The Order

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Hacia la mitad de la película se produce una discusión decisiva entre el predicador de la Nación Aria y el supremacista que ha abandonado el rebaño para coger una ametralladora y declararle la guerra al Gobierno Federal. Hasta entonces yo no entendía muy bien de qué iba "The Order". La estaba viendo gracias a los servicios inestimables del eMule pero sabía que en la vida legal pertenecía al catálogo exclusivo de Amazon Prime. Y eso no me cuadraba: ¿cómo era posible que Jeff Bezos -que ahora es el lameculos de los fascistas que gobiernan su país- financiara una película que alerta precisamente de los peligros del fascismo? ¿En qué mundo al revés podría pasar que la misma persona que amordaza al “Whasington Post” y aplaude al Neoführer nos recordara que el fascismo es un ideal contrario a los valores mínimos de convivencia y que de ahí surgen sociópatas como éste tal Bob Mathews de la pelicula, o como aquel Timothy McVeigh que asesinó a 168 personas en el atentado de Oklahoma? 

O yo me estaba liando, o había que recordar que esta gente simplemente olfatea negocios y son capaces de darle una mano al demonio y la otra a los arcángeles.

Pero es ahí, en esa discusión entre el predicador y el terrorista, donde todo empieza a cuadrarme. El predicador, en una línea de diálogo que es profética y estremecedora, le pide al exaltado Bob un poco de paciencia. “Dentro de diez o quince años ya tendremos senadores, congresistas, miembros del Tribunal Supremo... Quizá hasta un presidente. No necesitamos levantarnos en armas, muchacho”. Estamos en 1984 y aún faltaban 33 años para que el predicador se cargara de razones. El tiempo ha demostrado que su apuesta por una vía “pacífica” que manipulara el relato cultural era más provecchosa que el bombazo limpio o el atraco de bancos a mano armada. 

De nuevo, como en 1933, el fascismo ha sido elegido por el pueblo.





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Escape

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“Escape” cuenta la historia de un trastornado que quiere vivir en la cárcel a toda costa. Él no nació así, desde luego, pero tras provocar un accidente de tráfico en el que murió su mujer ha decidido renunciar a su voluntad y a su curiosidad por el mundo y vivir ya para siempre como Edmundo Dantés en el castillo de If. 

La cárcel, para N., es el paraíso anhelado donde ya no tendrá que tomar ninguna decisión. ¡Al carajo el libre albedrío! La verdadera libertad consiste en no ejercerla: no optar, no elegir, no comerse la cabeza. Horarios estrictos, menús programados, ocios y trabajos marcados por Instituciones Penitenciarias... Y luego, por la noche, lo que pongan en la tele. Y si en las duchas le proponen un borrado de cero, pues bueno, aceptarlo como viene y tomar nota de la experiencia.

Para entrar en la cárcel, N. se pone a delinquir como un bellaco hasta que el juez ya no tiene más remedio que acceder a sus deseos. Todo esto dura más o menos una hora y es la más parte más entretenida de la función. He dicho entretenida, no buena. El resto, hasta el final, es una ida de olla muy grave de Rodrigo Cortés. Un extravío absoluto del oremus. Aunque me ha hecho perder dos horas de mi vida, yo en el fondo me alegro de que “Escape” sea una puta mierda. Estoy un poco hasta los huevos de que Rodrigo Cortés sea tan guapo, tan sensible, tan carismático, tan exquisito... Tan infalible. Pues mira.

Viendo la película me acordaba de Lester Burnham en “American Beauty” cuando decidió dejar su trabajo para dedicarse a cocinar hamburguesas en el McDonald’s. Cero responsabilidades y a vivir. Que manden otros. Yo mismo, el año pasado, me presenté en la agencia de viajes y pedí una excursión por Irlanda en la que no tuviera que decidir nada en absoluto. Dejarme llevar como un borrego por los prados y los pueblos. 

El año pasado también me propusieron ser director de mi cotarro y casi me dio un ataque al corazón. Yo tampoco he nacido para tomar decisiones. La compra en el súper y la película diaria, y poco más. Como el N. de "Escape", yo también he encontrado refugio en una cárcel muy confortable y metafórica, construida a mi medida. Tristona, quizá, pero segura. 




