Crónica de un amor efímero

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Cuando los franceses hablan de amor en sus películas toca guardar silencio, abrir bien los oídos y tomar apuntes en el cuaderno de las tapas rosas. Ahí es donde yo voy acumulando sabidurías para usarlas cuando se presenta una señorita dispuesta a corresponder. Como uno es poco resultón y además poco resuelto para estos menesteres, entre una y otra suelen transcurrir muchos meses de crudo invierno, así que viendo cine francés voy adquiriendo una filosofía de la razón práctica que viene muy bien para no pisar charcos cuando llueve en primavera.

Los franceses, a fuerza de follar más que nadie -¿y si la Torre Eiffel fuera en realidad un polo emisor de magnetismos feromónicos?- han desarrollado todo un corpus doctoral sobre el amor y el desamor. En esos asuntos capitales ellos son nuestros maestros enciclopedistas. Cualquier duda sobre los celos, el cortejo, el poliamor, la separación, el amor libre o el vínculo matrimonial, puede resolverse en alguna conversación de su vasta filmografía. En eso, “Crónica de un amor efímero” es una película que parece dirigida por el mismísimo maestro Rohmer, aquel apolítico de derechas que decidió hablar solo de lo que ocurría justo antes y después de los coitos. 

Yo estaba -ya digo- muy predispuesto a tomar notas de esta historia entre Charlotte y Simon, ella recién divorciada y él conculcador de su matrimonio. Parisinos modernos que reciben el bip, bip, bip de la Torre Eiffel para pasárselo en grande jurando que jamás se enamorarán. El problema es que es una relación inverosímil, asesinada desde el principio por un casting disparatado. Ella, Charlotte, no es una mujer especialmente guapa, pero tiene un algo encantador e irresistible. Es alta, rubia, con la piel blanca y pecosa de las mujeres escandinavas. Carece de prejuicios sexuales y es más lista que el hambre de los lobos. Expuesta en Tinder arrasaría cantidubi entre el personal. Él, en cambio, como san Andrés, tiene cara de bobo y lo es. No tiene ni medio polvo y es bajito y cabezón. Pierde pelo y tarda siglos en desnudarse, acobardado por las circunstancias. En Tinder solo le acecharían las cincuentonas católicas y las mujeres con 25 dioptrías y muy despistadas. Lo digo por experiencia.





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Río Bravo

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Los muy cafeteros del western -y los muy cinéfilos que nunca se atreven a señalar al emperador desnudo- van diciendo por ahí que “Río Bravo” es una obra maestra del género y tal cual. No les hagan ni puto caso. “Río Bravo” es una película demasiado larga y demasiado tonta. Yo diría que en realidad es una reunión de varios amigos que estaban de vacaciones en Hollywood, y que Howard Hawks, en lugar de sacar la cámara Súper 8 de las intimidades, decidió aprovechar la francachela para rodar un muy largo largometraje. 

- Ya que estamos todos juntos -debió de pensar- nos ponemos unas ropas, levantamos unos decorados, y mira tú, ya tenemos una película para estrenar el próximo año. Tú dices: “Desenfunda, Billy”, y  tú le respondes: “Ni pensarlo, forastero”, y ya tenemos un guion para que los productores pongan algo de pasta.

El aire de “Río Bravo” es eso, familiar, distendido, como de barbacoa de los domingos. Se supone que aquí todo el mundo está jugándose el pellejo, a punto de ser mordido fatalmente por una bala, y sin embargo reinan los chistes y las borracheras, y sobre todo muchos coqueteos con la única mujer guapa a esta orilla del río Bravo, que es otro río perteneciente a la cuenca hidrográfica de Texas y estados aledaños, tan manejada al dedillo por Howard Hawks en su ancha filmografía. 

“Río Bravo” se salva de la condena porque en ella se respira autenticidad y buen rollo. Es lo que tiene que nadie actúe de verdad ante la cámara. John Wayne -al que mi padre siempre cristianizó como Jon Baine- hace de John Wayne y lo hace estupendamente. Cada vez que termino de ver una de sus películas y me incorporo del sofá, siento que durante un rato camino como él, imitando sus andares sin querer: esa desenvoltura de tipo curtido en mil batallas que a mí no me pega nada con la personalidad, y que se desvanece a los diez pasos de transitar por las calles de La Pedanía. John Wayne era un carca y un fascista, pero joder, era John Wayne, y cuando sale en pantalla es como un agujero negro con sombrero cuántico que captura todas las miradas.




