Tangerine

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Sean Baker es un cineasta del neorrealismo. Los personajes de "Tangerine", por ejemplo, no roban bicicletas ni trapichean con cartillas de racionamiento, pero sí se prostituyen por las aceras o conducen taxis por barrios muy sucios y peligrosos. En las clases desheredadas cada uno se apaña como puede.

El neorrealismo de Sean Baker no es italiano, sino de Los Ángeles, pero también da para mucho porque Los Ángeles, en sus películas, parece casi tan grande como Italia. Una ciudad tan eterna como Roma pero en un sentido geográfico y no precisamente espiritual. 

Los Ángeles parece un infierno de calles rectilíneas que nunca desembocan en una glorieta o en una rotonda que rompa la monotonía. Parecen llegar hasta el infinito transitando por barrios cada vez más marginales y cada vez más alejados de Dios Nuestro Señor. Y es justo ahí, en esas periferias insondables, donde Baker ha encontrado su mundo particular. La otra América sin vaqueros ni superhéroes, ni cómicos de Nueva York

Sean Baker, por fortuna, no es un moralista ni un misionero. No es un cura insufrible ni un plasta modernito. Él planta la cámara y se limita a mostrar el paisaje y el paisanaje. Y el cielo del atardecer, que en "Tangerine" es de color naranja y le da a las escenas un tono de infierno desvaído y algo compasivo: un lugar donde Dios aprieta pero no ahoga a esos pecadores que después de todo son hijos suyos y sólo buscan un puñado de dólares y unas sobras de cariño. 

Si no fuera por el color y por el montaje, Baker podría ser el tataranieto cineasta de los hermanos Lumière, que plantaban el trípode, le daban a la manivela y dejaban que los espectadores -incluida Leticia Dolera- juzgaran por ellos mismos las cosas más o menos chocantes que contemplaban. "Tangerine" también se podría haber titulado “Llegada de las prostitutas transexuales a la parada del autobús”, o “Taxista armenio buscando pollas que chupar”: cosas así, descriptivas al estilo de los Lumière, quizá provocativas pero reales como la vida misma, 




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Red Rocket

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Ayer por la mañana, mientras recorría el valle montado en bicicleta -y muy consciente del acolchamiento genital que me protege del sillín- me dio por pensar qué pseudónimo habría usado yo si de joven, en el esplendor en la hierba, pero con un desnudo más presentable que éste que Dios me dio, me hubiera metido a actor porno para ganarme la vida hasta sacarme la oposición o ser contratado por los curas en el mismo colegio de mi infancia (si es que nadie, ni seglar ni sacerdote, me reconocía al saludarme).

El protagonista de “Red Rocket” es conocido en su mundillo con el sobrenombre de Mickey Saber, que quiere decir que el tío la tiene tan larga como un sable y que resiste con ella, sin apenas mella, y con un mínimo de cuidados, mil combates gozosos contra la carne. La verdad es que el tío te deja pasmado cuando en una escena echa a correr desnudo y más parece un ente tripódico venido del espacio que un ser humano bendecido con los genes de la genitalia. 

Y aunque en rigor no es mejor por ser mayor o menor -como cantaba Javier Krahe-, a ningún tonto le amarga un dulce y a ningún hombre le desagrada un regalo de la naturaleza. Ya no es el rendimiento, jolín, sino el fardar, y la seguridad que te confiere. Con un arma así, escondida en la recámara, las mujeres tienen que notar algo distinto en tu mirada, una audacia poco común y seductora. 

No voy a poner aquí, desde luego, las cien ocurrencias que me vinieron sobre la bici: unas por marranas, otras por idiotas, y otras porque me quedaron la mar de presuntuosas. Lo importante es que durante unos kilómetros anduve entretenido con la tontería y no pensé ni en el calor ni el fatiga. 

Luego, mientras me tomaba un café reparador en el pueblo de Casadiós, quise buscar una reflexión profunda sobre “Red Rocket” y sobre el cine de Sean Baker en general. Pero no la encontré. Este diario tampoco va de eso. Aquí todo es análisis superficial y tontorrón. Las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo -¿es lícito ver porno, hacer porno, banalizar con el porno?- se las dejo a Leticia Dolera y a otras madres de la Iglesia que ahora mismo se preocupan por nuestra alma. 





