El cielo rojo

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Leon es un escritor incomprendido con escasas habilidades sociales. El tipo es majo, pero a veces se olvida de sonreír con la boca cuando sonríe con las entrañas. Sin embargo, cuando rabia con los intestinos, sí que se le nota el fastidio en la cara. Es un problemón, desde luego. No es autismo ni nada parecido: es una dificultad fisiológica -que no neurológica- para traducir la alegría en gestos reconocibles. Para Leon es como si la risa fuera una vergüenza o una debilidad. Una puerta de entrada a los estafadores: los del dinero y los del alma. 

Leon ha escrito una novela en la que tiene depositadas muchas esperanzas. Con suerte dará el salto a la fama, a los viajes pagados por toda Alemania para hacer promoción de sus novelas y alimentarse de canapés. Una oportunidad pintiparada para conocer chicas que de otro modo no le hubieran hecho ni puto caso. Porque Leon, además, con tanto escribir, con tanto centrarse en las fuerzas del intelecto, ha descuidado un poco las tablas de gimnasia y se presenta algo foferas ante los amores imposibles. Leon tampoco es alguien especialmente agraciado con la lotería de los genes faciales: ni feo ni guapo, el suyo es un rostro anónimo entre la multitud. 

Leon, sin embargo -porque esas cosas las sabemos todos los escritores provinciales- sabe que su novela es una puta mierda y que el editor va a decirle que pruebe con otra cosa, mariposa. Es por eso que Leon, en esas vacaciones en la playa que son el marco argumental de “El cielo rojo”, está especialmente mohíno e irritable. Mientras su amigo trisca  por los montes y se liga al socorrista más mazado de las playas del Báltico, él se amarga retocando mil veces su texto ya moribundo antes de nacer.

Su mayor amargura, sin embargo, es haberse enamorado a primera vista de Nadja, la chica con la que él y su amigo comparten retiro espiritual en la cabaña. Nadja es guapísima y misteriosa, como un hada viviente del bosque. O como una aparición ya muy desvirgada de la Virgen. Leon es un tonto enamorado de un amor imposible. Un incauto. Leon tiene la hostia de defectos. Leon me irrita. Leon es un poco -un poco- como yo. 





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Hit Man. Asesino por casualidad

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- ¿Quieres impresionar a la gente con mentiras?

- ¿De qué otra forma se impresiona?

Así respondía Larry David en su serie a una mujer que cuestionaba su moralidad cuando se trataba de hacerse el interesante. Me acordé de este diálogo viendo “Hit Man” porque la película de Linklater va justamente sobre eso: sobre mentir como estrategia de apareamiento. Funcional a corto plazo, pero problemática cuando el amor empieza a abrir los cajones de la cómoda. 

Todo el mundo miente cuando se trata de mezclar los genomas o de fingir que se mezclan. Sólo hay que distinguir las mentiras civilizadas de las mentiras criminales. Las redes del amor están llenas de patrañas y todos los usuarios lo sabemos. Lo que pasa es que hay mentiras que saltan a la vista y mentiras que uno comprende necesarias. También hay mentirijillas, y pequeñas exageraciones, y retoques convenientes de la personalidad. Mienten las fotos y mienten los textos. Sólo los muy guapos y las muy guapas se muestran tal como son y pueden confesar pequeños defectillos. Pero los muy guapos y las muy guapas apenas rondan por ahí. O sí, pero se trata de una broma.

En la película, Gary Johnson es un profesor apocado en la universidad que trabaja en secreto para la policía, pero finge que es un hombre peligroso -nada menos que un asesino a sueldo- para llevarse a la chavala más guapa del ecosistema. Es un error de casting morrocotudo, porque este tío no necesita fingir nada para epatar a las señoritas como Adria Arjona. Somos los demás, los del infortunio genético, los que tenemos que inventarnos personalidades y sensibilidades para medrar.

Adria Arjona, por su parte, también es un sujeto muy interesante para la antropología. Las mujeres de su especie, desde que toman conciencia de su belleza, siempre se van con los tipos más guapos -lógicamente- o con los tipos más canallas del instituto: los chuletas, los macarras, los futuros delincuentes... Es un comportamiento contraintuitivo, pero profundamente biológico. Un instinto de refugio, supongo, tras el salvaje despiadado de la cachiporra. 



