Puan

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La filosofía no sirve para nada. Es pura palabrería. Se estudia filosofía para ser profesor de filosofía y nada más. Es un círculo vicioso. Un modus vivendi. Sólo atrae a los alicaídos y a los soñadores. Al que le pela la filosofía pues eso, se la pela. Nada va a entrar en su mollera. El 90% de los alumnos son piedras impermeables al agua, y el otro 10%, el que se hace las grandes preguntas, termina confundido y mareado. Porque las respuestas están en la ciencia, y no en los filósofos. 

Descartes, Platón, Kant, Spinoza... Nadie se salva. En el fondo no dicen más que majaderías. Pero no es culpa suya: ellos no tenían ni idea de lo que era un gen, una sinapsis, un hombre venido del mono... Un libro de ciencia del siglo XXI vale más que todo Aristóteles recopilado. Los filósofos se distinguen muy poco de los predicadores. La metafísica es un campo de juego en el que todo vale. Se puede afirmar cualquier cosa y se pude desdecir cualquier argumento. Todo consiste en retorcer el lenguaje. Nadie escucha ya a los filósofos, ni los instruidos ni los pelanas. Sólo si eres un filósofo tan guapo como Leonardo Sbaraglia en la película; pero por ser guapo, no por ser filósofo.

¿Sería yo, por tanto, tan salvaje como ese indeseable de Javier Milei, que ha prometido terminar con los programas educativos que no sean “productivos”? “Puan”, rodada en 2023, ya nos advierte de este majadero psicotizado. A los neoliberales les sobra cualquier persona que no sea un emprendedor o que no trabaje por cuatro dólares para un emprendedor. Vencedores y vencidos. Es una sociedad muy simple y no hay que razonar demasiado. ¿A quién cojones le importa la diferencia entre el ser y el existir cuando vives en la opulencia o chapoteas entre la mierda? La filosofía es una nadería, un ejercicio mental no más instructivo que los sudokus o que los crucigramas. Pero su estudio es el síntoma de que nuestras sociedades todavía pueden entregarse a placeres irrelevantes y epicúreos: el puro devaneo de la mente. Los sectores no productivos -hay mogollón- son los que miden la salud del sistema. Cercenarlos es reconocer que andamos muy jodidos. 





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El caso Goldman

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La verborrea revolucionaria es justa y necesaria. Mantiene vivos los ideales. Conecta a los jóvenes descarriados con las luchas de sus mayores. 

- Yo es que el movimiento obrero no lo di en el temario de la ESO...

- Pues nada, chaval, no te preocupes, que te lo explico yo.

Los chavales tienen que saber que su vida regalada se la deben a miles de trabajadores asesinados, torturados o desterrados. En los casi dos siglos que median entre las enseñanzas del abuelo Karl y la consulta gratuita con el médico hay muchos cementerios llenos de honorables. A esos hijos de puta del otro lado de las barricadas no les debemos ni los buenos días. Todo ha sido a su pesar, contra su voluntad, arrancado a hostias más o menos metafóricas.

Yo mismo soy un predicador que todavía celebra sus homilías con el “Manifiesto Comunista” en el atril. Está desfasado, pero es el evangelio original. Palabra de Karl. La doctrina, la proclama, la clase magistral... El artículo incendiario o el discurso en el Parlamento: todo eso es bienvenido. Haría falta, incluso, algo más incisivo y pedagógico. Pero pasar de las palabras a los hechos ya es otra cuestión. En las relaciones con el otro sexo (o con el mismo) es un tránsito deseable; en cuestiones políticas ya no tanto. 

Cuando coges una pistola y te lanzas a la calle -como hizo en su día Pierre Goldman- inicias la cuenta atrás de una desgracia galopante. Porque todo disparo tiene su contradisparo, todo acto su venganza, toda vesania su virulencia. No es una cuestión ética, sino práctica. ¡Al diablo el quinto mandamiento! Pero la violencia es contraproducente, temeraria, incontrolable... El aleteo de una bala en Pensilvania -o en París- puede causar un atentado terrible en la otra punta del planeta. O delante de tus putos morros. Es el efecto Trump, trasunto de aquel otro llamado llamado Mariposa. 

Las armas las cargas el diablo. Y no sólo porque se disparan con mirarlas.