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The Florida Project

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Para que Disney World -o cualquier otro paraíso artificial- funcione y salga rentable tiene que haber gente que limpie los retretes por cuatro duros y además sonría agradecida. Lo otro sería comunismo o Estado del Bienestar. Un anatema. El turismo que todos disfrutamos se sostiene sobre la precariedad y la mordaza. 


“The Florida Project” está rodada justo al lado de Disney World, pero la cámara se las apaña para que los cuentos de hadas y los castillos de ensueño nunca aparezcan en el horizonte hasta que llega la última escena. Sólo alguna vez, cada mucho tiempo, Cenicienta se permite el lujo de convertirse en damisela y pasear por su propio castillo. Y experimentar, por una noche, la bonita sensación de ser servido y no tener que servir.

En un edificio residencial que no llega a ser de mala muerte -pero que tampoco es, desde luego, de buena vida- residen varias mujeres maltratadas por la vida. Todavía son jóvenes y resueltas, pero llevan tantas cornadas en el alma como tatuajes en el cuerpo. Para comer, y para que sus hijos coman, ellas se desloman, o trafican, o se prostituyen. Es neorrealismo americano del siglo XXI. Sin embargo, para Leticia Dolera, “The Florida Project”, como “Anora”, seguramente es  otra campaña de Sean Baker para reclutar prostitutas vocacionales. Ay, Leticia...

Mientras estas mujeres del lumpen se drogan en sus apartamentos o se amorran a la tele para olvidar tanta penuria, sus hijos e hijas, libres como conejos, en el tiempo infinito de las vacaciones de verano, corretean por la periferia de Disney World sableando al turista o haciendo gamberradas. Son demasiado pequeños para tener conciencia de que están viviendo en el bando de los perdedores. De niño uno no sabe nada sobre las clases sociales. Mientras haya helados y juguetes de plástico todo va bien y nadie se rebela. La infancia es un paraíso tan feliz e ilusorio como ese complejo de Disney World que se levanta apenas a dos kilómetros de la marginalidad.  




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Enemigos públicos

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Cuando los ricos se roban entre ellos se produce lo que los historiadores llaman un "período de calma". El capital cambia de manos en las altas esferas sin que aquí abajo, entre el populacho, nos enteremos de gran cosa. 

Pero estos paréntesis de paz social no suelen durar más allá de una década. A veces menos. Tarde o temprano los ricos firman una tregua y juntan sus ejércitos para saquear a las clases menos favorecidas. Es lo que los historiadores llaman "crisis económicas". A los pobres que vivían tan felices con su pobreza ahora se les exige vivir en la miseria, y es entonces, en el cabreo, cuando se lanzan a la revuelta callejera e incluso a pedir el comunismo si el hambre se hace tan universal que surge la fraternidad entre las masas. 

Cuando la lucha de clases se vuelve caliente y sangrienta, siempre surge la figura de un Robin Hood que roba bancos o asalta diligencias para hacer al menos un gesto de restitución. Son gente como Dillinger, o como el Dioni, o como el propio camarada Lenin, que nacionalizaba los sectores estratégicos atusándose la perilla.

En Estados Unidos, en los años de la Gran Depresión, John Dillinger fue el héroe trágico de los norteamericanos que se quedaron sin tierras o sin trabajo en las fábricas: vagabundos de las carreteras que buscaban un empleo cualquiera para subsistir: vendimiar las uvas de la ira, por ejemplo, o los cojones del hartazgo. "Quien roba a otro ladrón, cien años de perdón", decían las clases humilladas cuando leían que Dillinger había vuelto a atracar otro banco con la ametralladora Thompson de cien balas por minuto. 

Pero Dillinger, como tantos otros, fue un falso profeta de los pobres. Un Robin Hood de pacotilla. Los únicos que vieron un duro de lo que robó fueron los dueños de las tabernas y las prostitutas con las que Johnny desfogaba el exceso de testosterona. Un delincuente puro y duro al que Michael Mann, en la película, ni siquiera trata de explicar. Ni biografía ni contexto histórico. Nada de nada. Un remake camuflado de “Heat” pero ambientado en la época de los sombreros borsalinos. Todo muy entretenido y en verdad muy poco didáctico.




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Tiempo de victoria: La dinastía de Los Lakers. Temporada 2

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La serie iba de puta madre pero termina casi de sopetón. Es como si hubieran dejado que el piloto en prácticas aterrizara el aparato. Me acordé del propio Kareem Abdul-Jabbar interpretando al copiloto enfadado  de “Aterriza como puedas”.