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Blondi

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Dolores Fonzi es una actriz cojonuda y una mujer de bandera. Lo digo en este orden porque a pesar de las apariencias -oigan lo que oigan, lean lo que lean- yo soy todo un caballero. 

Gracias a esos dones naturales, Dolores Fonzi,  en “Blondi”, es capaz de darnos el pego y de fingir que apenas tiene 33 años cuando en realidad ya cuenta 46. Blondi es una tía juvenil y marchosa que se pone gorros juguetones, fuma canutos en cantidades industriales y luego se desmelena en los conciertos de rock junto a su hijo de 18 años. 

En su despliegue de emociones y de virtudes, Dolores Fonzi se ha quitado trece años de encima como hacían nuestras viejas folclóricas en las galas de Nochevieja, que tenían 65, aparentaban 78 y decían tener 52.  La diferencia es que a Dolores nos la creemos y a las otras no.

Blondi tuvo a su hijo de adolescente, tiró para delante como pudo y ahora disfruta de una relación madre-hijo que también es de hermana mayor y hermano pequeño. Porque además -y eso ya es suerte, pura chiripa de los caracteres- hay buen rollo entre ellos, sintonía de vivir, un agradecimiento mutuo por existir y comparecer cuando se necesita. 

En estos tiempos de padres que ya son abuelos cuando procrean por primera vez, tener un hijo del que apenas te separa una generación es un bendición de los calendarios. A mí, de mi propio hijo, me separan 27 años muy escasos hoy en día y sin embargo, comparados con Blondi y Mirko, ya parecemos un poco Geppetto y Pinocho. 

Sin embargo, cuando regreso a la vida real y me comparo con la gente de mi generación -que no pudo, o no quiso, o apuró demasiado el tiempo de descuento- siento que soy un afortunado que tuvo a su hijo cuando correspondía: ni un hermano menor ni un nieto con la cuarta parte de mis genes. A veces me le quedo mirando y pienso -un poco orgulloso- que nos separa la medida justa, el tiempo exacto, el abismo generacional que se puede saltar con un poco de impulso y una migaja de voluntad.





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Alien: Romulus

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Cualquier película que empiece con una nave espacial ya tiene ganada mi atención. Y mi infinita paciencia. En eso soy tan simple como cualquier vecino de La Pedanía. Ellos, a la hora de la siesta, encuentran un vaquero con pistola y un indio descabalgado en 13 TV, y ya se creen ante una obra maestra de la cinematografía universal, mientras que yo, a las diez de la noche, me quedo turulato si enciendo la tele y descubro destructores del Imperio o lanzaderas exploratorias de la corporación Weyland-Yutani.

(En realidad, tras mi postureo cinéfilo y mis críticas a veces cáusticas e incluso vengativas, se esconde un espectador infantil muy fácil de contentar. Uno más en el mainstream. Y lo mismo digo cuando ejerzo de amante, de comensal en la mesa o de aficionado impenitente del Real Madrid: con que me den un poco de intención y de cariño ya me basta para sonreír, dar las gracias y tirar para adelante hasta la próxima aventura).  

“Alien: Romulus” comienza con una sonda espacial de la corporación Weyland-Yutani que se reactiva tras un largo viaje por la galaxia, y yo, más feliz que un pirulí, de pronto optimista cuando ya daba el día por perdido, aparté con desdén el teléfono móvil convencido de que en las próximas dos horas nada más entretenido que la película iba a surgir de sus entrañas. Por mala que fuera la aventura  -y había leído auténticas barbaridades sobre esta enésima resurrección de los xenoformos- la nave en misión sospechosa me garantizaba volver a ser un niño sonriente con pantalones cortos y palomitas en el regazo

Luego la película tiene sus pros y sus contras; sus hallazgos meritorios y sus gilipolleces estelares. Es, por resumirlo mucho, el remake posmoderno de “Alien: el octavo pasajero”, que es la reina extraterrestre que puso todos estos huevos eclosionados. En “Alien: Romulus” hay jóvenes explotados que buscan alquileres más baratos en otro planeta, y también mucho prota racializado, e incluso un proletario replicante al que de pronto le meten un chip con discursos de Díaz Ayuso para convertirlo en un quintacolumnista de los empresarios. 





