Anora

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¿Se hubiera enamorado Anora de Iván si éste, en vez de ser el hijo de un multimillonario ruso, hubiera sido un pescadero de Brooklyn que celebraba una despedida de soltero? Hablo, por supuesto, del mismo Iván absolutamente idiota e infantil. Pero siendo pescadero, ya digo, de pocos posibles, o estudiante de Filosofía, o aprendiz de mecánico en un taller de chapa y pintura. 

Del mismo modo, ¿se hubiera enamorado Iván de Anora si ella hubiera sido menos guapa y se hubiera comportado en la cama como una lechuga recién sacada del frigorífico?  Son preguntas que me hago... Pero no voy a soltar otra vez el rollo evolutivo. Quizá he leído demasiados libros o he leído los libros equivocados. 

Anora se siente engañada y tiene toda la razón. Llora porque se sabe utilizada por un imbécil que la confundió con una muñeca hinchable, o con un capricho de fin de semana. Cosificada, que dicen ahora. Iván, por su parte, cuando crezca, vivirá con la eterna duda de si las mujeres le quieren por ser como es o si es porque olfatean los rublos incontables en su cartera. 

Si los espectadores estamos con Anora es porque percibimos en ella un atisbo del ideal romántico. Porque intuimos que dentro de su cabeza se proyecta una película clásica, en la película menos clásica que te puedas imaginar. En Anora perviven restos del amor soñado que nos enseñaron de pequeños. Anora es humana. Anora es una de los nuestros. 

La película es una adaptación del cuento de Cenicienta al mundo ultraliberal donde los príncipes ya no gobiernan desde sus castillos. O sí, pero sólo para rubricar las leyes que les dan a firmar los ministros de la burguesía. Ahora los que mandan son los de la pasta gansa, no los aristócratas arruinados, y los de la pasta gansa, después de medianoche, te pagan lo convenido y ya no mandan criados al día siguiente para buscarte con el zapato encontrado sobre un cojín. 

Los príncipes azules ya no existen. Sólo quedaba uno y se lo llevó la señorita Ortiz, tan avispada ella, seguramente muy enamorada de la personalidad ejemplar de los Borbones. Lo mismo que él, “el Preparao”, que viendo el telediario de La 1 no dejaba de admirar la dicción perfecta de aquella presentadora tan resolutiva. 





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Celeste

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Mi historia con “Celeste”:

1. Allá por el mes de noviembre descubro en la parrilla de Movistar “otra” serie protagonizada por Carmen Machi. Esta mujer no descansa jamás y no puede ser por casualidad. Seguramente es una actriz eficaz y todoterreno, pero a mí no termina de convencerme. Reconozco que es un sentimiento irracional y maniático. Muy injusto también. Pero no lo puedo controlar. En su día me perdí el fenómeno “Aída” y desde entonces siempre ando a remolque con esta mujer. 

El que diga que no tiene prejuicios parecidos con otros actores u otras actrices que tire la primera piedra.

2. El amigo, en La Pedanía, me dice que soy un prejuicioso y que el primer episodio de la serie anuncia grandes emociones. “Enorme, Carmen Machi”, me asegura. Le prometo que le daré una oportunidad a “Celeste”. No creo demasiado en mis buenos propósitos.

3. Pocos días después, en la radio, Javier del Pino entrevista a un inspector de Hacienda que ha ejercido de consultor para los guionistas de la serie. Cuenta anécdotas muy jugosas sobre la labor detectivesca de los funcionarios. Sobre todo cuando se enfrentan a millonarios protegidos por un ejército de asesores y abogados. 

Descubro que Celeste, en “Celeste”, no es Carmen Machi, sino la cantante mexicana a la que ella intenta sacar las vergüenzas. Celeste es el trasunto poco disimulado de la ex novia de Piqué. El tema me empieza a interesar.

Además, cuando se habla de pagar impuestos, me sale una vena bolchevique que late muy fuerte y bombea sangre muy envenenada. Leña al mono. Todo el poder para el soviet.

4. En las vacaciones de Navidad me pongo a ver “Celeste” aprovechando los muchos trayectos en el tren. El primer episodio me engancha; los demás son igual de buenos. Descubro, tonto de mí, que el creador de la serie era Diego San José. Este tipo es el creador de la saga de Juan Carrasco, el político de Logroño. Tres jodidas obras maestras. No me extraña lo de “Celeste”. 

5. A la vuelta de vacaciones le cuento al amigo que me ha encantado la serie. “Pues para mí, decepción total”, me suelta. Es el girito final. 