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Civil War

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Hay gente en el blog -es un decir- que me pregunta si realmente veo todas las películas que comento. Y lo entiendo, porque lo más normal es que me vaya por peteneras o que aproveche para soltar la bilis bolchevique que llevo dentro. He convertido estas mierdas cinéfilas en una suerte de autobiografía más o menos encriptada, en la que muestro cosas, insinúo otras y exagero más o menos en la mitad. En Filmaffinity casi nunca admiten estos escritos porque me dicen -con razón- que nunca señalo las virtudes y los  defectos de las películas, y que por tanto no sirvo para hacer de guía en esta selva ubérrima de las ficciones. Y es verdad: no tengo alma de apóstol ni de influencer.

Juro por lo más sagrado -lo más sagrado para mí, claro- que sí veo todas las películas antes de comentarlas, pero dudo mucho que gran parte de la crítica que vive de esto, que cobra un dinero por predicar su palabra como si procediera del Espíritu Santo, pueda jurar lo mismo poniendo su mano sobre la Biblia o sobre un cómic de Mortadelo. De “Civil War”, por ejemplo, nos habían dicho que era una película sobre la tragedia estadounidense que está por venir: una radiografía de la violencia, de la polarización social, del majaretismo peligroso que puede provocar un tarado marsupial como Donald Trump. Uno esperaba, por tanto, un film político, sesudo, apaciblemente antiyanqui, en el que se analizaran derivas sociales, insidias mediáticas, mareas estratégicas... (escribo todo esto justo un día antes del autoatentado del marsupial). 

Pero no es así. Nos han engañado como a chinos comunistas. “Civil War” es una película sobre reporteros de guerra que se juegan el pellejo por obtener la foto más sangrienta en los combates. Ahora bien, ¿qué combates? Ni puta idea. Ni al espectador se lo explican ni a ellos les importa. Ellos no toman partido. Tampoco sabemos si los reporteros son unos cínicos o unos auténticos profesionales. Por lo visto me da más que lo primero. Monopolizan la película pero no me caen demasiado bien. No me interesan sus chácharas ni sus procedimientos. Yo -creo que la mayoría de los espectadores también- venía a ver otra película. 





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Sugar

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“Sugar” es la serie más rara de los últimos tiempos: es cine noir durante seis episodios y -¡ojo, spoiler!- ciencia ficción en los últimos dos. Al principio es como estar viendo “El sueño eterno” porque estás en Los Ángeles y sale un detective removiendo la mierda de los ricos que le contratan. Pero, de pronto, en un giro tan surrealista como cuestionable, “Sugar” se convierte en una versión trágica de “Man in Black” con extraterrestres que intentan pasar desapercibidos y regresar por patas -o por tentáculos- a su planeta. 

Había cosas raras en los primeros episodios y al final no eran extravagancias del guionista, sino los síntomas de una neurosis alienígena. Sucedía, simplemente, que no es fácil adaptarse a la vida en la Tierra y mucho menos infiltrarse entre los oriundos. Que me lo digan a mí, que llevo casi treinta años viviendo en el planeta Bierzo y todavía no termino de quedar bien camuflado.

“Sugar”, además, es una romántica parábola sobre la búsqueda del hombre perfecto. Del ideal platónico de las mujeres. John Sugar es como Don Draper pero sin su peligro ni su chulería. Sugar es guapo, atento y enigmático. Viste un traje italiano y siempre va perfumado y repeinado. En la serie no practica bailes de salón, pero seguro que los clava el muy jodido cuando suena el bandoneón de los porteños. Sugar ama a los perros y se compadece de los mendigos. No piropea a las señoritas. Es como si el sexo le interesara muy a largo plazo, o apenas le interesara. Ya digo que es el ideal platónico. No parece que vaya a enfadarse porque le digas que no te apetece o que te duele mucho la cabeza. Al revés: puede que hasta te lo agradezca.

Pero eso sí: si un desalmado se atreve a tocarte un pelo, Sugar lo muele a hostias en un santiamén. Es, ademas de todo lo anterior, un guardaespaldas de primera. Es un parto alienígena bien aprovechado. Posiblemente un reptiliano. Una vez tuve una novia loca que aseguraba haberse acostado con uno de su especie. Era la menor de sus locuras y nunca se la tuve muy en cuenta para quererla. Ahora comprendo que su fantasía quizá era la mayor de sus (escasas) sensateces. 




