Misión Imposible: Nación Secreta
Misión Imposible: Protocolo Fantasma
Tener y no tener
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Es difícil de entender que Lauren Bacall, con 20 años, con esa belleza absoluta que nunca conocerá el paso de las modas, se enamorara de un hombre veinticinco años mayor que ella y casi veinticinco centímetros más bajo. Y lo peor de todo: entregado en sus ratos libres, cuando no rodaba películas, a empinar el codo hasta dejar el hígado para el arrastre.
Una mente del siglo XXI, ya descreída del amor puro, podría pensar que Lauren Bacall solo iba tras el dinero de nuestro Humphrey. Pero qué dinero, ni que ocho cuartos, en esos ambientes exclusivos de Hollywood, donde cualquiera se gasta un palacete y una piscina en el jardín. Lauren Bacall pudo haber tenido a cualquier hombre con solo chascar los dedos, pero prefirió a Humphrey Bogart y juntos forjaron una leyenda eterna para el romanticismo. Tuvieron dos hijos, se negaron a declarar ante McCarthy y solo la muerte en forma de cáncer pudo separarlos. No pegaban ni con cola -al menos en el físico, insisto- pero a fuerza de verlos en las películas y en las fotografías uno ya está hecho a su intrigante conjunción y les admira complacido. Y yo, por lo menos, también un poco envidioso de ese tunante afortunado.
La gracia de “Tener y no tener” -aparte de que es un clásico que aguanta sin hundirse los embates de las olas -es que podemos asistir a un enamoramiento real, en vivo y en directo. Bogart y Bacall no fingían que se enamoraban, sino que se estaban enamorando de verdad. Y eso se nota en las miradas: siempre tardan una décima de segundo de más en desviarlas. Se sonríen no como profesionales, sino como auténticos colegiales sorprendidos por las cámaras. Yo creo que no deberían haber cobrado ni un dólar por hacer esta película -ella en su primer papel y él en la cúspide de su fama- porque no estaban trabajando de verdad. Solo se dejaron llevar. No voy a decir que Bogart tiene hasta erecciones involuntarias porque lleva todo el rato unos pantalones muy holgados y es imposible verificarlo. Pero morcillona, vamos, seguro que sí.
The last of us
🌟🌟🌟
Lo próximo van a ser los piojos. No sé si en la vida real -como sucedió con el coronavirus- o en la vida de ficción -como pasa con el hongo Cordyceps en “The last of us”. Pero van a ser los piojos, eso sin duda. Lo sé porque tengo información privilegiada. Clasificada por el Gobierno. El lapsus de un sanitario me puso en alerta hace ya varios años. Desde entonces se acabaron las existencias de Filvit champú (Filvit, champú, Filvit mamá, porque más vale Filvit que tenerse que rascar) en las estanterías de los supermercados más cercanos. Porque yo lo compro todo... El loco del Filvit, me llaman todos por La Pedanía, esos hombres y esas mujeres que podrían ser víctimas del próximo bicho que terminase con la humanidad. Ja, ja, lo que me iba a reír yo de ellos, paseando entre sus cadáveres, con todo el pueblo a mi disposición, huertos y frutales, chalets con piscina y bares sin vigilancia.
Todo esto -lo juro- es una true story que daría para el episodio piloto de una serie. Sucedió en mi aula del colegio, ante mis propios ojos incrédulos...
En una revisión rutinaria, nuestro enfermero M. descubrió piojos en la cabeza de un alumno.
- ¿Le enviaremos a casa, no? -dije yo, conocedor de los protocolos anti-contagio.
- No -me respondió él- Son piojos muy pequeñitos. Apenas se ven.
- Pero los piojos son pequeños de por sí, ¿no? Si no serían como cuervos, o como los pterodáctilos de “Jurassic Park” -le objeté.
Pero el sanitario no celebró mi gracia. Es más: compuso un gesto preocupado, como si yo hubiera dado en el clavo de una pesadilla zoológica que podría cernirse sobre la humanidad. Imaginé, de pronto, que millones de piojos como el primo de Zumosol, provenientes del mar de China o de las estepas siberianas, surcaban los cielos como Stukas dispuestos a colonizar nuestras cabezas: a picotearlas, a descranearlas, a introducirse en nuestro centro de control y convertirnos en piojos ambulantes de dos patas. La "Metamorfosis" de Kafka al fin... Todos como Gregorio Samsa. Una pesadilla de la hostia.
