El método

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Yo, por temperamento, por condiciones naturales, por esta cara de panoli que los dioses me otorgaron al nacer, estaba predestinado a ser cura de parroquia o funcionario de provincias. A vivir muy lejos de la City de Madrid donde los personajes de El método se navajean los trajes muy caros para conseguir un puesto de trabajo.

    Lo de cura fue un proyecto plausible que se truncó más o menos a los doce años, cuando comprendí que el deseo sexual iba a ser una fuerza incontenible. Que me iban más las rapazas que Jesucristo, vamos. Y que Dios, además, su padre -o él mismo, según la teología de la Trinidad- tenía toda la pinta de no existir. 

    Así que dada mi inteligencia mediocre, mi falta de talento artístico, la timidez patológica que me impedía abrirme paso en la selva de los trabajos, tuve que encaminar mis esfuerzos estudiantiles a ser funcionario. Maestro, para más señas, que por aquel entonces era más una marcha solidaria que una carrera de verdad. Estudié a mi ritmo, oposité, tuve un golpe de suerte, y a los veintitrés años renuncié para siempre a los trajes de Armani y me aboné a Canal + para instalarme en una celda de ateo donde no entraba Dios por el ventanuco, pero sí las ondas electromagnéticas que me traían el cine clásico y el cine de estreno, el fútbol y el rugby, el porno y las comedias.



    Mientras tanto, mis excompañeros del instituto, que fueron más capaces y ambiciosos, se enfrentaban al método Grönholm para ganarse  el chalet en trabajos con secretaria eficiente y viajes pagados a las capitales europeas. Mientras yo me atocinaba en mi propio estofado, ellos tuvieron que demostrar arrestos, personalidad, capacidad de mando. La conjugación exacta entre el liderazgo y el compañerismo. Tuvieron que demostrar su valía, su competencia, su falta de escrúpulos. Yo no hubiera pasado ni el primer test de esas mierdas empresariales. Supongo que con los nervios me habría confundido al rellenar el formulario, poniendo el primer apellido donde el segundo, o firmando donde no debía, o liándome con el número del DNI. ¿Qué empresa líder en el sector iba a contratar a un imbécil semejante? 

    Pero no me quejo: yo vivo aquí tan ricamente, en La Pedanía, a cuatrocientos kilómetros del downtown de Madrid, donde se deciden las cosas importantes. Salgo de paseo y me cruzo con las vacas, con los perretes, con las higueras del camino. Me he perdido la hostia de cosas excitantes: el estrés, la autoestima, los minibares de cinco estrellas, pero he encontrado, a cambio, mi lugar en el mundo.



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Promesas del este

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En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.

    Anna es una mujer con agallas -o una completa inconsciente, eso nunca queda claro- y ha plantado una queja en la casa donde viven unos rusos muy mafiosos Una chica ha muerto desangrada en su hospital mientras daba a luz, y entre sus pertenencias ha dejado un diario en el que explica cómo fue violada y maltratada por el jefe de la banda, Semyon el respetable, y por su hijo Kirill, el heredero incapaz. Como los rusos -por muy mafiosos o comunistas que sean- tienen una larga tradición de hospitalidad que proviene de su pasado estepeño, Anna es recibida la primera vez con sonrisas de cordialidad y ganas de entendimiento. Le hacen una oferta difícil de rechazar... Deja de tocarnos los cojones, básicamente. Pero Anna no se cosca, o no quiere coscarse, o quizá nunca ha visto El Padrino I, y por eso, para la segunda advertencia, los rusos le envían a Nikolai, el chófer que hace de matón, o el matón que hace de chófer. 

    Nikolai es un profesional de la tortura, un tipo impertérrito, hierático, de los que habla casi en susurros para helarte la sangre. Viggo Mortensen, el leonés honorario, borda su papel de malote. Pero ni Nikolai es el tipo que dice ser, ni Anna, que ha sido poseída por el espíritu de Juana de Arco, va a dejarse acoquinar por unos tatuados que cada domingo van a Stamford Bridge a animar al Chelsea de Roman Abramovich. Y así, donde menos se esperaba, surge el amor, o al menos su tensión, su posibilidad, y las violencias de David Cronenberg quedan en parte rebajadas, tres partes de sangre y una de agua, y le sale una película por encima de su media, con cosas muy chulas, como siempre, y las incoherencias chapuceras de toda la vida.





