquillas con don Alfredo.
Te suspenden, claro, y te hacen volver en septiembre, y no sé cómo, quizá porque
llevan más de un siglo dando la matraca con el cine de postín, te cazan las mentiras si escribes que
el cine de Bergman está de rabiosa actualidad, o que Alain Resnais es el gran e
injusto olvidado de nuestros días.
También bajé, en aquel mismo arrebato pseudocinéfilo, Top Secret, que es una majadería de la factoría Zucker/Abrahams, con sus chorradas para adolescentes y gentes con un índice pensante inferior a 2 dedos. Fue como ir al supermercado y comprar verdura, pescado blanco y luego, de postre, para joderlo todo, un tazón de profiteroles. El pecado original. El suspenso inmediato en la facultad. Top Secret la tenía por ahí suelta, como una cabra sin apriscar, y hoy la he sacrificado en honor a los dioses, mientras les pedía un aprobado en la Escuela Nocturna de Cinefilia, que es donde ahora me peleo con los profesores.
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