Nathan for you. Temporada 2

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Decía La Rochefoucauld, en una de sus máximas, que los defectos son más perdonables que los medios que usamos para disimularlos. No la llevo memorizada pero es más o menos así. En caso de necesitarla la tengo doblemente subrayada en ese libro imprescindible. 

Deberían, no sé, enseñarla en las escuelas. En las de filosofía y en las normales. Ponerla sobre los encerados o bien visible en los vestíbulos. Debería ser un mantra fundamental para la autoayuda: si tienes un defecto, tira p’alante con tu defecto y no mires atrás. Sé que es difícil y tal, pero tú puedes. Sé tú. Porque todo eso que haces para disfrazarlo es mucho peor y además vas haciendo el ridículo por ahí. El remedio, en estas cosas, casi siempre es peor que la enfermedad. 

Me acordé de la máxima de La Rochefoucauld mientras veía la segunda temporada de “Nathan for you”, que es una serie de la tele casi clandestina, como maldita o proscrita por las autoridades. Son malos tiempos para parodiar el capitalismo... Se supone que Nathan es un emprendedor especializado en salvar negocios que no funcionan o que tienen un amplio margen de mejora; pero luego, en aras de la comedia, todos los profesionales que le contratan terminan peor de lo que estaban, endeudados hasta las cejas y con la trapa del negocio a punto de caer. 

Nathan es el anti-rey Midas que todo lo que toca lo devalúa. Jamás propone una solución lúcida y simple: lo suyo es aplicar una capa de enredo tras otro, generando nuevos problemas que necesitan nuevas soluciones... Es una espiral muy tonta y sin final. Es la vía muerta y catastrófica del disimulo, como advertía La Rochefoucauld. El puro descojono. 





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La suerte: Una serie de casualidades

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En los países civilizados, más allá de los Pirineos, los torturadores de animales no andan sueltos por la calle. O sí, pero después de cumplir una condena. Y por descontando: nadie les llama “maestro”. ¿Maestro de qué? ¿Del dolor y de la muerte? ¿Del olor a sangre y a mierda, y a miedo? Menudo tronío. Menudo arte. ¡Que viva la Virgen!, y los cojones, la españolía y la idiosincrasia.

Y sin embargo, aquí, en el África europea, en el Mercado Común del dinero pero no de la modernidad, los toreros todavía gozan del aplauso de la chusma y del respeto de la cultura. Es la tradición y tal, te dicen. Nuestra cultura... Será la tuya, cacho cabrón. La mía no, desde luego, y cada día la de menos gente. Pero aún son demasiados, los que aplauden la tortura o la toleran, o la blanquean dándole la mano al que la lleva ensangrentada. Entre ellos los diputados del Partido Ex socialista y Ex obrero. ¿Harían lo mismo si el fulano viniera de atravesar perros con una espada? Quizá también, quién sabe... El mundo subpirenaico está lleno de homínidos que todavía habitan en las cavernas.

La serie -que, por cierto, está muy bien hecha y tiene a un Oscar Jaenada en estado de gracia-  gira en torno a la amistad improbable entre un opositor a la tauromaquia y un torero reconcentrado. Me parece muy bien. Queda muy humano; humanístico incluso. Humanérrimo. Las dos Españas reconciliadas... Casi se me saltan las lágrimas de la emoción. Es broma. Que se vayan a tomar por el culo.   Yo no podría ser amigo de un torturador. Jamás. Ni conocido siquiera. Me extirparía las neuronas para borrarlo de mi recuerdo. No podría ni mirarle a la cara. Me daría vergüenza que me vieran a su lado en una cafetería, aunque fuera por casualidad. Así que imagínate tener que llevarle en taxi a la plaza, o coleguear después de la faena, en el cóctel con las folclóricas.





