Triangle

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He tardado tres días en curar el dolor de cabeza que me provocó Coherence. Su enredo de universos alternativos me dejó las meninges turulatas, y las neuronas en grave cortocircuito. Para restaurar el sistema no he tomado analgésicos, ni he repasado las explicaciones del gato de Schrödinger. Simplemente he dejado que pase el tiempo: dormir mucho, pasear por el monte, renunciar a los acertijos. Empaparme de fútbol televisado, que es el bálsamo de los menguados, la escapatoria de los más cortos.     


        Pero hoy, tentado de nuevo por el demonio del intelecto, he tirado el tratamiento por la borda. Los designios de internet me han traído otra película de paradojas temporales, de personajes duplicados, y no he podido resistirme al desafío. Triangle es una película australiana de mucho intríngulis y mucho susto. Una mezcla extraña entre Atrapado en el tiempo y Los cronocrímenes. Me costará otros tres días de convalecencia mental. O quizá menos, porque Coherence tenía una explicación fundamentada en la física, y uno se quedó traumatizado por su falta de saberes. Triangle, por el contrario, es una película qure nadie ha entendido muy bien, y eso te quita mucha presión. 

    Los contrasentidos de Triangle tienen muchos agujeros, muchas trampas, y los guionistas recurren a hechos fantasmales para solucionar las incongruencias, como si usaran parches o tiras de típex. Pero no nos importa, el chapuceo. El objetivo de Triangle no es romperte la cabeza, ni humillarte en tu butaca. Aquí lo principal es entretenerse; aquí la chicha y la sustancia es contemplar, multiplicada por tres, o quizá por más, en las muchas líneas temporales, la belleza de esta actriz llamada Melissa George. Ya de dar la castaña con un personaje que reaparece y se reduplica, quién mejor que Melissa, con su camiseta mojada, con su boca perfecta de labios carnosos y entreabiertos. 




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Amador

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Amador, la última película de Fernando León de Aranoa, quiere ser el retrato tragicómico de una pareja de peruanos que viven al borde de la desesperación, en los arrabales de Madrid. Él, Nelson, lleva un negocio ilegal de reparto de flores, y ella, Marcela, cuida a un anciano cascarrabias llamado Amador que da nombre a la película.

El tal Amador, aunque su hija opine lo contrario, y jamás se pase por la casa a visitarlo, está en las últimas fechas. Ya no sale de la cama si no es para mear o para tomar un baño. Allí tumbado noche y día, sin afeitarse y sin quitarse el pijama, Amador escucha la radio, ve la televisión, recibe a las visitas, completa sus puzzles... Cuando Marcela le reconviene, el anciano le suelta un par de sabidurías aprendidas en los bares para salir del paso. Da un poco de vergüenza que el otrora genial guionista, don Fernando, caiga en estas simplicidades de colegial. "La vida es como un puzzle en el que hay que ir colocando las piezas", y cosas así, en las líneas de diálogo. De primero de filosofía para parvularios; de culebrón jamaicano para marujas. De película del Oeste de bajo presupuesto donde la vida siempre está en el fondo de un vaso de whisky. 



    Es ahí, en las parábolas de la I Carta de Amador a los Corintios, cuando la película, a pesar de sus buenas intenciones, se cae sin remedio. Luego suceden cosas que no se pueden desvelar aquí, muy gordas y muy traumáticas, y uno, sin saber muy bien cómo, se encuentra repasando los conocimientos que aprendió en la tele sobre la velocidad de descomposición de un cadáver. Y aquí, en Amador, las cuentas no salen. Y mucho menos en Madrid, en plena canícula, en el extrarradio polvoriento. De Amador hemos pasado a un CSI Fuenlabrada en el que Grissom y compañía se enfrentan al extraño caso del cadáver que aguantó semanas y semanas sin pudrirse, emitiendo todo lo más un tufillo que unos ramos de rosas se encargaron de disimular. El brazo incorrupto de Santa Teresa, de nuevo. Un  milagro de la España Católica que lucha contra el laicismo voraz de Podemos. Una chapuza de guión que te corta el rollo solidario con estos peruanos exiliados. Qué nos importa ya, el devenir socioeconómico de estas pobres gentes, si vivimos pendientes de este nuevo desafío para la ciencia, de esta nueva intromisión –quizá de lo divino- en nuestras vidas de pecadores. 