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Annie Hall

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Alvy Singer habla con los espectadores en la escena inicial:

“¿Conocen este chiste? Dos señoras de edad están en un hotel de alta montaña. Y dice una: “¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!” Y comenta la otra: “Sí, y además las raciones son tan pequeñas”. Pues básicamente así es como me parece la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza... Y sin embargo, se acaba demasiado deprisa”.


En la librería, con Annie, comprando libros sobre la muerte:

Alvy: Tengo una visión muy pesimista de la vida. Si vamos a salir juntos debes conocerme. Yo creo que la vida está dividida en lo horrible y lo miserable. En esas dos categorías... Lo horrible son los enfermos incurables, los ciegos, los lisiados... No sé cómo pueden soportar la vida. Me parece asombroso. Y los miserables somos todos los demás. Así que al pasar por la vida deberíamos dar gracias por ser miserables. Por tener la suerte de ser miserables.


Psiquiatra: ¿Hacen el amor con frecuencia?
Alvy: Casi nunca, tal vez tres veces por semana.
Annie: Constantemente, unas tres veces a la semana.


Annie y Alvy se despiden más allá del ventanal de la cafetería:

Alvy [voz en off]: Fue magnífico volver a ver a Annie. Me di cuenta de lo maravillosa que era, y de lo divertido que era tratarla. Y recordé aquel viejo chiste, aquél, aquél del tipo que va al psiquiatra y le dice: “Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina”.  Y el doctor responde: “¿Pues por qué no lo mete en un manicomio?” Y el tipo le dice: “Lo haría, pero necesito los huevos”. Pues eso, más o menos, eso es lo que pienso sobre las relaciones humanas: son totalmente irracionales, y locas, y absurdas, pero supongo que continuamos manteniéndolas porque, la mayoría, necesitamos los huevos.

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Siento la necesidad imperiosa de reencontrarse con "Annie Hall" cada dos o tres años, en soledad o en compañía. Y me da igual lo que diga el Santo Oficio de las Moradas Indignadas. "Annie Hall" , en los que a mí respecta, es una obra maestra que no conoce el desgaste del tiempo, ni de la maledicencia. Una de las diez películas que me llevaré a la isla desierta cuando las irenes y las iones me conmuten la quema en la hoguera por el destierro de por vida.





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Doctor en Alaska. Temporada 1

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En 1999, nueve años después de que el doctor Fleischman se afincara en Alaska contra su voluntad, yo me afinqué por voluntad propia en estos pagos también perdidos de La Pedanía, tras pedir plaza en el concurso de traslados. Iba a ser un destino transitorio, una estación de paso a la espera de regresar a mi patria de León, como Fleischman esperaba regresar lo antes posible a su guarida de Nueva York. Y ya ves tú, el destino, cómo me la tenía reservada...

La sensación que tuve al aterrizar aquí fue muy parecida a la que tuvo el doctor Fleischman en el primer episodio de la serie, al descubrir Cicely a la vuelta de un recodo: saberse de pronto en el culo del mundo. Un entorno de gran belleza natural, sí, pero poblado de gentes muy ajenas a la idiosincrasia personal. Un mundo endogámico y particular, casi impenetrable, centrado sobre todo en la cosa agropecuaria, en el bricolaje hogareño y en el trasiego de alcoholes en los bares repartidos por el pueblo. 

Si el doctor Fleischman camina por los senderos de Alaska con un palo de golf porque echa de menos la vida civilizada de Nueva York, yo, por La Pedanía, en esta 24ª temporada de mis andanzas -porque mi serie nunca fue cancelada por culpa de una enfermedad o de un nuevo traslado- sigo yendo por ahí con un libro en la mochila por si me paro en un parque o en la terraza de un bar. Y un libro, en La Pedanía, es un artilugio tan estrambótico y tan fuera de contexto como un palo de golf entre las montañas y la taiga.

Hay, por supuesto, muchas diferencias entre el doctor en Alaska y el maestro en La Pedanía. Y en casi todas salgo perdiendo... Aquí, por ejemplo, no hay avionetas que piloten señoritas tan guapas como  Maggie O’Connell. Y mi clima, sin duda, es mucho más insoportable que el de Alaska. La Pedanía es un trozo de trópico que algún conquistador trajo de África o de Sudamérica y ya nunca más quiso devolver. Ýo hubiera preferido el exilio casi polar del doctor Fleichsman, entre fríos y nieves, abetos y osos grizzlies, para vivir como un semi-ermitaño en una cabaña de madera.



