La maternal

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Tenía ganas de ver “La maternal” porque es la nueva película de Pilar Palomero tras aquella sorpresa de “Las niñas”. Y como justo ayer atracó el barco pirata junto a mi ventana, con el nuevo cargamento procedente de Maracaibo, decidí posponer la maratón de “Los Soprano” para hacer un hueco a ésta que decían “nuevo prodigio del cine español” y todas esas cosas. Y que conste que dejar a “Los Soprano” a medio chantaje  o a medio asesinato es todo un privilegio para cualquier ficción.

Pero no. “La maternal” no cumplió las expectativas. Ni de coña, vamos. Ni de pollo, si lo prefieren. Y no fue culpa del martes sombrío, que yo ya me conozco. En esto de las películas soy un verdadero esquizofrénico con doble personalidad: Faroni es Faroni, y el cinéfilo es el cinéfilo, y poco de lo que le pasa a uno influye en el otro. Y si pasa, es más bien al revés: una buena película salva un día malo, pero un día malo jamás arruina una buena película.

“La maternal” es aburrida en sí misma, intrínsecamente, con independencia de si llueve tras el cristal o si calienta el sol de la primavera. Dura dos horas -qué manía, qué dictadura de las plataformas que ahora financian la ficción al peso- pero podría contarse en un cortometraje aseadito y muy conciso. Media hora hubiera bastado para contar esta historia de la adolescente insoportable que se queda embarazada y recibe el castigo divino en forma de lloros de bebé. Y es que ni Carla, la chavala en cuestión, me conmueve en el sofá. La primera escena la describe de tal modo que luego cuesta mucho remontar la empatía: Carla es violenta, salvaje, malhablada, desafiante, perdida para la causa de la civilización. Una liante con la que sería mejor no cruzarse por la vida, y verla solo eso, en las películas.

He leído por internet que “La maternal” es en realidad un programa de Jordi Évole que nos han querido vender como película, suprimiendo las apariciones del propio Jordi. Un documental -pero eso, un documental- sobre madres jóvenes y primerizas arrastradas por la vida. Pudiera ser.







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Perdición

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El otro día, en la radio, un humorista puntiagudo afirmaba que el hombre no era el sexo fuerte -como afirma la filosofía tradicional, y la tontería cotidiana- sino el sexo bruto. Que parece lo mismo, pero no es igual. Y que cuatro millones de años más tarde, tras tanta evolución y tanto darwinismo, los hombres seguimos escondiendo dos engranajes muy sencillos y una monda de plátano olvidada en la merienda.

    Competición con otros machos y apareamiento con otras hembras: nosotros, los hombres, no conocemos otra cosa. Todo lo demás es una variación de la misma melodía. Somos monos estrábicos que con un ojo vigilan al competidor y con el otro a la gachí. Una labor tan instintiva y tan omnipresente como el comer o el respirar. Una fatiga cotidiana de la hostia, un desvelo, un runrún que no cesa. Un trabajo de 24 horas al día que acorta la vida varios años. Un desgaste consciente o inconsciente, eso da igual. Hemos venido a este mundo para expulsar espermatozoides por el grifo, y lo demás sólo es literatura, o pasatiempo, o disimulo. O represión, o caradura, o extravío de neuróticos.

    “Perdición” es un clásico inoxidable porque su meollo, su tuétano, es este asunto lamentable que yo les cuento. Y aunque en su época todos los fulanos llevaban sombrero y los trenes alcanzaban velocidades irrisorias, en verdad es una película tan moderna que parece rodada ayer mismo. 

    Fred MacMurray es un simio bien trajeado que se gana los plátanos vendiendo seguros en el territorio de Los Ángeles. Buen mozo y ligón empedernido, MacMurray aprovecha sus viajes por la comarca para bichear solteras sin compromiso o amas de casa cansadas de su marido. El butanero de la época, para entendernos. Hasta que un día soleado en los cielos -pero nublado en el destino- encuentra la perdición en forma de mujer felina, algo feúcha y con peluca de bote, pero que desprende sexualidad en cada hálito y en cada mirada. Sudor precoital en cada músculo accionado. Y, además -pero eso MacMurray no lo sabe- una maldad muy putrefacta en cada pensamiento. Una femme fatal de manual. La femme fatal por antonomasia, quizá.