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The honourable woman

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The honourable woman cuenta la historia de Nessa Stein, una mujer millonaria, heredera del imperio de su padre, que trabaja sin descanso por la concordia entre israelíes y palestinos. Aunque ella es judía, y su padre participó activamente en las guerras de partición, Nessa sueña con la relación fraternal entre los dos pueblos. Para ello ha tendido una red de telecomunicaciones que une a todos los habitantes del secarral bíblico, para que se envíen whatsapps, y tweets, y mensajes de texto, en hebrero, o en árabe, o en arameo. Y así, tic a tic, y verso a verso, se vaya tejiendo la red que unirá las almas y los espíritus. "Por internet hacia la paz", viene a ser más o menos su lema.


     Nessa, obviamente, es una bobalicona sin remedio, un baronesa del Imperio Británico que se levanta por las mañanas y no tiene muchas cabras que ordeñar. Ela se ducha, desayuna, administra sus cuatro asuntos con los asesores y luego se pone a jugar con los mapas de Palestina, a ver si unimos Gaza con Hebrón, o Cisjordania con Tel-Aviv. Por encima de Nessa, sobrevolando como buitres sus valiosísimas redes de fibra, están el Mossad, Hezbolá, el MI6..., organizaciones que viven de la guerra y de la conspiración, y cuyos responsables no desean la paz que tanto sueña Nessa, porque se quedarían sin trabajo. 

    Y por encima de todos ellos, por supuesto, dirigiendo el cotarro desde las sombras, los americanos y sus agentes. En estas tierras ya no rascan mucho petróleo, pero siguen votando a congresistas y senadores muy temerosos de Yahvé, tipos muy religiosos que viven convencidos de que será allí, en la colina de Megido, donde tendrá lugar el Armagedón, la Lucha Final entre las huestes del Bien y del Mal. Ellos, por supuesto, piensan salir triunfantes a costa de los sarracenos, de los comunistas, de los chinos incluso, como sigan dando por el culo con sus estrategias comerciales.



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Coherence

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Si algún lector ha caído en este blog buscando explicaciones sobre el intríngulis de Coherence, tengo que sugerirle, amablemente, que busque en otros rincones donde se hable con más criterio de física cuántica. Donde se explique con pelos y señales la paradoja del gato de Schrödinger, que es la base científica de la trama, y que aquí no va a ser abordada ni desvelada.

           En este blog del cinéfilo solitario, el lector sólo va a encontrar divagaciones sobre la belleza de Emily Baldoni, que también es un misterio de la hostia, dicho sea de paso. La señorita Baldoni es una na conjunción mágica de millones de átomos que se ponen unos encima de otros y se entrecruzan y al final conforman una nórdica de ver y casi no creer, como le pasaba a Alfredo Landa en las playas españolas de los años 60, que también se quedaba mirando a las suecas sin comprenderlas del todo. Como visitado por alienígenas, o atrapado en otra dimensión, o soñando un erotismo del que alguna medusa iba a despertarle con su roce venenoso. Aquello sí que era ciencia-ficción de la buena, de la inexplicable, de la que animaba los debates y las tertulias en el bar de Manolo: las extranjeras tumbadas en bikini sobre la arena del Mediterráneo, que la pareja de la Guardia Civil que rondaba las cercanías no sabía si tomar cartas en el asunto o regresar al cuartel a hacerse unas pajillas.






            Y el caso es que uno, en su juventud dorada, cuando leía libros complejos y no se quedaba dormido a los diez minutos, llegó a entender de verdad este enredo de los universos alternativos, de las líneas temporales paralelas, que la física cuántica nos propone como factibles porque son resultados de las ecuaciones, pero que nuestra intuición, limitada y homínida, rechaza como imposibles. Uno, en sus años de inteligencia más afinada, de retentiva más entrenada, llegó a comprender la paradoja vital del gato encerrado en la caja con la cápsula de veneno. A comprender, digo, que no a asumir, porque el sentido común es muy cerril, que uno puede estar vivo y muerto a la vez. Que puede estar aquí mismo, en la habitación del escribano, añorando la hermosura de Emily Baldoni, y al mismo tiempo, en otra realidad paralela, gracias a la magia de las partículas subatómicas, estar yaciendo con ella en una cama de Estocolmo, desnuditos los dos, en una vida completamente distinta y gozosa. Una existencia en la que tal vez, orgulloso de mi rubiaza y de mis millones en el banco, yo me descojono por dentro de la vida miserable que llevan esos cinéfilos de la vista desgastada, todo el día encerrados en su habitación, viendo películas y escribiendo sobre ellas, soñando con mujeres suecas que las putas partículas cuánticas han decidido construir en otra dimensión, fuera del alcance de los sentidos, y casi de la literatura.