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Lágrimas negras

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Está visto que hay hombres que no se conforman con mujeres como Elena Anaya. Necesitan emociones fuertes y experiencias intensas. Enredarse con locas, incluso, para poner a prueba su nivel de testosterona. Están los tiburones del mar, los tiburones de la Bolsa y los tiburones del amor, y todos ellos se ahogan si se detienen. El misterio es que haya mujeres que vean venir al tiburón y lejos de huir se lancen a sus fauces. Eso también pasaba en “Norubit”, la película dirigida por Nevets Grebleips que era el mundo oceánico al revés.

“Lágrimas negras” gira alrededor de la locura diagnosticada que sufre el personaje de Ariadna Gil, pero el personaje de Fele Martínez, con sus fálicos devaneos, también manifiesta algún trastorno muy incapacitante recogido en el DSM_V. El tipo parecía una mosquita muerta, ya ves tú, y en un segundo de despiste ya lo tienes encamado con Ariadna Gil, y con Elena Anaya en el contestador pidiéndole que vuelva. Hay tipos con suerte, sí, y personajes muy mal escritos, inverosímiles de verdad. Fele no da el tipo ni de coña. Para eso pon a José Coronado o a Javier Bardem, que además tendrían una tercera amante escondida por París.

De todos modos, yo entiendo  al personaje de Fele. Once upon a time yo también me dejé arrastrar por una mujer que estaba loca de atar, aunque no estuviera diagnosticada. El pene del Homo sapiens encuentra razones que la propia razón no sabe combatir. No hay nada de sapiens en sus arrebatos, y sí mucho de erectus. Recuerdo a Jerry Seinfeld echando una partida de ajedrez contra sí mismo: a un lado, disfrazado de pene, y al otro, disfrazado de cerebro. Y el cerebro, claro, sucumbía sin plantear mucha batalla. Jaque mate en tres.

El ser humano posee un cerebro demasiado complejo, y por tanto ineficaz. Contradictorio para las cuestiones que no sean puramente tecnológicas o del mero sobrevivir. Hay exceso de cableado. Podríamos funcionar con mucho menos, pero la evolución prefirió tirar la casa por la ventana. Y claro: se producen “cruces de cables”, y cortocircuitos, chisporroteos. Hay muchas mujeres locas y muchos hombres desnortados. Y viceversa.




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Amélie

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Este verano fui a París, entre otras cosas, a seguir el rastro de Amélie Poulain. Visitar su barrio era para mí tan importante como visitar la Torre Eiffel o el Museo del Louvre. Quizá más. Para ver la torre me empujó la obligación, y para ver el museo, la curiosidad. Y para ver París en general, el deber de conocer. Todo fue celebrado como se merecía, haciendo honor a su fama y a la admiración de otros viajeros. Pero para visitar Montmartre -el barrio donde Amélie impartía el bien sobre los justos y el mal sobre los canallas- me llevó en volandas la devoción del cinéfilo, que es el combustible más poderoso y ecológico que me mueve.

Subí a Montmartre caminando desde el hotel, por los bulevares y por las plazas, y al llegar a la altura de la Gare de l’Est, la estación donde Amélie y ese tontaina con suerte jugaban con el fotomatón, sentí que el corazón, como en los relatos cursis, aceleraba sus latidos. Al cruzar un paso de cebra se corrió un velo muy fino y me descubrí  en el Montmartre real después de tanto contemplar el Montmartre hecho de 625 líneas de definición, o de millones de píxeles modernísimos. 

Ante un monumento histórico o un cuadro excepcional puedo experimentar sorpresa y entusiasmo; la emoción cateta del hombre poco viajado que descubre las cosas que siempre vio en los libros o en las pantallas. Pero ante el Café des Deux Moulins quedé completamente desarmado, con cara de idiota enamorado. Un minuto antes, porque está muy cerca, yo contemplaba la famosa estampa del  “Moulin Rouge” sin que ningún pajarillo aleteara en mi estómago. 

– Anda, mira, el “Moulin Rouge”... – me dije, y saqué las fotos a toda prisa porque ya me urgía recorrer los últimos metros que me separaban del café. Allí, ya digo, me paralicé. Hice varias fotos desde la otra acera y ya repuesto crucé la calle para asomar la cabeza por dentro, muerto de curiosidad. Detrás de la barra, una foto de  mi Amélie ilustra  a los despistados. 

Al final no entré porque la clavada que se anunciaba en la carta también era de las que atraviesan el corazón. Como los amores imposibles, y la ensoñación de los fantasmas. 