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El peregrino

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En la “Gran Enciclopedia Universal de Charles Chaplin” que tengo sobre la mesilla de noche -un tocho que uso de pisapapeles para los otros libros de la somnolencia- se explica que “El Peregrino” fue rodado en un arrebato creativo, casi deprisa y corriendo. Pues bendita prisa, queridos hermanos, y queridas herbabas. 

Chaplin, al parecer, había hecho un último intento por romper su contrato con la First National -el argumento de siempre: que no ganaba suficiente dinero, que le cortaban las alas, que a su alrededor eran todos unos inútiles- pero los dueños le contestaron que todavía les debía un último cortometraje de los nueve contratados. Chaplin ya era don Charles Chaplin en 1918, pero los contratos también eran los contratos y hay que reconocer que en eso, los americanos, siempre han sido gente muy seria y legalista.

“El peregrino” cuenta la historia de un prófugo de la cárcel que se traviste de pastor protestante para huir de la justicia. Y digo “se traviste” porque ponerse ropas de cura también implica un cambio de sexo: en este caso para el no-sexo, o para el sexo de los ángeles. O eso es al menos lo que ellos dicen, porque la rijosidad, como la vida en “Parque Jurásico”, siempre se abre camino.

De hecho, en “El peregrino”, Charlot es descubierto porque la pulsión sexual que siente por Edna Purviance le traiciona el disimulo. La de cosas que han sucedido por debajo de las sotanas a lo largo de los siglos... Para eso las llevaban, claro, no para que los feligreses les distinguieran como pastores del rebaño. Nunca les hizo falta. Recuerdo que de niño, en León, yo jugaba con mi madre a adivinar curas de paisano por la calle, sólo mirándoles la jeta, y acertábamos, o eso creíamos, en nueve de cada diez casos. Es la sublimación del instinto, decía mi madre, que siempre es imperfecta y les vuelve turbia la mirada por una mala combustión de los órganos internos. 




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Día de paga

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En los viejos cómics de Bruguera era habitual ver a la esposa de Fulano con un rodillo de amasar en ristre, esperándole tras la puerta de madrugada. Era el cliché para hacernos entender que Fulano era un vivalavirgen y que Mengana, su señora, estaba de él hasta los ovarios. También se veían muchos rodillos de amasar en las películas españolas, con la señora en bata boatiné y rulos en la cabeza, mientras el marido llegaba a las tantas medio borracho de amigotes o medio follado por las fulanas, tratando de no hacer ruido con las llaves al encajarlas en la cerradura.

Pero un día, coincidiendo con la entrada de España en el Mercado Común, el rodillo pasó a ser un signo de distinción burguesa y desapareció de las ficciones proletarias para afincarse en los programas de alta cocina que inundaron nuestras pantallas, entregado a su función primigenia de aplanar la masa muy fina de los hojaldres. Yo no había vuelto a ver un rodillo en años, quizá en décadas, hasta que hoy me he reencontrado con uno en “Día de paga”, que es un cortometraje de Chaplin rodado en 1922. Más de un siglo nos contempla ya. 

“Día de paga” es un cortometraje extraño porque lo protagoniza Charlot sin ser el vagabundo habitual. Al principio pensamos que sí porque lleva las mismas pintas y se ofrece a trabajar de peón por cuatro centavos y un bocadillo. Allí monta el Cristo habitual, hace gala de sus dotes gimnásticas y trata de conquistar -cómo no- a la hija del capataz, que es de nuevo Edna Purviance ataviada con un sombrero. Pero mediada la función descubriremos que Charlot tiene un hogar al que regresar y una esposa que aguarda impaciente su jornal. Es una situación novedosa, un paréntesis conyugal en la vida solitaria de Charlot, que siempre ha vivido en soledad por enamorarse de mujeres demasiado hermosas e inalcanzables. 

Aquí Charlot no está solo, pero es como si lo estuviera, porque es obvio que esta pareja ha perdido la chispa y la confianza. Su señora, además de gruñona -aunque gruña con razón- no se parece precisamente a Paulette Godard, y él, que dilapida los jornales con los borrachuzos de la taberna, tampoco está, la verdad, para presumir de muchas virtudes.