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Poquita fe. Temporada 2

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Dice Juan José Millás que no se envejece gradualmente, sino por escalones. Y tiene razón: un día estás más o menos presentable y al siguiente, porque te tocaba bajar el escalón, has envejecido varios años de sopetón. En esa noche de Valpurgis se te ha arrugado el entrecejo y se ha expandido la superficie de tu frente. Un vértebra que antes no crujía ahora hace un ruido extraño al levantarte. Te notas un poco más cansado, un poco más resfriado, un poco más hasta los cojones de la gente... Crees que es algo pasajero pero ya no tiene solución. Los escalones, por las leyes de la termodinámica, sólo permiten descender. Has envejecido.

Es por eso, dice Millás, que saludas a los conocidos por la calle y te dices: “Joder el tío, o la tía, está igual que siempre, no sé cómo lo hace... ”, hasta que otro día te los vuelves a cruzar y es como si les hubieran caído cinco años a traición. 

Eso mismo es lo que me ha pasado con varios personajes de “Poquita fe”: que hacía dos años que no los veía y de pronto me han parecido avejentados y arrugados. Golpeados por la vida y maltratados por la entropía. Se ve que en algún momento de este paréntesis les tocaba envejecer. En sus rostros no han transcurrido dos años, sino cinco, o incluso más. El tiempo no respeta ni a los famosos. Ni a los personajes de ficción. Yo mismo acabo de bajar un escalón y sé muy bien de lo que hablo. Me miro en las fotografías de hace dos años y no termino de reconocerme. Justo cuando ya me recuperaba del mal de amor empezaron a fallarme los cromosomas...

Viendo la segunda temporada de “Poquita fe” me dio por pensar en la corrupción de la carne y no me he reído tanto como planeaba. La serie me hace gracia pero no me arranca la carcajada. Lo mío es el humor salvaje, ofensivo, el que corta cabezas y no conoce ni a su padre. “Poquita fe” es humor ingenioso pero inocuo. Bajo en calorías, apacible y tontorrón.





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Muertos S. L. Temporada 3

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A veces, supongo que comotodo el mundo, imagino cómo será mi funeral allá en el tanatorio. Jamás en la iglesia, porque es justamente en las iglesias donde vive el Maligno. Yo las tiraría todas por dentro para hacer salones de billar... Si tengo tiempo dejaré instrucciones para que nadie acerque mi cadáver a semejante negociado. Y si no, tampoco creo que sea necesario: los pocos allegados que me queden ya sabrán de mi repelús por Jesús, como rimaba Javier Krahe. 

Pero nunca se sabe: sé de un ateo fallecido en La Pedanía al que luego su familia traicionó con un funeral religioso. Es una putada de la que no te enteras, y además sin venganza posible, pero no deja de ser una putada.

El mío, desde luego, no iba a ser un velatorio muy concurrido. Amigos pocos; primos ninguno; una ex amante como mucho e hijos, que yo sepa, sólo uno reconocible. Los empleados de Funeraria Torregrosa no iban a recibir peticiones extrañas ni dolientes exagerados. Se limitarían a cumplir con cuatro burocracias imprescindibles, con cuatro acompañantes muy bien educados, y el resto del tiempo se lo pasarían enredando con sus cuchipandas habituales.

Cuando se muere un vecino de La Pedanía, en cambio, acuden cientos de personas al tanatorio. Son la gente de aquí, la de toda la vida, que se presentan por afecto verdadero o por no verse señalados en la ausencia. En la España Profunda aun rigen esos códigos de etiqueta. Pero yo no soy de La Pedanía, ni me relaciono gran cosa con los lugareños. Muchos ni siquiera se enterarían de que yo falto por el vecindario. 

Luego me doy cuenta de que quizá todo esto suceda en León y no en La Pedanía. No sé cómo lo gestionaría mi familia ni el seguro contratado. Pero sería bonito, lo de León: cerrar el círculo geográfico del nacimiento y de la muerte. Que regrese al polvo leonés lo que del polvo leonés emergió. Le daré verde a los cipreses y amarillo a las lecheras. Al menos en León las llamamos así: lecheras, a esas flores amarillas que cuando las cortas es como si manaran caucho pegajoso.