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Sisu

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Finlandia es un mito dentro de la comunidad educativa a la que pertenezco. Algo así como la Tierra Prometida donde atan los ordenadores con longaniza y el profesorado lo mismo recita la lista de los reyes nórdicos que realiza experimentos en el laboratorio para chavales listísimos -y casi todos rubios- de cuatro años o incluso menos. 

Por desgracia, aquí no hay cojones. Y aunque los hubiera, cualquier gobierno que destinara a educación el mismo porcentaje del PIB sería crucificado por la prensa conservadora y los telediarios del mediodía.  Ana Rosa Quintana y Susana Griso -joder, Susana, con lo guapa que eres- les dirían a las marujas que nos gobierna una pandilla de radicales bolivarianos. Para educar a nuestros niños ya están las monjitas, coño, y los simpáticos curas, y si prefieres tirar por lo laico, los centros internacionales donde se aprende a llamar a la criada en muchos idiomas diferentes.

Finlandia es el país en el que yo tengo decidido jubilarme. No me arredra el clima polar ni las escasas horas de sol. Ya estoy muy harto de los calores de La Pedanía, y el sol, en invierno, pues mira: qué más da. Una buena cabaña, una guapa finlandesa y una buena conexión a internet para seguir la liga de fútbol, y por mí como si cae la noche eterna sobre Helsinki, o sobre Laponia. Lo que pasa es que me han dicho que Finlandia es la hostia de cara, y con mi escasa jubilación no me daría ni para comprar el tejado de la cabañita. Y así, claro, te mueres de frío, y ninguna finlandesa vendría a rellenar este regazo mío del Mediterráneo.

Finlandia es un país inhóspito pero altamente civilizado. Son muy pocos y están muy bien organizados. No sé muy bien cómo se las han apañado, pero han repelido intentos de invasión de todos los colores: tropas zaristas, ejércitos rojos, nazis acorazados... Todos se han ido con el rabo entre las piernas. Y de eso va -que ya se me terminando el folio- “Sisu”: de un Rambo finlandés que se carga a tropecientos nazis en lo que no es más que un cómic filmado. Un puro cachondeo. Un divertimento de verano que transcurre en los helados páramos de Laponia, regados con borbotones y borbotones de sangre invasora.






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La fiera de mi niña

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Es ahora, en las vacaciones de verano, cuando muchos progenitores no gestantes y sí gestantes están descubriendo que sus niñas -y sus niños, y sus niñes- son unas fieras indomables. Como el leopardo que sale en la película. Mejor dicho: el segundo leopardo, porque el primero, Baby, es como un gato amoroso con manchitas circulares.

Sucede que durante el curso las bestias ferinas permanecen ocultas porque están en el colegio o enredadas en las mil y una actividades extraescolares. En invierno, la estructura familiar sobrevive gracias a que sus miembros interactúan muy poco entre sí y se ahorran las fricciones más desesperantes del día. Pero cautivos en casa, sin un aula o un tatami donde poder desfogar las malevolencias, los chavales de ahora dan po'l culo mucho más que los chavales de antaño, que nos conformábamos con un tebeo o con un madelman para entretener las tardes muertas del verano.

Pero me estoy yendo del tema... “La fiera de mi niña” no es una película sobre el culto al rey Herodes en la canícula del verano. Va de un paleontólogo con gafas que vivía feliz en su rutina hasta que conoció a una pelirroja caótica que se lo puso todo del revés. Con lo de “pelirroja” y “caótica” sé que he construido una figura literaria que repite dos veces el mismo concepto... Se llamaba... Da igual.  Quiero decir que las pelirrojas como Susan Vance lo van abrasando todo a su paso, con ese cabello fueguino que es como una antorcha prestada por los dioses. Una bendición para abrirse camino por la vida, pero una maldición ecológica que lo quema todo a su paso. Y yo sé bien de lo que hablo... Y eso que mi contraria no era pelirroja natural, sino que se teñía; pero es como si el tinte, a través de los folículos capilares, se filtrara en su torrente sanguíneo para convertirla en una pelirroja de verdad: volcánica, impresivible, hipersexualizada pero fatal. Y peligrosa.

Qué atractiva era Katherine Hepburn... No pasan las modas por ella. Yo que no tengo un fenotipo ideal diría que ella era mi fenotipo ideal: la pelirrojez, la esbeltura, el pechamen apenas adivinado... El rosto afilado, los ojos rasgados, la expresión indudable de ser más lista que el hambre de los leopardos en la selva. 



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