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Para empezar, no sé por qué la película se titula “Orfeo
Negro”, y no simplemente “Orfeo”. Es obvio que Orfeo es un muchacho de raza
negra que conduce su tranvía, toca su guitarra y baila en los carnavales de Río
con la alegría del trópico, pero esto no
tiene nada de particular, nada de racial, a no ser que nos quieran vender la
moto -que tampoco parece- de que los de su raza son unos tarambainas de mucho
cuidado. Es por eso que lo de “Orfeo Negro” suena tan bobo, y tan redundante, como “Barton Fink blanco”, o “Los siete samuráis
amarillos”. Una gilipollez.
Tengo que confesar, de todos modos, que quizá haya una explicación
racional para esto, una que sucede más allá del minuto 41 de metraje, que es
cuando he dicho basta y me he puesto a mirar por la ventanilla del tren, más
pendiente del paisaje montañoso coronado por los molinos. Me pregunto si al final
había otro Orfeo en la película, uno blanco, que rivaliza con nuestro muchacho
en la conquista de las mujeres. O si remarcan lo de negro en contraste con el
griego de la mitología, enamorado de Eurídice, que todos suponemos blanco
jónico, o dórico, o corintio. Me pregunto, también, ya desentendido de la película,
qué hubiera hecho Don Quijote por estas tierras de León, en el siglo XXI, enfrentando
a estos molinos que no son gigantes, sino el mismísimo Galactus multiplicado
por mil, que vino de otra galaxia a renegociar las energías.
A “Orfeo Negro”, como a tantas otras películas, he venido engañado
por la publicidad. Me decían que esto era una película, pero no lo es: es un documental
enmascarado de la vida en las favelas, pobretona pero alegre, antes de que la
droga lo invadiera todo y Zé Pequeno viniera a poner orden con su pistola.
También me dijeron que aquí estaba el origen de la bossa nova, casi retransmitido
en directo, con Vinicius de Moraes y
tal, pero aquí, hasta el minuto 41 sólo había sonado “Tristeza” y tampoco en su
totalidad. Un rollo. Y una envidia, el tal Orfeo, que las vuelve locas a todas
con su baile de pies , y su sonrisa de Pelé.
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