Carlos Pumares

Carlos Pumares era de derechas en lo político y conservador en lo cinéfilo. Nada que se hubiera rodado después de 1980 le complacía. Pero hoy, cuando me he enterado de su muerte, se me ha roto una venita. Porque a Pumares le debo gran parte de esta cinefilia que nunca me abandonó. En los mejores momentos el cine es la celebración de mi vida; en los peores, mi sustento emocional. 

Yo mamé la cinefilia porque mis padres eran muy aficionados. En mi casa las películas eran tan sagradas que no se podían ver mientras se cenaba. Y eso, quieras o no, te marca. Mi padre, además, trabajaba en un cine, y aquella platea gigantesca, gratuita para los familiares, era el huerto a la fresca donde la familia pasaba el verano, y también el cineclub calentito donde se curaban las heladas.

De todos modos, mi cinefilia se pudo haber perdido en la adolescencia si no fuera porque en Antena 3 radio, después de José María García, venía Carlos Pumares con su “Polvo de estrellas”. Y como yo era un estudiante de lento razonar y método horroroso, que se quedaba hasta las tantas despierto con los libros, a partir de la una y media dividía la atención entre las asignaturas estúpidas y las clases de cine que Pumares impartía con su pedagogía tan poco académica y gritona.

Pumares era un tipo imprevisible, muy poco complaciente con el oyente, que hacía el programa que le daba la gana porque los dueños se lo permitían y porque solo tenía un patrocinador -El Corte Inglés- que allí anunciaba los estrenos en VHS. La guerra de Pumares contra sus propios oyentes, pelmazos y descarados, convirtió el programa en un talking-show con el que solías partirte el culo de risa. Ahí empezó la época del descojone, pero también la decadencia del programa.

La magia duró, en todo caso, los años decisivos de mi formación. Pumares sería un bufón y un hombre de derechas, pero te contagiaba su pasión casi eucarística por el cine. En el instituto nunca tuvimos un profesor Keating que nos hiciera amar la literatura, pero tuvimos, al menos, aunque fuera por las ondas hertzianas, uno que nos hizo amar las películas hasta el fin de nuestros días.

Gracias por ello, don Carlos.






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Futurama. Temporada 11

🌟🌟🌟🌟 


1 En el año 3023 ya podrán verse todas las series de la tele habidas y por haber. La tecnología del futuro, indistinguible de la magia, nos las chutará directamente en las neuronas aun a riesgo de volvernos locos. O tan tontos como Fry... Pero da igual: las habremos visto, y ya podremos participar en todas las tertulias sin miedo a sentirnos marginados.

2. En el futuro, los bitcoins seguirán siendo una estafa financiera, pero la gente ya estará más prevenida y nadie le hará caso al tatatatataranieto de Matt Damon cuando salga en un anuncio tratando de engatusarnos. Hay que tener mucho morro, Matt, jolín.

3. Amazon ya no se llamará así, sino Mamazon, pero para el caso patatas. En el año 3023, el almacén central se expandirá sin control gracias a la nanotecnología de su propia estructura arquitectónica, y se hará más grande que el propio planeta, y que el Sistema Solar, y ya finalmente que el Universo entero, conteniéndolo bajo su infinita esfera de reparto a domicilio. Mamazon será una empresa tan inmensa, tan inabordable, que se convertirá en el mismísimo Dios Todopoderoso y ya nunca más volveremos a saber de ella.

4. Papa Noel será sustituido por una recreación robótica, regida por la Inteligencia Artificial. El 24 de diciembre del año 3023, Papa Noel 2.0 se chalará como se chaló HAL 9000 a bordo de la Discovery 1, y en vez de repartir regalos hará matanzas entre los niños buenos que dormían en sus camitas, esperando su llegada. Ho, ho, ho!!!