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Dream Scenario

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¿Hasta qué punto somos responsables de las cosas que soñamos? ¿Si soñamos que le somos infieles a nuestra pareja o que robamos un banco a mano armada estamos reconociendo una tara oculta o una debilidad en nuestro carácter? ¿O simplemente sublimamos una tentación malsana en un producto inocuo y volátil? ¿El sueño nos delata o nos redime? 

Casi dos mil años después de que los griegos del ágora ya se formularan esta pregunta, mi abuelo Sigmund, el de Viena, la convirtió por este orden en un éxito editorial, en un quebradero de cabeza y en una fuente de ingresos para los psicoanalistas. ¿Yo soy el que sueña o el que sueña es el Otro? ¿Hasta qué punto mi yo y mi subconsciente forman parte de la misma persona culpable o inocente? ¿Soñar es continuar el camino o es una fractura esquizofrénica que dura ocho horas sobre un colchón? 

En “Dream Scenario”, el personaje de Nicholas Cage le explica a su hija que los sueños son “pequeñas psicosis”, idas de olla sin delito ni responsabilidad. Yo no estoy tan seguro. Recuerdo que a la mujer que más amé le contaba mis sueños cada mañana precisamente porque la amaba. Mi desnudez era total. Me animaba el hecho de que ella se interesara tanto, de que prestara tanta atención a lo que para mí era un desahogo y un intento de autoexplicarme. Pero tuve que dejar de hacerlo porque ella le sacaba significados torticeros a todo. Es lo que tiene la paranoia y la mala baba...

Aprendí que los sueños es mejor guardárselos para uno mismo y dejar que se escurran en el olvido junto con las escamas y los sudores, en la ducha matinal.

“Dream Scenario” va un paso más allá y se pregunta qué pasaría si un día descubriéramos que nos hemos convertido en objeto de sueño universal. Si de repente todo el mundo, conocidos o no, soñara con nosotros como si se tratara de una locura colectiva. ¿Seríamos responsables de lo que nuestro yo onírico perpetra en las mentes ajenas? Cuando alguien sueña conmigo, ¿se lo inventa todo o yo le influyo de algún modo perverso -o bendito- en la narración? ¿Hasta qué punto el otro yo actúa en mi nombre y usurpa mi firma? 

Si te mueres y siguen soñando contigo, ¿sigues vivo? 



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Sick of Myself

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Llamar la atención es la ocupación primordial del “Homo sapiens”. Y también de la “Femina sapiens”. En eso somos todos iguales. Criaturas del Señor. 

Todo lo que hacemos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos es anunciarnos: ponernos un cartel en el pecho o un letrero luminoso sobre la cabeza que dice mira qué guapo soy, mira lo que hago, mira lo que tengo, mira qué cosas hago... 

La lucha por la supervivencia y la selección sexual: no hay nada más. Eso es to..., eso es to... eso es todo amigos. Ya lo decía el cerdito Porky, y lo dejó escrito el abuelo Charles en sus papeles: que cualquier cosa que hagamos o digamos se inscribe en una de estas dos batallas fundamentales. Hay que medrar, y ganar dinero, y colarse en la fila... Conseguir que las mujeres se fijen en uno. Es una lucha diaria y continua, heredada  del primer australopiteco que caminó por la sabana. A veces es un afán consciente y a veces un instinto traicionero. Pero sea como sea, ningún gesto es trivial. Nada es gratuito. Evolutivamente hablando todo tiene un sentido y una intención. Yo mismo, que desprecio los símbolos de la riqueza y del estatus, vengo a estos escritos para demostrar que me funciona mínimamente el cerebelo, y que soy digno de cruzar mis genes -o de fingir que los cruzo- con alguna señorita que pase de visita.

Los sociólogos modernos están muy preocupados con la fiebre de los likes. Aseguran que la gente se está volviendo loca de remate por conseguirlos. Y no les falta razón. “Sick of Myself”, por ejemplo, cuenta la historia de una tarada que decide arrancarse la piel a tiras para llamar la atención del populacho y labrarse una carrera como modelo e influencer. El rizo del postureo. Parece una conducta demenciada -y de hecho lo es- pero no es más que un paso adelante en nuestro devenir evolutivo. Apenas una mutación de cuatro bases nitrogenadas. De hecho es el paso lógico a seguir. La belleza estará siempre ocupada por cuatro suertudos y por cuatro privilegiadas, pero la fealdad, y la monstruosidad, son campos que ofrecen infinitas posibilidades para llamar la atención y destacar. 





