Monty Python: Almost the Truth
Larry David. Temporada 9
Slow Horses. Temporada 1
🌟🌟🌟🌟
“Slow Horses” es la respuesta tardía, pero muy ilustrativa, a esa pregunta que siempre nos rondaba cuando veíamos las películas de James Bond: ¿y si un día la cagara?
¿Qué pasaría si nuestro James disparara al tipo equivocado o llegara tarde a pulsar el botón que detiene el lanzamiento nuclear? ¿Cómo le castigarían los del Servicio Secreto si una mala tarde se quedara acoplado a la chica Bond y se olvidara de acudir a la cita ineludible? ¿Qué cartilla le iban a leer sus superiores si descubrieran que el sexo y el alcohol ya entorpecen demasiado sus cometidos? ¿Y si un día nuestro James leyera un libro de Lenin y comprendiera que ha vivido toda su vida equivocado? ¿A qué catacumbas de la administración le enviaría M. si descubriera que ya no está para estos trotes de perseguir a los malvados?
Es verdad que los cuerpos especiales podrían matarle sin más para que no se fuera de la lengua y luego borrar todo rastro de su existencia gracias a los ordenadores y a otros asesinatos selectivos. Sería más sangriento, sí, y más injusto con su larga trayectoria profesional, pero estos cuerpos especiales es precisamente a lo que se dedican: a asesinar sin hacerse preguntas.
Eliminar a 007 le saldría incluso más económico al gobierno británico. ¿Para qué seguir pagando una pensión a quien ya puede ofrecerle tan pocas cosas a la patria? Lo que pasa es que, como dice Isabel Natividad, el comunismo está más vivo que nunca y necesitas la ayuda de estos agentes veteranos que conocen al enemigo casi desde que nació.
La respuesta a esa pregunta que llevaba años quitándonos el sueño estaba en los Slow Horses, esta sección de agentes degradados que se encargan de los trabajos menos condecorables del MI5 o del MI6: rebuscar en las basuras, hacer seguimientos rutinarios y despejar el camino del Bien para que luego vengan los agentes del doble cero a llevarse la gloria y las chavalas. Porca miseria.
Crematorio
🌟🌟🌟🌟🌟
1. El pueblo valenciano, en las últimas elecciones autonómicas, volvió a gritar "¡Vivan las "caenas"!". Lo suyo es como una tara, como una tontuna electoral. También es verdad que yo vivo en Castilla y León y no puedo hablar demasiado alto.
Los valencianos prefieren que les gobierne esta gentuza de “Crematorio” antes que la gente (más o menos) decente que vela por el equilibrio. Ése es el trasfondo fatal de la democracia: que la gente es imbécil del culo y por tanto manipulable. Si la democracia no funcionara, los constructores ya la hubieran demolido. Al votante se le puede comprar, engañar, conducir por el carril... A fin de cuentas, ganado.
Es verdad que esta gentuza dice lo mismo cuando ganan nuestros partidos, pero usted y yo sabemos que no hay punto de comparación. Cuando Vargas Llosa dice que hay que “votar bien”, se refiere a que hay que votar a políticos corruptos que sostengan a gentuza como Rubén Bertomeu y toda su puta familia.
2. En “Crematorio” no se salva nadie. Ellos son todos unos cabronazos, y ellas todas unas putas cegadas por el dinero. Sólo el personaje de Collado merece un momento de compasión, porque quién, ay, no se ha enamorado alguna vez de una prostituta que le utilizaba...
Y cuando digo prostitutas no me refiero sólo a las que viven esclavizadas y maltratadas en un burdel. Puta es un concepto muy amplio. Algunas han llegado a ser alcaldesas o presidentas de comunidad autónoma.
3. ¿He dicho que no se salva nadie en "Crematorio"? Se me olvidaba el señor Cubells, my hero, el último mohicano que defiende su casita en la playa a punta de escopeta. ¿Hasta cuándo vamos a aplazar el homenaje, la estatua de bronce erigida por suscripción popular que sin duda se merece?
4. Las feministas del año 2011, cuando se estrenó “Crematorio”, abogaban por un cine en el que a cada par de tetas en pantalla le acompañara la polla de su amante. Era lo justo y yo comulgaba con ellas. En “Crematorio” hay un par de desnudos femeninos históricos, de los que ya no volverán. Pero no hay contrapartida masculina y yo aplaudo que se quejaran. Luego vino el #MeToo y con él las feministas almorávides. Su solución fue que ya nadie se desnudara. La cosificación y todo eso... Las monjas salieron de los conventos y asaltaron la política.