5. Las pandemias serán una noticia habitual en el telediario, sin tanta trascendencia como ahora. Entre que viviremos en un basurero global y que ya habremos entrado en contacto con seres de otros planetas, aviados estamos. Los extraterrestres serán seres macroscópicos que traerán sus propios virus o generarán zoonosis sin cuento. Nosotros mismos inundaremos los planetas cercanos con nuestras enfermedades, como hizo Cristóbal Colón en América. 

6. En el año 3023, gracias la nanotecnología y a la mecánica cuántica, recrearemos universos en miniatura idénticos al nuestro. Habrá un miniyó viviendo dentro de una cabeza de alfiler. Nos sentiremos dioses creadores, pero poco después descubriremos que somos el miniyó de otro superyó que nos observa.





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París, distrito 13

🌟🌟🌟🌟


Ser joven, ser guapo y vivir en París es ganar el Premio Gordo en la lotería de la sexualidad. La fórmula perfecta para vivir de cama en cama y de flor en flor. Cuando en la Ciudad del Amor se juntan la belleza del cuerpo y el esplendor en la hierba, pasan cosas tan epicúreas como las que suceden en “París, distrito 13”, que en el vernáculo francés se titula “Les Olympiades”. 

Les Olympiades es un barrio modesto, alejado del centro de la ciudad, pero el influjo erótico de París llega hasta el último confín de su ayuntamiento. De sus ayuntamientos... A veces, cuando sopla el viento del Norte, el perfume de París trasciende los límites administrativos y se expande por el resto de la nación, llegando incluso a traspasar los Pirineos en días muy festivos y señalados. Es la ola del amor, que a veces coincide con la ola del calor. Cuando ambas se juntan todo es sudor y dificultad para dormir. No son los niños los que vienen de París, sino el influjo de procrearlos. O de fingir que se procrean.

En el prólogo de “Justine”, Lawrence Durrell rescataba una famosa frase del abuelo Sigmund: “Todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas”. Y aquí, en la película de Jacques Audiard, se entremezclan tantos cuerpos sucesivos o paralelos a la hora de follar, digitales o carnales, que la cifra se nos queda muy corta para explicar la cacofonía de órganos y sentimientos.

Michel Houellebecq afirmaba en una novela -también ambientada en París- que en todas la relaciones serias hay que acostarse la primera noche. Y yo lo suscribo. Pero eso no quiere decir que acostarse la primera noche signifique tener ya una relación seria. El tiempo dirá... Y de eso va, por ir resumiendo, “París, distrito 13”: de una pareja de jovenzuelos que la primera noche descubren algo diferente a todo lo anterior, pero no aciertan a definirlo porque están acostumbrados a que el sexo es como las fiestas de los amigos: hoy en tu casa, mañana en la mía y pasado a saber dónde.




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Al filo del mañana

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Quién tuviera, ay, el poder de volver atrás en el tiempo, una y otra vez, hasta deshacer el error que nos condenó. Dormirse tras la jornada aciaga y despertar de nuevo en el mismo día, sin avanzar ni un minuto en el calendario. Como hace Tom Cruise en la película cada vez que muere en la batalla. 

Quién pudiera replantearse la decisión, la conversación, el itinerario. La llamada indebida. El exabrupto idiota. Decidir, quizá, no levantarse. Pero ya de levantarse, tomar aire veinte segundos antes de tropezar con la misma piedra. No volver a decir lo que se dijo, ni hacer lo que se hizo. Rectificar diciendo la verdad o contando una mentira. O no decir nada. O no hacer nada. Seguir siendo uno mismo o traicionarse: da igual. Lo que sea necesario para llegar a un arreglo. Cualquier cosa para llegar al final del día con la conciencia apaciguada, y el destino reencaminado. Recuperar una batalla que ya dábamos por perdida en mitad de la guerra.