En mi inocencia de espectador satisfecho yo esperaba una continuación todavía por estrenar, con toda la pasta que había metido la HBO y todo lo que dieron de sí aquellos duelos de nuestra infancia. Pero “La dinastía de los Lakers” termina, sorprendentemente, cuando Magic Johnson y compañía aún daban sus primeros pasos en las victorias y en las derrotas. Te enseñan cómo perdieron las finales de 1984 contra los Celtics sempiternos y luego pasan a otra cosa como una mariposa de California. 

Me quedé de piedra cuando al final del último episodio salen unos cartelitos que explican qué fue de los personajes en los años venideros. Nos hemos tenido que enterar por la prensa de lo que pasó con los millones de la familia Buss y el método revolucionario de Paul Westhead; con el reinado repeinado de Pat Riley y el récord de puntos ya superado de Kareem. Y también -porque es el leitmotiv de la serie- con la amistad postrera que unió a Magic Johnson y a Larry Bird después de tantas miradas asesinas y tantos motherfuckers sobre la cancha.

Es como si los showrunners hubieran pedido un tiempo muerto y de pronto los ejecutivos de HBO les hubieran pitado el final del partido. Un coitus interruptus. ¿Razones económicas? Lo más seguro. ¿Bajas audiencias? De cajón. También es muy posible que el algoritmo, como el césar de Roma, torciera el pulgar hacia abajo y decretara que ya estaba bien de sacar machirulos ochenteros en calzoncillos. Demasiado follarín compulsivo y demasiada mujer subordinada. ¿Cheerleaders moviendo el culo y fulanas persiguiendo a tipos millonarios? Un despropósito moral. Un mal ejemplo para la juventud del siglo XXI. Un negocio ruinoso. 

De todos modos, esta aventura -completa- ya nos la habían contado en aquel documental de la ESPN titulado “Los mejores enemigos”. Y en el libro "Showtime” que sirve de base a esta serie y que un buen amigo de estos andurriales me recomendó.




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Jazz, la historia

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Al jazz llegué tan tarde como al sexo verdadero. Casi tanto como a la cocción de verduras o a la bicicleta de carretera.  Y se nota: lo que no se practica en la juventud luego se aprende a trompicones. Mejoras, o te mejoran, pero ya nunca das el rendimiento de los campeones. Una cosa tan simple como el mando de Movistar -por poner un ejemplo- y me lío cantidad con sus funciones. 

Para que el aprendizaje eche raíces y crezca sano y vigoroso hay que regarlo desde el principio. Es la única manera de vencer a la torpeza sensoriomotora y a la podadura de las neurona. Lo que no se mama desde chaval -y perdón por la expresión- luego cuesta mucho recuperarlo. Al final sí, te aficionas, al jazz o a cualquier otro placer de la vida, pero los años perdidos dejan agujeros que ya no se remiendan por más documentales que veas o por más discos que acapares.

Cuando quise ser culto para impresionar a las mujeres -porque de otro modo no podía impresionarlas- me dio por la música clásica y ahí estuve durante años, perseverando en un postureo que luego se convirtió en afición y en elevación del espíritu. No conquisté a ninguna señorita por esa vía, pero conocí mil cosas que había que escuchar antes de morirse. Cuando llegué al jazz -de una manera autodidacta y ya sin afanes de pavo real- lo primero que hice fue comprar esta serie documental. Cómo di con ella ya no sabría recordarlo. En “Jazz, la historia” conocí el origen del ritmo y apunté en una libreta cuáles eran los artistas imprescindibles. Aprendí a colocarlos en una línea cronológica y luego me lancé a la escucha de los discos fundamentales. 

Luego pasé varias crisis existenciales y me volví perezoso y olvidadizo. Pero ahora que estoy de vuelta en Nueva Orleans, necesitaba ver de nuevo "Jazz, la historia" para renovar el carnet de aficionado. El documental consta de doce episodios en los que sale un Jesucristo apellidado Armstrong y doce apóstoles que predican con sus variopintos instrumentos.