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Yakarta

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El único entrenador que yo tuve no se parece en nada al personaje de Javier Cámara en “Yakarta”. Son como la tesis y la antítesis en la dialéctica de Hegel. El doctor Jekyll y el señor Hyde de los pabellones deportivos. La serie de mi adolescencia se podría haber titulado “Oviedo” porque era allí donde se jugaban las fases finales de nuestros campeonatos de baloncesto. Y Oviedo no se hunde en el mar, sino que se eleva sobre el valle. 

El hermano Pedro dirigía la selección escolar y era un auténtico hijo de puta. Que le apodáramos “HP” tenía poco que ver con lo de hermano Pedro o con la fotocopiadora Hewlett-Packard de conserjería. El hermano Pedro no te animaba a mejorar. No confiaba en ti. No te enseñaba cosas útiles para derrotar al enemigo. Es verdad que no te robaba el dinero para jugárselo en el bingo ni se ponía a llorar por las esquinas recordando que una vez abusaron de su inocencia. Cuando le conocimos, HP ya era un carcamal destrempado y no creo que le interesaran demasiado nuestros cuerpos. Él era un devorador de almas y vivía de la energía que nos succionaba. Un vampiro de nuestro amor por el baloncesto. De nuestra fascinación adolescente por la NBA de los imperialistas.

Ninguno de nosotros iba a jugar jamás en la NBA, pero jolín: te lo tomabas en serio. Querías plantarte en Oviedo para derrotar a los prisioneros de los otros campos de concentración. Querías aprender movimientos de ataque y conceptos defensivos para luego jugar las pachangas con los amigos y dejarles en ridículo ante las chavalas que miraban, y que admiraban. Pero el hermano Pedro se dedicaba a pitar los partidillos y a reírse de ti con fina ironía si fallabas una canasta tonta o cometías una falta innecesaria. 

- El señor Rodríguez parece que está deseando irse con la chusma, a jugar al fútbol...

Porque el hermano Pedro también era un clasista y un franquista declarado. En la vida civil nos daba clase de literatura y allí aprovechaba para cargar contra el peligro socialista y el advenimiento de los maricones. De Javier Cámara, en la serie, si hablamos de lo sociopolítico, solo podemos decir que parece un poco meapilas y nada más. 




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Los girasoles

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Creo que es la mujer más guapa que he visto en mi vida. O al menos esta semana, en las innumerables ficciones donde encuentro mi refugio. Pero no estoy hablando de Sophia Loren -que a mí, la verdad, disidente de mi generación, siempre me ha provocado una inexplicable indiferencia. Una subjetividad gélida frente a la objetividad de sus encantos.

Yo estoy hablando de Lyudmila Savelyeva, la campesina en la que Marcelo Mastrioanni encuentra la paz de las nieves y el calor en la cabaña. Lyudmila es un ángel de la estepa; la aparición mariana de una tovarich comunista y pelirroja. El ideal político-sexual de este bolchevique encanecido... Hasta hace un par de horas, Lyudmila era una completa desconocida para mí; a partir de hoy, será la musa principal de mis añoranzas. La carne y el hueso de mis ideales enamorados. Ya no sabré si decantarme por ella o por Mary Kate Danaher cuando un reportero dicharachero me pregunte por la calle.

He buscado a Lyudmila en internet y apenas existen cuatro referencias -y todas en inglés- sobre su carrera profesional. Un puñado de películas soviéticas y un permiso del comisario político para rodar con Vittorio de Sica una película en Occidente. Podría buscarla en ruso, por supuesto, en ese idioma adorable que ella parlotea como un pajarillo y que ahora la tecnología ya traduce casi el instante al cristiano verdadero. O mejor aún: podría hacer como Sophia Loren en la película: coger el petate e irme directamente a Moscú, a buscar el amor perdido tras la guerra devastadora. Porque existen las guerras mundiales y las guerras particulares.

Lo que pasa es que ahora ir a Moscú está más difícil que en tiempos de la Guerra Fría. Se necesitan más permisos y además corres el peligro de que tu avión sea derribado por los ucranianos. O por los mismísimos rusos, para luego echarle la culpa al cha-cha-chá. 