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The imitation game

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La realidad de mi vida y la ficción de mis películas han vuelto a cruzarse de un modo extraño. El mismo día en el que asisto a un curso sobre el síndrome de Asperger, me encuentro, por la noche, en el castillo inexpugnable de mi habitación, con otro hombre afectado por la misma discapacidad: uno muy famoso, y ya fallecido, Alan Turing, el matemático que rompió el código secreto de los alemanes en la II Guerra Mundial. El mismo tipo que desarrolló los primeros computadores en la prehistoria de la informática, allá por los años 50.


    Uno tenía muchas ganas de ver The imitation game, pues en la vida de Turing confluían la discapacidad social, la genialidad científica y la homosexualidad condenada por las leyes, todo un cóctel explosivo de trágicas consecuencias. Y el asunto del código Enigma, por supuesto, y el origen de los ordenadores, que ya te digo, y las reflexiones sobre la inteligencia artificial, que tienen su enjundia. Y el famoso Test de Turing, que inspiró la prueba que Rick Deckard pasaba a los replicantes en Blade Runner. Turing tocó todos los palos, y en todos fue pionero y visionario. Su vida fue un drama muy complejo, muy rico en matices y en circunstancias históricas, que bien encarrilado habría dado para una película memorable. Porque Cumberbatch, además, que ya interpretaba a otro Asperger de gran inteligencia en Sherlock, borda su papel a medio camino entre la lucidez y la inadaptación.  


Pero The imitation game, en incomprensible Oscar al guión adaptado, es un película rutinaria, plana, de emociones muy calculadas y previsibles. De momentazos dramáticos que hasta los más lerdos podemos anticipar y resolver, y que vienen subrayados por esa música infame que siempre ponen en estas películas, intrusiva, cursi, de ínfulas sinfónicas. Y mira que me sabe mal decir esto, por el bueno de Alexandre Desplat. The imitation game es una película prefabricada, una fórmula magistral, un campo trillado. Aún quedan treinta minutos de película cuando el código Enigma es descifrado –uy, que spoiler más tonto- y de ahí, hasta el final, sólo nos queda el marujeo de los sentimientos, la grandilocuencia de los discursos. La literatura puesta en boca de actores que declaman como si estuvieran sobre las tablas de un teatro, hablándole a la calavera de Yorick.




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Cypher

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Cypher es una película que llevaba más de diez años esperando una revisión. Más de una década acumulando polvo en mi estantería, desde los tiempos gloriosos del Canal +, de cuando la grabé entusiasmado por el intríngulis de sus juegos de identidades, de sus cachivaches de ciencia-ficción que parecían del siglo XXII.
         
En Cypher trabajaba Jeremy Northam, que era un actor británico que entonces lo petaba, y Lucy Liu, que era la china guapísima de Kill Bill. Y Vincenzo Natali, claro, que era un director criado en Canadá pero de nombre italiano que filmaba cosas muy arriesgadas y algo lunáticas, como aquella película, Cube, que fue un acontecimiento rarísimo y demencial, y sumamente entretenido.  

Cypher tenía todas las papeletas para ser una gratificante revisión, un feliz reencuentro con estos amigos que ahora andan un poco dispersos por el mundillo: Northam con sus series, y sus obras de teatro; Lucy Liu, la pobre, sin encarrillar su estrellato; y Vincenzo, el Arriesgado, perdido en sus propios mundos de pasotes postcientíficos... Pero el tiempo, ay, no pasa en balde. Trece años contemplan los argumentos y las estéticas de Cypher, que entonces eran rompedoras y ahora ya las hemos visto mil veces. Pero, sobre todo, trece años me contemplan a mí, que me he vuelto perezoso y mentecato, cuarentón y pre-senil. El personaje de Jeremy Northam, por ejemplo, es una especie de James Bond que se dedica al espionaje industrial, y maneja a lo largo del metraje tres identidades distintas, y trabaja de doble agente para tres empresas diferentes. Hace trece años no me extravié en el laberinto, porque yo entonces estaba treintañero de cuerpo, y fresco de mente, y estos desafíos eran pan comido para mi atención de cinéfilo. Pero ahora, ay de mí,  me cuesta un mundo seguir ciertos argumentos a según qué horas, sobre todo en las jornadas laborales, que uno finaliza con la lengua fuera, y con los ánimos por los suelos. Yo sí que necesitaría un implante neuronal de esos...