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Doctor Portuondo

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Mi ejemplar de “Doctor Portuondo” lleva más de dos años secuestrado en la biblioteca de una ex amante. A veces, en las horas más tristes del día, me pregunto qué será de él, junto a los otros rehenes infortunados, en esas estanterías que seguramente ahora recorre otro dedo masculino mientras musita: “Qué interesante es todo esto...”. Hay que joderse. 

Qué tiene que sentir -o mejor dicho, no sentir- una mujer que se apropia de mis libros y luego se queda tan oreada, o tan pancha, como ella decía. Qué le pasa por la cabeza -o qué no le pasa- cuando los descubre allí quitando el polvo o buscando otros libros para leer. ¿Se encoge de hombros? ¿Se ríe como una malvada? ¿Le importa todo tres cojones y medio? Da igual... Como nunca les puse ex libris creo que no los puedo reclamar en la comisaría. La verdad es que nunca he sabido cómo va este asunto de los libros robados a las ex parejas: qué coño libros retenidos, o secuestrados. 

Aquel libro fue mi primer acercamiento a este neurótico tan peculiar llamado Carlo Padial. “Doctor Portuondo” tenía grandes hallazgos y varias pajas mentales carentes de interés, pero mi ex lo descubrió un día en mi biblioteca y se lo echó al morral porque, según me dijo en ese momento, le interesaban mucho las cosas relacionadas con la psiquiatría. Hay que ser un imbécil como yo para no comprenderlo todo de sopetón.

Tras el robo, Carlo Padial quedó reprimido en mi subconsciente hasta que hace poco, en la radio, Berto Romero recomendó su podcast emitido desde Marte. De pronto me acordé de mi libro y me pudo la curiosidad de saber qué había sido de Carlo Padial tras aquellas sesiones de psicoanálisis con el doctor Portuondo. Fue así como llegué, con mucho retraso, a esta serie que versiona alegremente lo que en aquel libro se contaba. 

Porque a mí, como a mi ex, también me interesan mucho las cosas de los psiquiatras, pero por motivos ajenos a los suyos. Yo voy tras la exégesis perpetua del psicoanálisis, que es esa sabiduría que mi abuelo Sigmund enseñaba a los gentiles para aportar luz sobre nuestro eterno conflicto con el antropoide interior. El deseo sexual enfrentado a la razón.





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Monty Python's Flying Circus. Temporada 2

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Lo moderno, lo correcto, lo decente en esta sociedad evolucionada del siglo XXI, sería decir que reírse con el Circo de los Python es un pecado para confesar ante el sacerdote. O ante la sacerdotisa. Un placer culpable y vergonzoso. Un estigma para quien vaya presumiendo por ahí. Desde luego nada que se pueda decir en un perfil público de Instagram.

Yo no presumo de reírme con los Python pero tampoco me avergüenzo. Estoy ahí, a medio civilizar, atrapado en el tiempo. Viendo esta segunda temporada me he descojonado con varias majaderías que aquí no se pueden detallar... Ante el despliegue de los Monty Python siempre me siento puro como un niño y gamberrete como un colegial. Quizá libre como un adulto informado del contexto. No sé. Tampoco querría disfrazarme de caballero de Oxford siendo en realidad un cockney de León.

Eso sí: si tengo que elegir entre aquello de 1970 y esto de ahora, yo casi me quedo con lo de entonces. Recuerdo a Ignatius Farray cuando decía que entre la tesitura de no ofender a nadie y ofender a todo el mundo, la obligación de un cómico valiente es ofender a todo Dios y que salga el sol por Antequera. Yo estoy muy con eso. Cada vez que Ignatius pisaba un charco en sus monólogos yo me reía el doble: por la gracia, y por el arrojo. Y me pasa igual con el “Flying Circus” ya tan viejuno de los Python. Quizá no sea tan gracioso, pero es tan descarado no queda más remedio que sonreír.

Los Python se atreven con todo menos con la monarquía. Lo intentan un poco en el último episodio pero se ve que la espada de la BBC pende sobre sus cabezas. Una cosa es provocar y otra quedarte sin sustento. Yo eso lo entiendo. A cambio, a los directivos de la BBC parece no importarles que los Python hagan chistes sobre los tontos del pueblo, las fuerzas armadas, los ladrones de la City o los obispos enloquecidos. Y además salen animaciones con mujeres en bolas... Nos habían prometido que la modernidad consistiría en sacar también a hombres en bolas para igualar la audacia y el deseo, pero nos engañaron como a bobos.





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