The Bear. Temporada 2
🌟🌟🌟
Viendo la segunda
temporada de “The Bear” no hacía más que pensar en el colegio donde trabajo.
Una risa...
Pero antes de empezar a
repartir cera, tengo que decir que yo mismo, en el restaurante de Carmy
Berzatto, no pararía de romper platos,
traspapelar pedidos o quemar estofados en el horno. Además de funcionario
siempre he sido muy torpe con las manos. Si el pan de mis hijos -es un decir-
dependiera de trabajar en su flamante restaurante, sería mejor ir buscándoles
una inclusa o un padre sustituto. Yo sería como Coco en aquellos sketches de
“Barrio Sésamo" donde hacía de camarero incompetente. Nunca he estado para
esos ritmos. Aquí, en el colegio, nadie lo está. Pero yo, al menos, como otros
cuantos veteranos de guerra, vengo a trabajar todos los días.
Hay un chiste de Forges
en el que se ve a dos tipos en una oficina leyendo el periódico: uno tiene los
pies sobre la mesa y el otro no. La pregunta es: ¿cuál de los dos es el
funcionario interino y cuál el que tiene plaza fija? El chiste es genial, pero
no refleja del todo la realidad de este colegio: aquí serías incapaz de
distinguirlos. Aquí el chiste sería: un funcionario siempre escoge los viernes
para acompañar a un familiar al médico y otro siempre escoge los lunes para
tener unas ligeras molestias en el estómago. El objetivo, en cualquier caso, es
convertir todos los fines de semana en puentes de guardar. ¿Cuál es la maestra
interina y cuál la que aprobó la oposición? Ya digo: es imposible
distinguirlas. Las mañas de la gente más veterana se aprenden cagando leches.
Si de pronto nos reconvirtieran en un restaurante como "The Bear"
sólo podríamos abrir de martes a jueves por falta de personal.
Al final, por fortuna,
aquí no hay que cocinar a los alumnos para luego trocearlos en finas lonchas
sobre una base de alcaparras con destilado de melón indonesio. A veces basta con devolverlos sanos y salvos
a sus casas, y para eso sólo se requiere un mínimo de personal cualificado.
Ellos, y ellas, son la condición necesaria para que cualquier negocio lucrativo
o asistencial mantenga las puertas abiertas y se disimule el despropósito.
Picasso: The Beauty and the Beast
🌟🌟🌟🌟
Hace un par de años, en el Museo Madame Tussaud de Ámsterdam, mi pareja de entonces no quiso posar junto al Picasso de cera que allí taladra con la mirada a los visitantes. Es más: ni siquiera quiso comprobar si el parecido artístico seguía ajustándose al patrón de calidad europeo o si era una chapuza al estilo del Museo de Cera de Madrid, donde cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y además te la cobran doble con la entrada.
Mi compañera -vamos a llamarla Ninotchka porque era tan roja de palabra como entusiasta de la moda de París- hizo unos aspavientos muy raros al toparse con don Pablo y pegó dos zancadas de atleta olímpica para alejarse mientras musitaba en un castellano ya extinguido en los territorios de Flandes:
- Maldito maltratador, la puta que te parió...
A mí me pareció que sobreactuaba un poco, pero tampoco quise quitarle la razón moral en el asunto. Don Pablo, ciertamente, era un genio del arte, pero también un pichabrava bastante machista y desconsiderado con las mujeres (el documental, en ese asunto, aunque alguna entrevistada parece quedarse con las ganas, no pasa a mayores con los adjetivos des-calificativos).
Lo desconcertante, lo contradictorio, lo que a mí siempre me carga de razones para no separar jamás al artista de su obra porque entonces nos quedaríamos sin nadie a quien admirar, es que Ninotchka sí se detuvo a hacerle varias cucamonas a la figura de Dalí, que fue un fascista de tomo y lomo, y a la réplica de Kate Middelton y del príncipe Guillermo, que son dos sátrapas que viven de exprimir el sueldo de sus súbditos, y también, ay, nunca lo olvidaré, a la escultura bañada en Fanta naranja de Donald Trump, al que entonces ya creíamos una cucaracha extinguida del Precámbrico y nos tomamos -eso es verdad- un poco a chirigota.
No sé... Las feministas almorávides la han tomado con Picasso y presumo que dentro de poco cualquier documental que no lo denigre y pida la quema de sus obras ya no podrá ser emitido en televisión. Así que habrá que aprovechar estas oportunidades para enterarse un poco de los entresijos geniales y mundanos de Picasso, al que le quedan cuatro telediarios en Canal Red para ser desposeído de su aura.