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Hipnosis

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Si nos garantizaran que con una sesión de hipnosis nuestra autoestima iba a pegar un subidón, ni siquiera preguntaríamos el precio -seguramente abusivo- de la sesión. Pagaríamos lo que hiciera falta porque a la larga una autoestima alta ahorra dinero en los bolsillos. Con la mirada alta y el orgullo vitaminado ya no hay que ahogar las penas en sustancias ni comprar cosas innecesarias. Ya no hay que pagar por el amor ni conducir un todoterreno que compense nuestra poquedad. Reconciliados con el espejo, se relajan los músculos de la cara y se camina con el cuello dos centímetros más estirado, y basta con eso para que el género deseado te otorgue el beneficio de la duda, y el género indiferente te vea como un rival en el ecosistema.

“Hipnosis”, al principio, cuenta la historia de una muchacha llamada Vera que está harta de que su novio se imponga en las conversaciones y se somete a una sesión de hipnoterapia para ganar confianza y saber contradecirle cuando toca. Vera es la que maneja el dinero en la pareja, así que no busca un empoderamiento social, sino una reafirmación personal. Pero a medida que avanza la película todo se enreda y se hace más inaprensible... Al menos para el espectador mediterráneo, mucho menos sofisticado que el sueco, o que el escandinavo en general, que ya vive en el cine y en las problemáticas del futuro. 

Hay quien dice que “Hipnosis” esconde una crítica al mundo de los emprendedores. Sí, quizá... La película es un poco como Elmer el de los “Looney Tunes”, que disparaba a casi todo y no acertaba a casi nada. Yo, por mi parte, porque soy un viejo bolchevique, entiendo mejor esa lucha de poder que se produce en el interior de la pareja que forman Vera y André. Una contienda que no tiene nada que ver con los géneros ni con las personalidades, sino con la lucha de clases que explicaba mi abuelo Karl. No todo son barricadas ni sindicatos: un dormitorio también puede ser el escenario de una contienda entre el burgués y el proletario. André, por ejemplo, es el hijo de don Nadie, y Vero la hija de mamá. Ellos creen que se aman, pero quizá no haya abismo más grande para el amor.





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La última sesión de Freud

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No voy a negar que mi abuelo Sigmund dijo algunas cosas cuestionables o incluso ridículas. Ni siquiera tengo claro que el psicoanálisis sirva realmente para algo. Las películas de Woody Allen o las producciones argentinas están llenas de neuróticos que llevan años en el diván sin apenas progresar. Y sin embargo, cuando me sobre la pasta y ya no sepa en qué gastarla, buscaré un psiquiatra estrictamente freudiano para que encuentre una explicación plausible a los sueños que me persiguen. Quiero saber por qué pierdo tantos autobuses en el último minuto o me arrastro por las calles con las piernas paralizadas. No buscaría nada más: en cuanto a la vigilia ya no espero cambiar ni curarme. Porque si cambiara, ya no sería yo; y si me curara, tendría que abandonar estos vicios que entretienen mi malestar. 

Quiero decir que mi abuelo Sigmund, aunque era un genio que descubrió la estructura de la mente y el origen de nuestras penurias de primates civilizados, a veces soltaba teorías locas para dar qué hablar en los congresos del psicoanálisis y provocar un poco a los meapilas. A cristianos proselitistas como ese plasta de C. S. Lewis que se pasa toda la película tratando de convencer a mi abuelo de la existencia de Dios. Pobrecico: es como darse cabezazos contra un muro. Mi abuelo era un campeón del ateísmo y le lanza contragolpes furibundos y cargados de razón. Yo le adoro. Tengo un póster suyo en la habitación que es al mismo tiempo homenaje y retrato de familia. 

Todavía recuerdo cómo se reían de él los hermanos maristas en las clases de filosofía, llamándole obseso sexual y pornógrafo reprimido. Y yo callando, y callando..., ocultándoles que el apellido Rodríguez proviene de un pasaporte falso que usaron mis antepasados. Años después, alguno de estos hijos de puta salió mencionado en “El País” cuando se airearon los casos de abusos sexuales en los colegios. Mi abuelo Sigmund, desde el limbo de los ateos, lo lamentaba por las víctimas pero se fumaba un puro cada vez que leía los titulares.