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Vacaciones (The idle class)

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Leo en la Gran Enciclopedia Universal sobre Charles Chaplin que “Vacaciones” se estrenó en Madrid el 28 de abril de 1924, en plena dictadura de Primo de Rivera. Quizá por eso, de motu proprio o a punta de pistola, los distribuidores españoles cambiaron el título original (“The idle class”, la clase ociosa) por este otro que no tiene nada que ver con la lucha de clases y menos todavía con el argumento que luego se ve en la pantalla.

En “The idle class" no hay ningún personaje que trabaje, ni en invierno ni en verano, y por tanto la palabra “vacaciones” carece de sentido: los de la clase ociosa porque viven de las rentas y el vagabundo Charlot porque es un viejo hidalgo que jamás se mancha las manos con ningún oficio conocido. Él vive del gorroneo, de la jeta supina, del pequeño latrocinio al vendedor de perritos calientes. Y aunque es verdad que cuando engaña a un pobre diablo el mito de Charlot se nos va un poco por el sumidero, cuando se aprovecha de esos cabronazos de la alta ociosidad a uno le sale la sonrisa malévola del bolchevique famélico pero todavía no derrotado. 

Los censores que trabajaban para Primo de Rivera -curas, guardias, chorizos y otras gentes de mal vivir- debieron de detectar en “The idle class” la burla soterrada que Charles Chaplin le dedicaba a las clases pudientes de Estados Unidos, primas hermanas de las clases pudientes que en España sostenían el régimen y reprimían el movimiento obrero repartiendo hostias a mansalva, o bayonetazos, o incluso a tiro limpio cuando era menester. Así que los lameculos disfrazaron el cortometraje de Charlot vistiéndole de sainete ligero y familiar: esos que tú ves no son explotadores que viven de puta madre a costa del sudor ajeno, sino que, ja, ja, son gente honrada que simplemente está de vacaciones y que ha alquilado un palacio con campo de golf y sirvientes con librea para desestresarse del duro trabajo en pro del ciudadano. 

¿Y Charlot?: pues eso, uno que hace charlotadas, gilipolladas, gracietas para que se rían los niños.





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The Bond (Obligaciones)

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Cuando se declaró la I Guerra Mundial, Charles Chaplin no se alistó en el ejército británico para combatir en las trincheras. Él ya vivía en Estados Unidos y empezaba a ganar mucho dinero con sus cortometrajes. Desconozco cuál era el marco legal entonces vigente, pero me imagino -porque si no hubieran enviado un pelotón para trincarle- que no tenía ninguna obligación de alistarse más allá de demostrar su compromiso con la patria. Y yo, en eso, no voy a criticarle. Si ahora mismo nos propusieran, así, voluntariamente, por amor a la bandera y a la infanta Leonor, ir a pegar tiros a los frentes de Ucrania porque están en juego los valores de la civilización occidental y bla, bla, bla, yo, la verdad, prefería seguir viendo los deportes en Movistar + y pasear a mi perrete por el monte. Me puede el pasotismo, el nihilismo, la pereza, la cobardía... Un poco de todo. Sobre todo el descreimiento proletario: no hay una sola guerra que no tenga su explicación en el beneficio empresarial que extraen cuatro hijos de la gran puta. 

Tres años después, en 1917, Estados Unidos entró en la guerra europea y ahí ya le cayeron hostias dialécticas como hogazas al bueno de don Charles. Él ya era una estrella mundial gracias al personaje de Charlot y el gobierno americano pudo haberle declarado exento por el bien del esfuerzo bélico, confiando en que sus payasadas iban a ser más beneficiosas para la soldadesca que sus disparos. Pero tal cosa no sucedió, y Chaplin, no sabemos si forzado por las críticas o avergonzado de su pasividad, decidió presentarse en la oficina de reclutamiento para ser descartado casi al instante por ser tan bajito y tan poquita cosa en realidad.

La fachosfera mediática -que entonces ya existía- hizo como que Chaplin no se había presentado y siguió atizándole por su falta de compromiso con el país que le daba de comer. Así que Chaplin, aprovechando que tenía que filmar unos cortometrajes por contrato, rodó “The Bond” -una simpática nadería que apenas dura 10’- para animar a la población a comprar bonos de guerra. Y la campaña fue todo un éxito. Chaplin, en la Gran Guerra, jamás tomó una colina, pero sí recaudó una montaña de dinero. 




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