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El libro de las soluciones

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Empecé a ver “El libro de las soluciones” el 26 de julio de 2024 a las cuatro de la tarde. Pensaba verla de cabo a rabo para después escribir estas líneas, sacar al perrete y luego, ya libre de obligaciones, abandonarme en el sofá a ver la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos. El planazo era pasar del París de Michel Gondry al París de Zinedine Zidane como si mi vida fuera un puente muy poco lustroso sobre el Sena.

Pero al llegar más o menos a la hora de metraje me quedé dormido con la canícula de la siesta. Antes de hacer deporte estas cosas no me pasaba nunca: vivía en un electroencefalograma plano que casi nunca se desconectaba. Mi atención era una bombilla de 10 vatios en la que siempre podías confiar. Ahora, con los esfuerzos -porque el médico me lo recomienda y porque quiero estar medianamente presentable ante mi última oportunidad- paso en apenas un minuto de la lucha contra las grasas al ronquido de un cerdo satisfecho. Es como si me bajaran el telón en mitad de la función, sin avisar. Es tan repentino el tránsito que no me da tiempo ni a protestar. 

De hecho, desde que practico deporte de chichinabo, pongo las estrellas de calificación según la virulencia del cansancio con el que enfrento las peliculas: si no me duermo, obra maestra; si caigo a los diez minutos, una película insufrible; y si caigo más o menos a la mitad, como en “El libro de las soluciones”, un quiero y no puedo que no merece más de dos estrellas, tres a lo sumo.

Me prometí seguir con la función al día siguiente, con el cuerpo descansado y el pebetero ya encendido. Pero lo cierto es que escribo estas líneas muchos meses después sin haber terminado la película. En el fondo me da igual lo que le pase a este alter ego de Michel Gondry: sus neuras, sus caprichos, sus malos modos, sus genialidades... Me da igual que su personaje gane el premio César o acabe pidiendo calderilla en una esquina. Me la suda. No aguanto esa afirmación continua de “soy un genio incomprendido”. El humor a veces no basta para disimular la egolatría.

De Michel Gondry, ay, siempre nos quedará el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.





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Hipócrates

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Hay muchas formas de matar. Las que acaparan más titulares en los telediarios tienen que ver con los dictadores, los terroristas y los machistas despechados. Son los crímenes más espectaculares del repertorio y merecen la condena de cualquier espectador con raciocinio. Hay violencia explícita y culpables definidos. También son los crímenes más usados por Hollywood para enhebrar sus historias truculentas.

Pero hay formas de matar más silenciosas -e incluso más eficaces- que no forman parte de la crónica de sucesos ni de las páginas de  internacional. Cada vez que un telediario anuncia que el gobierno de Madrid o el subgobierno de cualquier autonomía va a reducir el presupuesto en sanidad se comete un crimen atroz equiparable a los citados anteriormente. Y esto ya casi nadie lo denuncia. 

De hecho, la mitad de la población vota a los partidos que defienden estos recortes asesinos; a estos tipejos y tipejas que prefieren no gastarse 1000 euros en un tratamiento para luego gastárselos en una obra no necesaria o en un fiestón con prostitutas. Son los llamados “votantes desinformados”, los tontos del culo, los sociópatas de toda la vida. Es triste pensar que uno de cada dos ciudadanos con los que te cruzas por la calle está de acuerdo con que la gente sufra más de la cuenta o se muera directamente porque la ambulancia no llegó a tiempo, la enfermera no dio abasto, el especialista estaba de vacaciones o la cama tuvo que ser atravesada en mitad de los pasillos.

Viendo “Hipócrates” me acordaba todo el rato de Isabel Natividad. Es imposible no tenerla en mente cuando los médicos de la película se ven desbordados por la falta de presupuesto. La falta de medios -insisto- costa vidas o provoca dolores insoportables. Esa mujer indeseable denegó la ayuda sanitaria a los pobres viejos del Covid argumentando que “total, todos se iban a morir”. Lo ves en una película y no terminas de creértelo. 

En aquel momento, la gente decente se echó las manos a la cabeza y yo no entendía el porqué de su sorpresa. Asesinarnos silenciosamente es un objetivo que se debate a diario en los conciliábulos del poder. Es la Solución Final de las modernas democracias.




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Los años nuevos (2023-2024)

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Nochevieja de 2023

Mientras ceno con mi madre, en León, miro el teléfono varias veces por si entrara un mensaje de N. a última hora. Lo seguiré haciendo hasta después de las uvas. Pienso: “entre su kilométrica familia, sus mil amigas, sus innumerables ex amantes y el colapso general de las líneas telefónicas, puede que hasta la una de la madrugada aún haya tiempo para recibir una felicitación ambigua que abra... ¿qué?: ¿una puerta?, ¿una gatera? 