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Su majestad

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Esperaba otra cosa, la verdad. Un cachondeo padre o una sátira despiadada. Un ajuste de cuentas con la Monarquía que no dejara títere con cabeza. Es solo una metáfora, desde luego.

Los republicanos veníamos a “Su majestad” para cargarnos de razones y luego soltarlas en los contubernios, y mearnos de la risa. Pero no: Cobeaga y San José apenas se han molestado en jugar a la parodia. “Su majestad” es un sainete, sí, pero tan anclado a la realidad que parece indistinguible de esos publirreportajes que nos endilgan en los telediarios, con el rey inaugurando cosas, y la reina sosteniendo el bolso, y la infantita vestida de militar para comandar los futuros ejércitos que lucharán contra Vladimir. Es tan carpetovetónico todo que da un poco de grima y bastante repelús. Qué pena que se nos muriera tan pronto Ivá, el dibujante de “El Jueves”, para retratar a doña Leonor en nuevas historias de la puta mili junto al sargento Arensivia.

He tardado cinco episodios- de siete en total- en comprender que estos personajes de la realeza ya son tan ridículos de por sí, tan impresentables aunque vivan precisamente de presentarse en los sitios, que basta con mostrarlos como son para para despertar la burla y el escarnio. No hay que forzar mucho la máquina. 

La infanta Pilar de “Su majestad” es un espécimen vomitivo a medio camino entre la nietísima y la Hija de la Fruta. Con eso está todo dicho. Mi amigo dice que no, pero yo creo que Anna Castillo plancha esa manera entre cayetana y chulapa de dirigirse a la gente, ese desdén hacia las formas de vida inferiores llamadas súbditos o votantes. Esa indiferencia por el populacho que viene inscrita en los genes y sería imposible de reeducar. Yo sigo las aventuras de doña Pilar por la Villa y Corte con una sonrisa permanente en los labios, pero también con una pequeña congoja en el corazón. 

Lo que no les perdono a Cobeaga y a San José es que en los dos últimos episodios nos presenten a la infanta madura y espabilada, cuando había quedado claro que era una tonta del bote y una amoral sin solución. La vida misma. ¿Una concesión innecesaria o un prurito de compasión?





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Corazón salvaje

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El mes pasado, en la revista de cine, los críticos hicieron una votación sobre David Lynch y eligieron “Mulholland Drive” como su película más incontestable. Somos muchos los que opinamos que así es. Nada que objetar. 

Sin embargo, mi película preferida de David Lynch es “Corazón salvaje”. Parece contradictorio, pero no lo es. En mi cabeza ambas ideas coexisten con normalidad. Ante “Mulholland Drive” yo me quedo boquiabierto, perturbado, desafiado por enésima vez a interpretarla. Me fascina. Pero ante “Corazón salvaje” se me asalvaja el corazón y eso es un sentimiento que me eleva sobre la butaca. Me transforma y me pervierte. Y me divierto como un enano.

“Corazón salvaje” es imperfecta, desmadrada, pero yo camino feliz sobre el camino de baldosas amarillas. Viendo a Sailor y a Lula me convierto durante dos horas en el otro yo, el que nunca fui y ya nunca seré: el chulo insufrible que recorre las carreteras con la chica más cañón del ecosistema. Bajo estas gafas de empollón y este aire de jesuita involuntario siempre hubo alguien que quiso ser un gamberro admirado y un guaperas irresistible. Es mucho mejor sentirse deseado que respetado. Envidiado que saludado. Amado que querido. Parece una canción de Serrat, ya lo sé.

“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo dice Lula en un descanso poscoital y es la definición más exacta que he oído nunca sobre cómo somos los humanos. Todos defendemos lo nuestro con uñas y dientes y además somos raros de cojones... No hay nadie que se salve a poco que mires con atención o el tiempo suficiente. “Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”: lo tengo puesto como carta de presentación en mis mundos virtuales. Es al mismo tiempo un aviso y una constatación. 

“Corazón salvaje” es una metáfora muy loca sobre la vida. Viene a decir que vivimos rodeados de perturbados y que conviene fugarse muy lejos con la chica de nuestros sueños. Poner tierra de por medio y disfrutar al máximo de una locura compartida. Y cuando ya estemos muy lejos, pararse a comprar, en una tienda del camino, una chaqueta molona que nos defina como individuos.