Pero yo tengo Filvit de sobra, para sobrevivir largos años entre la desolación y el silencio. Y lo del silencio, la verdad, iba a estar de puta madre.
Bullitt
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El trabajo del teniente Frank Bullitt es un no parar que produce mucho desasosiego. Un día le toca batirse a tiros con los maleantes y otro perseguirlos a goma quemada por las cuestas de San Francisco. Los espectadores nos lo pasamos pipa, pero él sufre un estrés laboral que no puede ser bueno para su salud. Cada día puede ser el último cuando se trabaja de inspector de policía en una película americana.
Otros días, los más llevaderos, el teniente Bullitt no se juega el pellejo en sus frenéticas pesquisas, pero tampoco es agradable entrar en los hoteles para encontrar mujeres degolladas o mafiosos con la jeta tiroteada. Ni tener que aguantar a ese hijoputa del fiscal del distrito, tan repeinado y tan bien trajeado, que solo quiere lanzar su carrera política sin respetar los tiempos ni las éticas del trabajo policial. Frank Bullitt, en algunas escenas, es como el agente Filemón Pi enfrentado al superintendente Vicente, todo tensión a punto de explotar en bocadillos llenos de signos raros y caras de cerditos.
Otros inspectores de policía -como aquellos de “The Wire”- terminarían la jornada poniéndose ciegos a whiskys en el bar de la esquina. Beber para olvidar. Y con el alcohol, claro, el derrumbe de los matrimonios, o de los amores, porque muchos llegan a casa muy tarde, o muy mamados, irascibles o verracos según los índices en sangre. Y quizá, quizá, impregnados con el olor de alguna prostituta, aprovechando que pasaban por delante del club-club-club camino de Ítaca.
Frank Bullitt, sin embargo, está a salvo de todo eso. En casa, cuando termina la jornada laboral, le espera Jacqueline Bisset para preguntarle qué tal en el trabajo y aderezarle la ensalada para cenar. Y luego, seguramente, porque ella es joven y lozana, y Steve McQueen un macho irresistible de la especie, echar un polvo enamorado que borre toda la mugre acumulada durante el día. En los brazos de una mujer así las jornadas laborales se disipan como niebla bajo el sol.
La escena más tensa de la película no tiene que ver con los criminales perseguidos, sino con ese “tenemos que hablar” que es el preludio de la tragedia verdadera.
La ballena
🌟🌟
En “La ballena” no hay sutilezas, ni elegancias, ni rincones del alma sin alcanzar. Si a las películas para adultos -bueno, eso era antes- las llamamos pornográficas porque en el despliegue se ve toda la chicha y toda la limoná, sin que nada quede a la imaginación del espectador, a este espectáculo del obeso mórbido y lacrimógeno habría que llamarlo, del mismo modo, pornografía sentimental. Cuando finaliza “La ballena” ya no queda nada por contar, por llorar, por echarse a la cara entre los personajes. Si en el porno carnal quedan vacíos los genitales, aquí quedan vacíos los lagrimales. Yo lo llamaría un “tear cum”, por si hace fortuna la expresión.
A ningún personaje se le llegan a ver los susodichos genitales, pero el espíritu de todos se pasea desnudo por la casa de Brendan Fraser, que es el único escenario donde transcurren las muchas catarsis. Aronofsky ha querido rodar un drama y le ha salido un dramón. Se ha pasado mucho de rosca -como suele ser habitual- y así es difícil empatizar con el personal. Hay un momento, en todo dramón, en el que sientes que la mano del director está hurgándote por dentro, manipulándote con músicas y diálogos, y es ahí, en ese contacto no consentido -porque no es no también en la ficción- cuando te sales de la película y comprendes eso, que estás viendo una película, y que ya apenas te crees lo que ves y lo que escuchas, aunque el esfuerzo de actores y actrices sea descomunal y digno de agradecer.
Había otra película en la que sus protagonistas decidían suicidarse comiendo hasta reventar. Se titulaba “La gran comilona” y recuerdo que salían en ella Mastroianni y Michel Piccoli. Como el guion era de Rafael Azcona la cosa no terminaba en dramón, que menudo era don Rafael para caer en la trampa de las cursilerías. “La gran comilona”, por no ser, no era ni un drama, sino una astracanada cuyo final la verdad ya no recuerdo. Es igual... Son dos formas de entender el cine, y yo me quedo con la de Azcona y Marco Ferreri.