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Aupa Josu

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Antes de Juan Carrasco existió Josu Zabaleta. Si el tontolaba de Juan era Ministro de Agricultura en Madrid y nos partíamos el culo con él, nuestro Josu -no menos ahostiable y achuchable- es Consejero de Agricultura en Euskadi y también nos partimos la caja de la risa. 

No sé qué tienen Juan Cavestany y Diego San José contra los departamentos de agricultura... Será que les vienen de perlas porque nadie es capaz de nombrar a estos tipos, o a estas tipas, en una encuesta callejera:

- ¿Conoce usted el nombre de la Ministra de Agricultura, Pesca y Alimentación?

- Ni puta idea, oiga.

Puede que ese anonimato ancestral- que es siempre el mismo gobierne quien gobierne- tenga que ver con que las cosas del campo siempre dependen de los meteoros o de Bruselas, que son dos agentes caprichosos e incognoscibles. El primero porque está sujeto al caos atmosférico que gobierna los cielos, y el segundo porque depende de que treinta países se pongan de acuerdo en la producción del pepino. Así que podrían sentarme a mí en el escaño del ministerio o de la consejería que daría un poco igual. Un asesor de imagen y un subsecretario que administre el día a día, y hala, p’alante, a codearse con los ministros importantes, los que llevan la sanidad, y la educación, y la cosa de los pepinos explosivos, más decisivos y acojonantes que los pepinos de la huerta.

Josu Zabaleta es la mediocridad hecha carne con bigotón. Otro político berzotas, medio listo y medio lelo, que fuera de la estrecha pecera de su partido se ahogaría en cuestión de veinte segundos. Yo ni siquiera sabía que “Aupa Josu” existía hasta que el otro día me dio por bucear en la filmografía -y seriografía- de Borja Cobeaga. Allí apareció este episodio piloto de una serie que nunca se llegó a rodar. Dicen que es porque el tema de ETA aún era espinoso y urticante. Yo creo que el escándalo estaba en retratar a los políticos como Francisco de Goya retrató a los Borbones: con esa cara de memos tan risible pero dramática.






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Los Soprano. Temporada 2

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Es difícil ver “Los Soprano” sin sentir cierta incomodidad. Una incomodidad ética, quiero decir, no la del culo -que en mi caso, aunque suelo tumbarme de lado para evitar los dolores de espalda- está muy a gustito en el sofá. Sentir empatía por Tony Soprano nos avergüenza y nos hace dudar de nuestra integridad. Pero no lo podemos evitar. Es el poder maligno de la ficción, que pone en marcha las neuronas espejo y luego te esconde el botón para apagarlas. 

Tony Soprano -lo sabemos de sobra- es un asesino, una mala bestia, pero atrapados en las tramas nos ponemos sin querer en su lugar. Nos duele que le persigan, que le traicionen, que tenga un hijo tan inútil y una madre tan arpía. Y una mujer -ella sí- carente por completo de moralidad. Nos joroba mucho que a veces la doctora Melfi no comprenda sus conflictos irresolubles. Quién no ha estado alguna vez en la consulta tratando de explicarse sin conseguirlo... La identificación con Tony Soprano es como un conjuro, como un mal sueño, hasta que de pronto recordamos -o nos hacen recordar- que este tipo es un indeseable con el que sería mejor no toparse por la vida. Tony Soprano es muy simpático, sí, un tiarrón con un punto de niño grande y bobalicón, pero no dudaría en pegarte un tiro si viera en peligro su parte de las ganancias.

Pero ésta no es la única incomodidad ética que brota del sistema cognitivo. “Los Soprano” nos recuerda que la honradez no es el camino más eficaz para tener fajos de billetes en los bolsillos. Mí demonio interior -que vive entre los cojones para tocármelos sin desplazarse- me susurra que estos psicópatas viven como príncipes mientras que yo, tan ético y tan ejemplar, tengo que comerme la inflación de los precios y la inflación añadida que pone la familia Roig. Porque los Roig, ya que estamos, no dejan de ser otros mafiosos amparados por la ley. “Los Roig” no son italianos, sino valencianos, y no necesitan la Beretta o el bate de béisbol para sacarte los billetes de la cartera. Les basta con cambiar las etiquetas que ponen sus esclavas sobre los productos. 