Pero para eso, ay, habría que ser un superhéroe de la Marvel, o un semidiós con el talón de Aquiles vulnerable. O como en la película: bañarse en la sangre de un extraterrestre asesino capaz de hacer semejantes proezas. O sea, que nada, a seguir tirando, como humildes mortales, esclavizados por nuestro carácter y por nuestro infortunio. Dar por perdido lo que se perdió y seguir remando. Qué poco heroico, la verdad, y qué poco peliculero. Insuficiente para una producción de Tom Cruise salvando al mundo de nuevo. 

Al mundo civilizado, claro, porque España, en los mapas del alto mando -que me he fijado en una de las escenas- aparece ninguneada: ni invadida por los extraterrestres ni recuperada por los humanos. Nada: un baldío, un terreno sin valor estratégico. Un desierto político y demográfico. O un desierto, directamente. Dentro de nada aquí ya solo quedarán las lagartijas y las víboras. Hará tanto calor que ni siquiera los extraterrestres posarán sus naves para extraer minerales del subsuelo. Por eso la batalla final se desarrolla en el Louvre y no en el Museo del Prado. ¿Prado? ¿Qué prado? Dentro de poco ya no habrá ni hierba. 





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El guerrero nº 13

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En la tradición católica, cualquier empresa que reúna a 13 personas alrededor de una mesa nace con el estigma de la mala suerte. La culpa es de Judas Iscariote, que chafó la Última Cena de Jesús con su evangélica traición; o que le otorgó pleno sentido, según se mire, porque sin su intervención no hubiera realmente sido la última cena. 

Para los vikingos, sin embargo, que vivieron muchos siglos sin ser bautizados, el número 13 era el que recomendaban los augures más prestigiosos para acometer cualquier empresa de las suyas: saquear costas, o descubrir Norteamérica, o enfrentarse a unos subhumanos drogadictos con la ayuda de Ahmad ibn Fadlan ibn al-‘Abbasibn Rashid ibn Hammad, también conocido por Antonio Banderas el Malacitano.

Y es que ellos, los vikingos, son tan distintos a nosotros, las gentes del Mediterráneo... Ni en el número 13 nos ponemos de acuerdo. Sontan superiores en lo fenotípico y tan avanzados en lo social... Da gusto verlos, o visitarlos. Ellos nos ponen verdes de envidia y ellas nos sonrojan con su presencia. Nos ponen verdes y rojos como a tomates. Y sin embargo, hasta comienzos del siglo XX, las sociedades nórdicas eran las más pobres de Europa: rústicas, beodas, congeladas. Lo aprendimos viendo “Pelle el conquistador”. Luego descendió sobre ellos el monolito de Kubrick y alumbraron el Estado del Bienestar y el regalo de la socialdemocracia. Y así siguen, yendo treinta años por delante de nosotros en casi todo. Dice el gilipollas de turno: “Sí, pero hay muchos suicidios en Estocolmo...”. Bueno: aquí directamente nos matan por falta de asistencia. 

Yo estaba convencido, no sé por qué, de que en “El guerrero nº13” salía Sean Connery como jefe del comando vikingo. Una idea absurda, como luego se demostró. Una “inception” de origen desconocido. Nuestro Antonio no es secundario de nadie en esta aventura que podría haberse titulado sin rubor “Los trece samuráis”. Hay mucho del clásico de Kurosawa en esta historia del pueblo aterrado y los guerreros venidos para protegerlo. “El guerrero nº13” es una película más corta, más bestia, más mala también. Dicen los que saben que lleva cortes de metraje como tajos de cimitarra, o como mandobles de espadón.





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La mujer del año

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Katharine Hepburn fue capitana general en la segunda oleada del feminismo. Ella era hija de una sufragista que combatió en la I Guerra Mundial de las Mujeres, así que lo llevaba en los genes y luego se lo inculcaron en el hogar. Parece una bobada, pero en los años 40, Katharine Hepburn puso de moda los pantalones entre el sexo femenino, tal era su fama y su ascendiente. Se apuntaba a marchas, a discursos, a todo tipo de protestas que sirvieran para alcanzar derechos y justicias. Dicen que era bisexual y que la prensa no soltó prenda porque estaba muy bien pagada por los estudios de Hollywood. 