Posdata: me puse a ver “La ballena” después de la siesta, con el café y dos panes de leche en el regazo, bien untadicos en mantequilla, y tal fue mi impresión al ver a Brendan Fraser que aparté uno para la cena, avergonzado de mí mismo.
Río Rojo
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De niños les llamábamos vaqueros aunque en las películas del oeste rara vez se vieran vacas por las praderas. Si acaso bisontes, que los rostros pálidos asesinaban por millares solo para joder a los comanches. Pero las películas seguían llamándose “de vaqueros”, y no de bisonteros. Era todo un misterio.
Otro misterio, y no menor, es que nuestros pantalones de faena, los que nos poníamos para ir al colegio y amortiguar nuestros raspones en el patio, también se llamaran vaqueros, aunque luego, en las películas del sábado por la tarde, jamás viéramos a esos pistoleros vestidos con nada parecido. También puede ser que el blanco y negro de nuestra tele nos hurtara el azul desvaído y confundiera nuestros sentidos. Pero luego, de vacaciones por los pueblos de la montaña, veíamos a los auténticos vaqueros leoneses con su boina y su camisa a cuadros y todos llevaban pantalones de pana para manejarse en los trabajos. Ni siguiera los vaqueros de verdad se vestían con nuestros vaqueros colegiales, en el colmo de los colmos.
De niños jamás hubiéramos pensado que los vaqueros del Far West se dedicaran a criar ganado o a conducirlo por las praderas. Nosotros les veíamos siempre en el salón, medio borrachos, jugándose los dólares al póker o tanteando a las prostitutas del piso superior. O liándose a tiros por cualquier cosa tonta o cualquier venganza razonable. Les sorprendíamos siempre en el ocio de beber o de disparar, pero nunca en sus quehaceres de la jornada laboral. Más allá de los asesinos, del sheriff, del médico borrachín y del camarero que servía la zarzaparrilla, los demás personajes se dedicaban a actividades económicas que en realidad nos importaban un pimiento. Estaba claro que alguien construía las casas o limpiaba la mierda de los caballos, pero esos subalternos nunca salían en las tramas.
Supongo que en el algún momento de nuestra infancia vimos “Río Rojo” o alguna película parecida y caímos en la cuenta etimológica: “¡Claro! Se llaman vaqueros porque trajinan con vacas...”. Luego, de adolescentes, empezamos a sospechar que es posible que también se las trajinaran, en esas largas marchas sin mujeres camino de Abilene.
Oppenheimer: el dilema de la bomba atómica
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No iré a los cines a ver “Oppenheimer”, la película de Christopher Nolan. La última vez que pisé una sala fue hace tres años, para despedir la saga de Star Wars en compañía de mi hijo. Los Rodríguez de la Tierra asistían al desenlace final de los Skywalker de las galaxias, con los que están misteriosa y secretamente hermanados. Yo, además, con aquella cita ineludible y ritual, cerraba el círculo que se inició cuando de niño quedé boquiabierto ante la nave consular de la princesa Leia y el destructor imperial que la perseguía.
A los cines ya no se puede ir porque se han convertido en el foro de Roma con teléfonos móviles: todo son parloteos, voces, alarmas, bips bips de las alertas... Carcajadas, exabruptos, actividad cinética incesante... Ya no existe la oscuridad que antes te abrigaba y embotaba los sentidos, dirigiéndolos al único faro que alumbraba la caverna. Ahora hay cien resplandores encendidos a tu alrededor, tantos como espectadores que ya no distinguen el salón de su casa del salón de su comunidad. No es que antes los cines fueran precisamente del club Diógenes de Mycroft Holmes, pero bueno, se podía sobrevivir en según qué sesiones escogidas. Ahora los infectados ya pululan en todos los horarios programados como en una película de terror que multiplica los zombies sin parar.
Esperaré, como siempre, a que “Oppenheimer” esté disponible en la red gracias a los buenos samaritanos que la vierten en calidad cojonuda y luego la subtitulan con mucho acierto filológico. La disfrutaré en mi salón, a mis anchas, en el sofá que ya es como mi trono, con la doble ventana que me protege de los motos y bólidos de mis amados vecinos de La Pedanía.
Mientras espero, para ir abriendo boca, un amigo me recomendó este documental que andan echando por Movistar +. Lo presenta, curiosamente, el mismo Christopher Nolan, que ahora será un experto mundial en Robert Oppenheimer con tanto documentarse para rodar la película. Un bicho raro. El señor Oppenheimer, digo. Bueno, Nolan igual... Cuando hagan su biopic también habrá que agarrarse los machos.