La música de John Williams
🌟🌟🌟🌟
John Williams ha ido componiendo durante 52 años la banda sonora de mi vida. Ya no hará falta componer otras músicas cuando rueden una película basada en mis peripecias provinciales. Bastará con ir intercalando las piezas del maestro para dar a entender mis edades y mis estados de ánimo. A cada etapa de mi viaje le corresponderá una música inolvidable del maestro: una que resalte el amor o el desamor, el remanso de paz o el ajetreo en la alegría. Lo sorprendente o lo previsible. Las epopeyas o los ridículos espantosos.
John Williams siempre ha estado ahí, en mis pantallas, poniéndole música a los extraterrestres y a Darth Vader, a Supermán y a los dinosaurios, a los tiburones y a los magos, y a los muggles. A los judíos asesinados en el Holocausto y al indómito Indiana Jones que luchaba contra sus verdugos.
Yo siempre cuento que nací dos veces: una en el hospital de León y otra en el cine Pasaje, en las navidades de 1977. Yo tenía entonces cinco años y es mi primer recuerdo fosilizado. El que sé que no es inducido por los demás o recompuesto por mi memoria. Recuerdo a los mil espectadores que se iban sentando en las butacas y que de pronto se vieron sorprendidos por la penumbra galáctica; recuerdo el sottovoce de los últimos chismorreos, y en la pantalla, sobre el espacio infinito, unas letras amarillas que decían “Star Wars” en un inglés todavía venusiano; y de pronto, como surgida de una nave espacial, la fanfarria que anunciaba que estábamos a punto a ver muchas aventuras y romances con princesas.
Aquella fanfarria también anunciaba -pero eso sólo lo supe yo - que allí mismo, en una butaca gratuita, porque mi padre trabajaba en la empresa y teníamos ese chollo, había un niño que nacía para el cine y al mismo tiempo para la segunda parte de su vida, ya la consciente, la autodocumentada, pero también la más alejada del propio vivir, convencida de que hay más verdad y más belleza en las películas que en la vida misma. Porque en el cine transcurren los sueños y las fantasías, las vidas más plenas y divertidas de los demás, y suele haber una música maravillosa que las acompaña.
Simple Minds: cuando todo es posible
🌟🌟🌟
De niño ya me gustaban los “Simple Minds”. De hecho, fue una especie de milagro precognitivo y musical, porque me gustaban incluso antes de saber que existían y que provenían de la clase más guerrillera del puerto de Glasgow.
Cuando mi padre volvía del trabajo encendía el transistor de la cocina para cenar y justo entonces sonaba la sintonía de “Supergarcía en la hora cero”, aquel programa donde el Butano impartía justicia divina como un profeta salido del Antiguo Testamento. Mi padre se cagaba en él a todas horas pero nunca dejaba de escucharle. A mí me pasó lo mismo cuando entré en la adolescencia y luego tuve que iniciar un tratamiento para desintoxicarme.
Tardé muchos años en saber que aquella sintonía era el “Love song” de “Simple Minds”: una música tecno-pop y pegadiza que todavía hoy, cuarenta años después, aunque jamás suene en las radio-fórmulas de la nostalgia, puedo tararear sin temor a equivocarme.
Años más tarde, cuando por fin supe que los “Simple Minds” habían formado parte de la banda sonora de mi infancia junto a las canciones de Miliki y “La vuelta al mundo de Willy Fog” de Mocedades, ya me gustaban otras canciones del grupo. “Waterfront” o “Alive & kicking”, por ejemplo, eran dos maravillas de las que yo no entendía ni papa de la letra pero que me erizaban el vello musical cuando sonaban en “Los 40 principales” a lo largo de la semana y luego en el “American top 40” que daban los sábados por la tarde para que fuéramos anticipando los éxitos trasatlánticos que estaban por llegar.
Mis compañeros de los Maristas confundían todo el rato a los “Simple Minds” con los “Simply Red” y a mí aquello me parecía un pecado mortal que habría que confesar al padre Ángel cuando nos llevaban a la capilla como a presos de conciencia. Los más fachas me decían que yo era tan "simply" y tan "red" que no tenía escapatoria musical. Que estaba condenado de natura a mis gustos sin refinamiento. Eran unos hijos de puta -y seguramente lo seguirán siendo- pero al menos tenían cierta gracia cuando malmetían.