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Compartimento Nº 6

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El mismo día que decidí ver “Compartimento Nº 6” nevó sobre La Pedanía. La segunda vez en este invierno, cuando llevábamos casi un lustro sin disfrutarla. La nieve es cada vez más bonita porque es cada vez más rara. Dentro de dos generaciones no nevará nunca por estas latitudes y será eso: un meteoro extinguido, casi bíblico, que nuestros nietos, a no ser que viajen a los confines del Norte, o a la Montaña del Último Culo, solo conocerán por las películas y por las batallitas del abuelo.

Mientras paseaba bajo la nieve, con Eddie correteando por ahí, me dije: esto es una señal que me envían los dioses para que vea la película. Los dioses nórdicos, claro, porque “Compartimento Nº 6” es una producción finlandesa, rodada en Murmansk y alrededores, y yo, aunque me las prometía muy felices con los paisajes nevados, también desconfío mucho del cine septentrional que rula por los festivales. La peli llevaba una semana en el disco duro aguardando su oportunidad o su descabello, pero gracias al paseo me imaginé en casita, con la manta sobre las rodillas y Eddie tumbado a mi costado, viendo una película que atraviesa en tren los campos nevados y las industrias desmanteladas, y cogí un ánimo como de cinéfilo envalentonado y muy aburrido en el domingo.

Al principio la película me mosquea porque me hurtan los paisajes. En el tren donde viajan Laura y Ljoha casi nunca se muestra el más allá de la ventanilla. La gracia de ver una película ruso-finlandesa es precisamente esa: que ves Rusia y Finlandia y viajas un poco de polizón. Pero “Compartimento Nº 6” es más bien de paisajes interiores, como dicen los literatos. Es el encuentro entre la inocencia y la trapacería. Las personas civilizadas como Laura no podemos ir del punto A al punto B para alcanzar nuestros deseos. La civilización te obliga a caminar en zigzag si no quieres terminar en el trullo. Los tipos como Ljoha, en cambio, que podría estar ahora mismo combatiendo en el Dombás, toman la línea recta y van atropellando a los viandantes. 

Laura y Ljoha son dos extraños en un tren. Los polos opuestos, tan cerca del Polo Norte. Al final ambos juegan sobre la nieve (por fin) y yo me divierto con ellos como un niño.





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EO

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El destino de los burros es trabajar. Da igual que seas un burro jumento que un burro de los humanos. De donde no hay no se puede sacar, así que los lunes hay que levantarse a las ocho de la mañana -o incluso antes- para ganarse el pan o la zanahoria. Qué son los trenes de cercanías en hora punta, sino transportes de burros. Qué es mi bicicleta a las ocho y media de la ídem, sino un velocípedo de circo accionado por un asno. 

Si un burro no llega a caballo, es lo que toca; y si un humano no llega a inteligente, lo mismo te digo. En la universidad debatíamos mucho el significado de la palabra “inteligente”, que siempre fue un término ambiguo y escurridizo. La respuesta correcta nos la dio el tiempo: el inteligente es el que vive sin trabajar, o el que trabaja en algo que le satisface plenamente. Son esos tipos -o tipas- que se tuestan el body en las Seychelles mediado el mes de octubre, o que se preguntan cómo pueden pagarles un sueldo por hacer algo tan divertido o tan edificante. Ese 1% privilegiado de la población...

EO es un burro jumento que se gana la vida trabajando en un circo. ¿Esclavitud? Habría que preguntárselo a él. En el circo tiene un refugio, una alpaca de heno, un renombre dentro de la profesión. Incluso una chica sensible que cuida de él, aunque a veces no pueda impedir que le usen como burro de carga. Un día llegan los animalistas y le sueltan para ofrecerle la libertad, que es una palabra muy luminosa que a veces esconde un destino funesto. La señora Ayuso sabe mucho de estas cosas: de libertades envenenadas, y de burros que acuden a votarla. 

Libre como un pajarillo con cuatro patas -pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón- EO se lanza a la aventura por las carreteras de la Polonia profunda, donde se encontrará con todo tipo de gentuza: fascistas, maltratadores, traficantes de carne... Ni rastro de Juan Ramón Jiménez para su mal. Obvia decir que no hay animal más dañino que el ser humano. Más carente de ética y más vacío de divinidad. Si existiera algo parecido a un alma estaría dentro de los animales, no en nuestro neocórtex envilecido. 