Cuando el reloj marque las dos comprenderé que ese mensaje ya no va a llegar jamás. Ni yo tampoco voy a forzarlo con un mensaje por mi parte. De hecho, ya no tengo a N. en mi lista de contactos. Por un lado ya no quiero saber nada; por otro -aún- quiero aspirar a todo. 

Dormiré inquieto, quizá con dos copas de El Gaitero de más. Al despertar, lo primero que haré será mirar el teléfono con la penúltima de mis esperanzas. El silencio en el espacio electromagnético es atronador. N. ya es, oficialmente, historia.


Nochevieja de 2024

Ceno en casa de mi madre, que es la casa de mi infancia. Estamos los dos solos porque mi hijo está con su madre en la otra trinchera. Le echo de menos. Mi madre ha preparado la sopa de pescado de toda la vida. En la tele dan las mismas tonterías consabidas. Es un déjà vu confortable pero derrotista.

Cenamos en esa mesa victoriana que es todo un lujo de anticuario, de madera de nogal. La talló mi propio padre con motivos vegetales. Mi padre tenía alma -aunque muy escondida- de poeta. Él es uno de los fantasmas de las navidades pasadas que viene a visitarnos. Mi madre siempre le recuerda en voz alta en algún momento. Yo no, pero sí percibo su presencia. 

Iba a decir que mis ex amantes también son fantasmas de las navidades pasadas que rondan por aquí. Pero como no me consta que ninguna haya fallecido, yo diría que son sus cuerpos astrales los que se amorran al ventanal para ver cómo me va en esta soledad ya un poco resignada. Unas para burlarse y otras por simple curiosidad. Ese rato que va del fin de la cena a las campanadas en la Puerta del Sol es sin duda el más tonto del año. Y en algo tienen que entretenerse.






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Los años nuevos (2021-2022)

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Nochevieja de 2021

Poco antes de atacar los langostinos en casa de mi madre, N. reaparece por sorpresa en mi teléfono para felicitarme el año y prometerme que el día 2, esta vez sí, y no como la otra vez, cruzará la cordillera para conocerme. 

La otra posibilidad -que yo vaya a conocerla cerca del mar- siempre la descarta de plano, como si las vías del tren solo tuvieran un sentido. Hay algo muy inquietante en su negativa, pero ella es una mujer guapísima, sospechosamente inalcanzable, y yo prefiero hacerme un poco el despistado. 

N. me asegura que no estaba muerta, ja já, sino solo de parranda. Que se le han ido los días y las noches un poco de la mano... Llevamos un mes jugando al gato y al ratón pero nos habíamos conocido dos años antes, en Tinder. Por aquel entonces las conversaciones quedaron en punto muerto y yo ya no supe más de ella. Ni ella de mí. O bueno, sí: a veces nos seguíamos furtivamente en internet. 

N. reapareció un mes antes de la Navidad con un mensaje de whatsapp -hola, perdona, qué tal vas... - como si la conversación se hubiera interrumpido por un fallo en la cobertura. El “Decíamos ayer” de fray Luis de León. Yo estoy muy interesado en ella, telemáticamente enamorado, pero al mismo tiempo me mosquean sus apariciones de oasis o de espejismo. Su falta de explicaciones razonables. Sus mentiras y sus mentirijillas.

El día 2, por supuesto, no aparecerá. Lo hará el día 7 como regalo de Reyes, siempre tardía, sin reloj ni calendario.


Nochevieja de 2022

Aunque esa Nochevieja nos cruzamos muchas promesas de amor eterno, N. y yo, en el videojuego de nuestra relación, aún no henos alcanzado el nivel de juntar a las dos familias en una mesa comunal. Así que cenaremos separados por la cordillera y por una cierta desconfianza. 

Cuatro meses antes, en verano, hemos viajado juntos por Europa y hemos descubierto que somos espíritus afines. De pronto lo banal se tornó muy trascendente y nos asustamos un poco, así que rompimos, volvimos, nos juramos amor eterno esta vez de verdad... Todo ello en un trimestre.

Esa Nochevieja, los mensajes de amor se prolongarán hasta las 2 ó 3 de la madrugada. Llegaremos a insinuar cosas muy serias y formales. Luego me dijo que ya se iba a dormir. Yo le dije lo mismo. Una parte de mí confiaba en ella. La otra no.




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