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Milagro en Milán

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El último milagro en Milán tuvo lugar el 6 de mayo de este mismo año. La Iglesia Católica todavía no lo ha reconocido, pero somos muchos los que hemos firmado la petición en Miracolos.org. Y la hemos firmado, además, ateos y creyentes por igual, porque el fútbol es un terreno ecuménico donde nos juntamos los apóstatas con los católicos. El balón es el único dios que aún nos reúne bajo su imperio. 

El milagro del que hablo fue una aparición de la Virgen María en el estadio de San Siro. Pero no con su disfraz de los cuadros del Barroco, sino encarnada en Francesco Acerbi, el central del Inter de Milán, que fue quien marcó aquel gol en el tiempo de descuento contra el Barça. Yo ya lo daba todo por perdido cuando Acerbi apareció de la nada -o descendió de los cielos, según una toma lejana del VAR- para enviar el partido a la prórroga y evitar que los muchachos de Negreira se plantaran en la final de la Copa de Europa. He visto el gol cien veces repetido y yo creo que no lo firmaría ni el mismísimo Jesucristo.

Desde entonces, desayuno todos los días en una taza nerazurri que mi hijo trajo una vez de sus viajes por Italia. Esa taza es el copón sagrado donde yo celebro cada mañana el misterio y la alegría.

El milagro en Milán del que habla Vittorio de Sica no tuvo lugar en su campo de fútbol, sino en un descampado de las afueras. Allí pasaban el invierno de 1951 los pobretones de la ciudad, cobijados en unas chabolas todavía más precarias que las que construían los charnegos de “El 47”. Buscando agua potable bajo el suelo, los pobres de Milán descubrieron petróleo bajo sus pies y fueron desalojados sin contemplaciones por el dueño del terreno, ya todo símbolos del dólar -o de la lira-en sus pupilas de carroñero. 

En el milagro de la película ningún chabolista fue descalabrado ni encerrado en un calabozo. Todos lograron huir en unas escobas mágicas como aquellas de Harry Potter. La Iglesia, por cierto, tampoco ha reconocido esta fuga voladora como una intercesión del Altísimo. Las escobas son cosas de brujas, y los triunfos de los pobres, maquinaciones del Maligno. 




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Umberto D.

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La Democracia Cristiana, enemiga acérrima del socialismo redistributivo, le prometió al señor Umberto una pensión decente y el derecho a una vivienda. Son cosas que se ponen en la Constitución, ya se sabe, y que luego se cacarean en las campañas electorales con mucho brazo agitado y mucha garganta desgañitada. Forma parte del circo democrático. Son promesas tan falsas y mitológicas como el crédito fácil o la crema antiarrugas. Hay que ser un imbécil para creérselas. O un buen hombre como el señor Umberto, que confía en las promesas oficiales y en el buen corazón de los gobernantes.

Y luego, lo de toda la vida: en la primera crisis económica provocada por la burguesía, al señor Umberto le recortan la pensión y lo dejan sin poder pagar el alquiler. A la puta calle, él y su perro Flike, que no tiene culpa de nada el pobrecito. 

Las películas del neorrealismo italiano nunca pasan de moda porque sus circunstancias tampoco pasan de moda. Si aquellos italianos vivían en la posguerra y eran pobres de solemnidad, los españoles de ahora seguimos siendo pobres -pero sin solemnidad- y vivimos las consecuencias de una posguerra que nunca se termina. La única diferencia es que ahora, quienes no tienen futuro, quienes cobran una miseria y no pueden acceder a una vivienda respetuosa, son nuestros jóvenes, nuestros hijos, mientras que a los ancianos como el señor Umberto todavía les queda un resto de monetario para arrimar cebolleta en Benidorm. 

Los ancianos de hoy en día son muchos más que en la Italia de don Umberto, y además se organizan, y se hacen valer cuando llegan las elecciones. Los partidos les temen y les conceden unas migajas de riqueza. Pero los jóvenes... Los jóvenes que se jodan. La muchachada es como es, ya lo sabemos, pero luego nos extrañamos de su indiferencia electoral, o aún peor: de su voto retorcido a los nostálgicos de la violencia.




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