Katharine era guapa, inteligente, angulosa, con un carácter volcánico que casi le cuesta la carrera. Una pelirroja fueguina... De joven se pasó dos años sin salir de la cama de Howard Hugues, el aviador millonario con el que aprendió a volar sobre las sábanas y a pilotar aviones sobre las llanuras. Cuando Hugues se volvió majareta, nadie hubiese apostado un dólar a que Katharine Hepburn le abandonaría por un católico machista y borrachín, casado para siempre con su señora. El colmo de los colmos para una feminista... Pero así fue. Spencer Tracy era un hombre temeroso de Dios que prefería traicionar su matrimonio antes que disolverlo. Y como no soy muy ducho en cuestiones teológicas, no sé cuál de los dos pecados es el más tremebundo a ojos de Yahvé. Quiero creer que don Spencer sabía lo que se hacía,y que doña Katharine, que ya interpretó para siempre ese papel de amante subalterna, contradiciendo sus mensajes públicos de empoderamiento, también.

Igual que Humphrey Bogart y Lauren Bacall se enamoraron en vivo y en directo mientras rodaban “Tener y no tener”, Spencer Tracy y Katharine Hepburn se enamoraron ante las cámaras mientras compartian sus escenas de “La mujer del año”, que fue la primera de las nueve películas que rodaron juntos. En las escenas se nota que se sonríen de un modo especial y que los ojos -infantiles los de él, felinos los de ella- se dicen más cosas de las que vienen en el guion. Guarrindongadas, incluso.




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Citas Barcelona

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Salvo en la historia de los sexagenarios y la otra de los aspergers -porque todo el mundo quiere follar y está en su perfecto derecho- en “Citas Barcelona” todos los protagonistas son guays, enrollados, de muy follables para arriba. Aquí el que no es guapo es la mar de simpático o de sensible, y la que no está buena está superbuena y también es la reina de la sonrisa. Nos movemos en la clase alta de las citas por Tinder. Porque sí, queridos amigos, y queridas amigas: en esto, como en todo, también hay clases sociales. Están los que follan cada fin de semana y los que nunca se jalan una rosca. Es el liberalismo económico llevado al terreno de lo sexual, como decía Michel Houellebecq. 

Sea como sea, en Barcelona está claro que Tinder funciona. No es como en la España Vacía, o Vaciada, donde vivimos los envidiosos de las dinámicas urbanitas. En Barcelona hay una masa crítica de casi dos millones de habitantes, así que no es complicado encontrar un alma gemela dispuesta a follar por una noche o por una vida. La competencia también es mucha, eso es verdad, proporcional a las oportunidades, pero allí la gente no tiene miedo de conectar y eso crea un flujo muy positivo en el que incluso los gammas y los épsilons encuentran su nicho en el amor. Esa serie no la van a rodar nunca, pero estaría cojonudo que la rodaran: “Citas Barcelona: 3ª División”. Saldrían actores más feos, y actrices más gordas, pero nos identificaríamos mucho más.

“Citas Barcelona” es la tercera temporada de “Cites”, pero la han llamado así porque transcurre en Barcelona y es como un reboot tras siete años de parón. Yo, por desconocimiento, he empezado la serie por aquí mientras veía, en el canal local, “Citas Ponferrada”, que es la versión comarcal del asunto. De momento sólo hay dos episodios, y los dos los protagoniza la única mujer que ha puesto su foto verdadera en el perfil, y no un tiesto, o una gaviota, o un bonito atardecer. Es la única mujer con la que se atreven a quedar los ponferradinos por miedo a encontrarse con un callo malayo. ("¿Citas Malasia...?"). Ya están rodando el tercer episodio y creo que la actriz repite en el papel. 




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Gattaca

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El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo. 

La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias. 

Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.

“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.



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