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Uno, dos, tres

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La primera vez que vi “Uno, dos, tres” yo era un comunista muy parecido a Otto Ludwig, el gañán de la película. Yo también soltaba proclamas leninistas contra el imperio yanqui y presumía como si fuera mi propio país de los logros alcanzados por la URSS: la carrera espacial, y los campeones de ajedrez, y el heroísmo de Stalingrado. Y la selección de baloncesto, por supuesto, que dirigía Alexander Gomelski con aquel ocho infinito que era su única variante en ataque. Cuando jugábamos en el patio del colegio yo siempre pedía ser Kurtinaitis o Tarakanov, aunque los curas me mirasen con el ojo retorcido. 

En los cines yo quería que Maverick se estrellara con su avión y que Rocky perdiera la pelea contra Iván Drago. Cuando las plateas se volvían locas con el triunfo de los yanquis, yo me hundía en la butaca y soltaba espumarajos por la boca, esperando que algún día los soviéticos deportaran a Tarkovsky y nos colonizaran con productos molones donde siempre ganaban los héroes del rojerío.

Yo tendría que haber echado pestes cuando descubrí “Uno, dos, tres”, ofendido por su sátira. Y sin embargo me reí como un bobolón, lo que dice mucho de su categoría. Es verdad que Wilder y Diamond también se meten con el capitalismo de la Coca-Cola, pero solo para darle un cachete en el culo y decirle que no vuelva a reincidir, como curas comprensivos. Apenas un par de chistes sobre los defraudadores de impuestos y sobre las condiciones laborales en los campos de algodón. En las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares decía que “Uno, dos, tres” era una obra maestra porque su guion era ejemplar y milimétrico. Ahora sé que Pumares también era un pepero encriptado que gozaba de lo lindo cuando le atizaban al comunismo.

Los más triste es que todos ellos -Wilder, Diamond, Pumares, James Cagney- tenían razón: al otro lado de la puerta de Brandeburgo no se estaba cociendo ningún experimento que ennobleciera a la humanidad. Solo carestía y burocracia. Pero yo, al contrario que Otto Ludwig, todavía no me rindo. Sigo siendo comunista aunque solo sea por tocar los cojones y mantener viva la llama de la lucha. La de clases, sí. 




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Barfly

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La verdad es que no me apetecía mucho ver “Barfly”. Presuponía, no sé por qué, que iba a ser un rollo macabeo. El III Libro de los Macabeos, concretamente, que emigraron a California en el siglo IV para colonizar los bares y las playas.

Suelo equivocarme con las personas y con los libros, pero con las películas casi nunca. Ahí tengo un sentido arácnido que pocas veces me falla. Una especie de precognición jedi que me quedó de mis largos estudios en Coruscant. Y con “Barfly”, esta vez, la Fuerza tampoco se equivocó. La película de Schroeder es cutre, postiza, inverosímil. Mickey Rourke está pasado de rosca y las frases suenan todas rimbombantes, literarias, como jamás serían pronunciadas por unos borrachuzos de neuronas arrasadas. O sí, quién sabe, justamente por eso... 

La película es fallida, y boba, pero tenía que verla porque se la debía al viejo Bukowski, que además de escribir el guion aparece de extra en un par de escenas, sentado en el taburete mientras empina el codo con esa maestría que dan los muchos años en la parroquia. Haber sido eso, un “barfly”, una mosca cojonera que nunca se va del bar porque cuando lo cierran se esconde en el cuarto de baño o en el armario de las escobas.

(Había que verla por eso y por las piernas de Faye Dunaway, claro, que siempre aparecen en algún cruce portentoso porque ella misma -según contaba el mismo Bukowski en “Hollywood”- exigía esa exhibición antes de dar el visto bueno a cualquier proyecto). 

La semana pasada terminé de releer las novelas del viejo provocador -y sus cuentos, y su biografía, y sus poesías escogidas- y pensé que "Barfly" sería un buen colofón para despedirme. El remate ideal de estas III Jornadas Bukowskianas donde yo debato conmigo mismo los pros y las contras de su obra. Su vigencia y su anacronía. Un homenaje a su maltrecha figura, ahora que somos posmodernos y al leerle nos damos cuenta de lo mucho que hemos cambiado. De lo poco que nos reímos ya con la mística del borracho violento que encuentra la verdad en el fondo de un vaso de whisky y todo ese discurso.





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