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Cabeza borradora

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Antes de que la vocación del cine llamara a su puerta, David Lynch estudió en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia. Allí soñó con ser el enfant terrible de las artes plásticas, el pintor provocativo del reverso tenebroso. Todo esto lo cuentan en un documental titulado “The art of life” que intenta explicar -y deja autoexplicarse- al tipo inexplicable.

En Filadelfia, David Lynch se casó por primera vez, tuvo a su hija Jennifer y desarrolló su talento natural para retratar el lado retorcido de las cosas. Entre las ruinas posindustriales, Lynch encontró la inspiración para dibujar hombres deformados y bichos de pesadilla. Años después, ya en Los Ángeles, David Lynch volcó aquellas experiencias iniciáticas en “Cabeza borradora”, una no-película que tardó siete años en parir entre penurias económicas y desánimos creativos. Otro cineasta hubiera contado la historia de un jovenzuelo que llega a Filadelfia cargado de ilusiones y vive experiencias de azúcar y sal, de risas y llantos. Pero David Lynch prefirió rodar esta cosa barroca y expresionista, lúgubre y desquiciada, en la que a veces se captan retazos de autobiografía y a veces te quedas con cara de estar siendo un poco estafado. 

Puede que “Cabeza borradora” vaya de todo esto: del miedo a la paternidad, del matrimonio fracasado, del sueño del arte convertido en pesadilla de novato...  O no, quién sabe: no descarto que algún día descubramos que “Cabeza borradora” fue un publirreportaje encargado por el Ministerio de Turismo de Groenlandia. Puestos a interpretar a David Lynch te puede salir cualquier cosa. Habría que resucitar al abuelo Sigmund para que escribiera una exégesis ilustrativa. Resucitarlos a los dos, ay... 

Cuando crees que empiezas a entender “Cabeza borradora”, Lynch se anticipa a tu orgullo empavonado y te pone una trampa para que caigas en sus mundos oníricos, en sus obsesiones particulares. El teatrillo con cortinas estrena función cada noche, entre los radiadores que no calientan.




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Una historia verdadera

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Supongo que no soy el primero en buscar la ruta de Alvin Straight en Google Maps. Tampoco el único en quedar decepcionado al constatar que los programadores de Google, tan ajenos a la cinefilia y al sentido del humor, no han incluido el tiempo que se tardaría en llegar desde Laurens, Iowa, hasta Mount Zion, Wisconsin, conduciendo un cortacésped con un remolque lleno de salchichas de hígado y de bidones de gasolina.
 
(En España, por cierto, nadie diría que ha ido conduciendo de La Pedanía, León, a Orihuela, Alicante. Diríamos, simplificando, que hemos ido de La Pedanía a Orihuela, dando por supuesto que nuestro interlocutor sabe situar ambos puntos en su provincia correspondiente. Y lo cierto es que muchas veces no sucede así: yo mismo he estado a punto, ahora mismo, de escribir Orihuela, Murcia... Es una diferencia cultural con los norteamericanos que puede parecer nimia, pero que a mí siempre me ha resultado inquietante, plena de significados).

Para ir de Laurens, Iowa, hasta Mount Zion, Wisconsin, los programadores de Silicon Valley han estimado un tiempo de 4 horas y 44 minutos si conduces un coche, de 5 días si prefieres caminar y de 21 horas si has decidido llegar a casa de tu hermano en bicicleta. Todo esto, suponemos, si hablamos de una persona joven que conduce con los cinco sentidos afinados, o que camina a buen ritmo sin dos bastones y una cadera a punto de descoyuntarse, o que es capaz de mantener un pedaleo más o menos constante al cruzar los campos azotados por el viento y luego los repechos morrocotudos que rodean el curso alto del Mississippi. 

La odisea de Alvin Straight con su cortacésped -6 semanas que incluyen dos paradas obligatorias por avería- hay que buscarla en la Wikipedia, en la historia real que sirvió de inspiración para esta obra maestra de David Lynch. No costaría nada, digo yo, incluirla en las indicaciones de Google Maps a modo de guiño y de homenaje. Sobre todo ahora, que David Lynch se nos ha ido a las praderas de los Campos Elíseos, donde también puedes desplazarte de un sitio a otro con alas en los pies, y con un cortacésped que nunca se estropea.






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