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Magical Girl

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Yo pensaba, por los avances, que la magical girl de la película Magical Girl era Bárbara Lennie, y que ella salía todo el rato, en presencia continua y perturbadora. Yo pensaba que su personaje era una iluminada religiosa, o una mujer con poderes paranormales, porque siempre la veía con esa cicatriz en la frente que parecía un estigma, y ese blanco mortuorio en la piel, y esos ropajes como de monja medieval, y todo me parecía como de cine onírico o espectral.
          
    Pero resulta que no, que mis imaginaciones eran infundadas, y que la magical girl de la película es una niña de doce años obsesionada con el mundo del anime, encaprichada con un disfraz ridículo que podría convertirla en hada madrina, en niña mágica de cuento.


            Bárbara Lennie, a la que no he dejado de amar desde que la conocí, tarda mucho tiempo en salir. Demasiado. Cuando por fin lo hace, su personaje te deja hipnotizado: no es sólo la belleza, sino la locura que ronda en sus miradas. El enigma interior de un personaje que presumimos retorcido y tortuoso. Uno queda prendado, absorto, colgado de sus movimientos y sus diálogos. Hay algo tremendamente morboso en su personaje, una sexualidad espiritual como de película de Dreyer y sus actrices danesas, aunque Bárbara sea morena, y de Madrid, y a mucha honra. 

    Magical girl, efectivamente, tiene mucho de película nórdica, con sus minimalismos y sus simbolismos. Y digo nórdica, esta vez, en el buen sentido, aunque Vermut, para mi gusto, se pase un poco de escandinavo, y en algunos momentos la frialdad casi nos deje congelados en el sofá. Son esas escenas, curiosamente, en las que Bárbara no está, porque Bárbara, ay, para desconsuelo de sus amantes, no sale todo el rato, y en sus ausencias uno se pasa los minutos echándola de menos, no indiferente a lo que nos cuentan, pero sí alejado, tristón, pesaroso, como si una bruma muy de Estocolmo, o de Helsinki, rodeara al resto de personajes. Pero esto no es culpa de Vermut, que se lo curra, sino de nosotros, que vivimos colgados de Bárbara, de tal modo que hasta sus falsas y horrendas cicatrices nos acrecientan el deseo, que fíjate tú como estaremos...



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La señal

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A las películas de ciencia-ficción les perdono cosas que en otros géneros no paso por alto, y que luego denuncio aquí, en las prosas sarcásticas del blog, para que los afines se descojonen, y los acérrimos se sulfuren. Yo me crié con ET, con La Guerra de las Galaxias, ¡con Galáctica: Estrella de combate!, que era una serie cutrísima de televisión que nos volvía turulatos a los niños, todos con el dedito así, en el patio del colegio, en el parque del barrio, disparando rayos láser contra los malvados Cylones, muere maldito...  Quedé marcado por estas experiencias, por estos gustos indelebles, y cada vez que veo a un alienígena, o sospecho que alguno anda por las cercanías, la película ya me tiene ganado, y muy atento a sus aconteceres, aunque los críticos me juren que tal vez sea un truño de campeonato. Galáctico. 

            Embelesado con esta actriz desconocida llamada Olivia Cooke, que en algunos planos parece muy poquita cosa y en otros resplandece con una belleza luminosa, tardo media hora en darme cuenta de que en La señal me han engañado como a un chino. Un chino de los de antes, claro. Pero ya es demasiado tarde para cambiar de opinión, a las once de la noche, con todo el pescado vendido. Esto no va a ser una joya del género, ni una renovación de los argumentos seculares. La señal es otra película de adolescentes fisgones que se topan con el misterio, con la física imposible. Pero hay sorpresa final, eso sí, y como la película es corta, y Olivia reaparece de vez en cuando para sustentar nuestro deseo, resulta que uno se entretiene, y llega a la medianoche sin haber pensado en los propios asuntos, que nada tienen de ciencia-ficción y sí mucho de realidad pedestre e insoslayable.



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