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Querer

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Sospechaba, al principio, porque las columnistras del diario Público la convirtieron rápidamente en tótem y referencia, que "Querer" iba a ser otra producción del Ministerio de Igualdad donde no hay ningún personaje masculino decente: solo violadores, y maltratadores, y babosos de gimnasio, o, en su defecto, amigotes de esa gentuza incapaz de gestionar civilizadamente su heterosexualidad. Así es como nos imaginan las funcionarias más guerrilleras del ministerio, aunque no, por suerte, las mujeres de la vida real, que precisamente por eso, porque proceden de la realidad y no de las endogamias universitarias, suelen concedernos al menos el beneficio de la duda.  

Pero al final la curiosidad mató al gato. Sobre “Querer” empezaron a llover críticas positivas desde todas las nubes imaginables, e incluso Carlos Boyero, el azote del feminismo almorávide, habló maravillas de la serie en su programa de la SER. Guiado por el gurú, esa misma noche entré en Movistar + y añadí “Querer” a mi lista de favoritos; pero aún tardé dos semanas en verla porque aparecieron “Los años nuevos” y entremedias jugaron los magos del billar en Eurosport.

“Querer” parece una serie pero en realidad son dos. En los tres primeros episodios la serie es compleja y me gana; en el último, se deja llevar por lo fácil y se derrumba. Todos sabemos que el marido perpetró lo que consta en la denuncia. Lo sabe incluso el hijo que lo niega, porque él mismo se ve reflejado y se avergüenza. Pero juzgar a este señoro medieval no es tan simple. De su generación no creo que muchos se salvaran del banquillo. No es justificación, sino simple constatación. Nuestra generación trató de alejarse de sus comportamientos pero la que viene parece alejarse de los nuestros... Es el péndulo fatal.

En el último episodio, Ruiz de Azúa y sus guionistas se asustan de un posible tweet de Irene Montero acusándoles de marear la perdiz y convierten al marido en un ogro desbocado. Verosímil, sí, real como la vida misma, pero finalmente plano. Un malo de manual. Una serie como tantas. 




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Monty Python: Almost the Truth


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Mucho antes de que se inventara el correo electrónico ellos ya habían patentado el spam. Eran unos genios. Los Python también nos desvelaron el sentido de la vida, que al final, la verdad, tampoco era nada del otro mundo: sólo ser amables con los demás y pasear y divertirse. Ellos nos enseñaron a mirar el lado luminoso de la vida cuando las cosas vienen jodidas de verdad. Además de humor escribían libros de autoayuda. Los Python inventaron la máquina que hace “¡ping!” y nos dejaron el número cómico más descacharrante de la historia. Porque todo esperma es sagrado, sí, aunque cada uno lo entienda a su manera.

Creo que de seis ya sólo quedan cuatro. Se nos han hecho muy mayores. Antes, cuando se moría un famoso de la farándula, te enterabas muy rápido gracias al periódico de papel. Ibas a la sección de cultura y ahí estaba su obituario. Llevar la cuenta era muy fácil. Pero ahora, con el periódico digital, tienes que despellejarte el dedo haciendo scroll para llegar a esas noticias tan importantes, abriéndote paso entre la inmundicia política y la guerra de los sexos. Cuando se murió Terry Jones no me enteré y me jodió bastante mi propia deslealtad.

De todos los personajes históricos que nunca fueron pero podían haber sido -el quinto Beatle, el decimotercer apóstol, el sexto integrante de la Quinta del Buitre- a mí me hubiera gustado ser el séptimo miembro de los Monty Python. Hubiera dado, no sé, uno de estos huevos improductivos. O los dos. Para eso tendría que haber nacido británico, o americano de Minnesota, y estudiar en Oxford o en Cambridge una carrera de alta consideración. Ser la hostia de inteligente, y de ocurrente, y de ególatra también. Ya digo que es un sueño que yo tengo. 

Hubiera vendido mi alma por sentarme a su lado en un escritorio redondo -o en una mesa cuadrada- y colaborar en los sketches y en las paridas. Haber viajado con ellos a las Bahamas cuando llegaba la crisis creativa. Discutir con muy malas pulgas aspectos del guion o del vestuario. Amasar unos cuantos millones con los contratos y los royalties. Y luego, ya en el semiolvido, desvelar algunas maldades y nostalgias en las entrevistas muy jugosas de un Blu-Ray.





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Larry David. Temporada 9

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Cuando el “Homo sapiens” dejó de vagar por los bosques y se aposentó cerca de los ríos para cultivar el cereal, surgió una cosa llamada "convivencia ciudadana" que ha evolucionado con el paso de los siglos adquiriendo cuerpo legislativo y jurisprudencia callejera.

Con el invento de la agricultura, los seres humanos se multiplicaron exponencialmente siguiendo el mandato de la Biblia y abandonaron una tradición errante de cuatro millones de años para crear plazas públicas y circos romanos donde aplaudir. En apenas un suspiro evolutivo hubo que sentarse junto a los miembros de otros clanes in agredirse con las cachiporras. Ahora el desconocido estaba ahí a todas horas, invadiendo nuestro espacio, haciendo cola en la panadería o pegando gritos a las cuatro de la mañana. O mirando de reojo a nuestras mujeres de la tribu... Un salto cultural que iba muy por delante de nuestra biología siempre recelosa.

Diez mil años después de haber abandonado el paraíso cazador y recolector, el ser humano se está volviendo medio loco en este mundo tan complejo y exigente, globalizado hasta reventar y vigilado por esos dioses rectangulares llamados teléfonos móviles. Porque somos muchos, y estamos todo el día en movimiento, yendo a trabajar o haciendo turismo, o pelando la pava en los restaurantes. Chocamos de continuo, nos incomodamos o nos peleamos, y los guardias de tráfico elegidos por el pueblo no dan abasto con sus silbatos.

Sobre esta neurosis moderna ha construido Larry David la sinagoga de su humor. Su serie es la disección descojonante de las mil reglas cotidianas que rigen nuestra convivencia problemática. “Larry David", en el fondo, es un Talmud andante que trata de hacer exégesis de las normas no escritas relacionadas con la buena educación. Larry -que se interpreta a sí mismo y pone carne propia en el asador- parece un plasta recalcitrante, un metepatas que no ve más allá de sus gafitas de intelectual, pero en realidad es un rabino muy sabio que trata de poner luz en este lío que se forma cada vez que salimos de casa y saludamos al primer vecino en la escalera.




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Slow Horses. Temporada 1

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“Slow Horses” es la respuesta tardía, pero muy ilustrativa, a esa pregunta que siempre nos rondaba cuando veíamos las películas de James Bond: ¿y si un día la cagara? 

¿Qué pasaría si nuestro James disparara al tipo equivocado o llegara tarde a pulsar el botón que detiene el lanzamiento nuclear?  ¿Cómo le castigarían los del Servicio Secreto si una mala tarde se quedara acoplado a la chica Bond y se olvidara de acudir a la cita ineludible? ¿Qué cartilla le iban a leer sus superiores si descubrieran que el sexo y el alcohol ya entorpecen demasiado sus cometidos? ¿Y si un día nuestro James leyera un libro de Lenin y comprendiera que ha vivido toda su vida equivocado? ¿A qué catacumbas de la administración le enviaría M. si descubriera que ya no está para estos trotes de perseguir a los malvados? 

Es verdad que los cuerpos especiales podrían matarle sin más para que no se fuera de la lengua y luego borrar todo rastro de su existencia gracias a los ordenadores y a otros asesinatos selectivos. Sería más sangriento, sí, y más injusto con su larga trayectoria profesional, pero estos cuerpos especiales es precisamente a lo que se dedican: a asesinar sin hacerse preguntas.

Eliminar a 007 le saldría incluso más económico al gobierno británico. ¿Para qué seguir pagando una pensión a quien ya puede ofrecerle tan pocas cosas a la patria? Lo que pasa es que, como dice Isabel Natividad, el comunismo está más vivo que nunca y necesitas la ayuda de estos agentes veteranos que conocen al enemigo casi desde que nació.

La respuesta a esa pregunta que llevaba años quitándonos el sueño estaba en los Slow Horses, esta sección de agentes degradados que se encargan de los trabajos menos condecorables del MI5 o del MI6: rebuscar en las basuras, hacer seguimientos rutinarios y despejar el camino del Bien para que luego vengan los agentes del doble cero a llevarse la gloria y las chavalas. Porca miseria. 




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