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The Cured

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Ya va siendo hora de que los escritores de ciencia ficción se reúnan en concilio para establecer una verdad canónica sobre los zombis. Que debatan durante meses, si hace falta, como hicieron los obispos en el Concilio de Nicea, que abrumados por todas las cosas contradictorias que se decían y se escribían sobre Jesucristo, decidieron preguntarle al Espíritu Santo cuáles eran las verdades reveladas y cuáles las invenciones de los herejes.

    Convendría, del mismo modo, porque la literatura se acumula y las películas se suceden, que alguien nos explicara si los zombis son muertos que reviven o enfermos que no llegan a morirse. Si les puedes matar de un disparo en el corazón o si si siguen moviéndose con independencia del riego sanguíneo. Si lo suyo es una cuestión vírica o una maldición gitana. 

    Y si es una cuestión vírica -y como tal sujeta a vacunación y sanamiento, como propone The Cured- si los exzombis son capaces de recordar la atrocidades gastronómicas que cometieron cuando estaban semi-muertos o semi-vivos, que no necesitaban entrar en el Mercadona del barrio para hacer la compra de la semana a no ser que sus presas se hubieran refugiado allí tras los cristales. Algo así como quien trata de recordar las gamberradas que cometió estando de melopea, a las tantas de la mañana, y duda de si llegó a sacarse la polla en el vagón del metro o si vomitó los cinco vodkas sobre el vestido de su mejor amiga.

    En estas cuatro décadas que nos separan de La noche de los muertos vivientes hemos visto zombis de todos los pelajes, de todos los metabolismos, y uno, la verdad, ya anda bastante perdido. Lo único que está claro, más allá de estas cuestiones fisiológicas, es que los zombis siempre son la alegoría de otro miedo que no se puede o no se quiere contar. El comunista que resucita, o el exmarido que retorna de la tumba. En esta película de hoy, los zombis son un trasunto de los guerrilleros del IRA: tipos que después de mancharse las mandíbulas de sangre, y de recibir el adecuado tratamiento, son reinsertados en la sociedad con el recelo lógico de sus vecinos. Porque tampoco queda muy claro, la verdad, si estos zombis curados aún pueden transmitir el virus de su rabia con un beso, o con una salpicadura de sangre. Quizá parezcan cuestiones banales, bizantinas, de las que entretienen a los adolescentes mientras pelan la pava. pero a mi me intrigan sobremanera mientras bostezo en la película aburridísima.





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Death Proof

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Dice un amigo mio, cuando la violencia de género es portada en los periódicos, que si él fuera mujer jamás saldría de casa sin una pistola en el bolso. Por si las moscas, o los moscones. Por si los psicópatas como Stuntman Mike en Death Proof. Y que se ciscaría en la ley, y en los permisos de armas, y en todas esas banalidades que le impedirían salvar la vida o el honor en una situación peliaguda. 

    Yo, por defecto de fábrica, no le doy la razón, y argumento que quien tiene un arma también tiene una tentación de usarla en situaciones menos tensas o dramáticas. Y que eso, además, nos llevaría a una escalada armamentística, y que esto sería como el puto Lejano Oeste y tal y cual, y me pongo muy didáctico, y señorón, como de catedrático de la razón pura, o tertuliano de la radio civilizada.


    Sin embargo, cada vez que regreso a casa por la noche y me cruzo con una mujer en la calle desierta, me acuerdo de mi amigo y de sus razones, y siento que no le falta parte de razón. ¿Qué pensará de mí, de mis andares, de mi mirada, de mi velocidad de desplazamiento, esa mujer que camina hacia mí? Yo no tengo malas pintas, parezco un buen tipo, pero las pintas no importan gran cosa en estos asuntos del miedo. El mismo peligro tiene el punky de los pelos afilados que el seminarista del pelo aplastado. Todos tenemos una polla entre la piernas, y venimos de la misma rama del árbol ancestral. Sólo un barniz de pintura distingue nuestras carrocerías más o menos intercambiables. Esa mujer que se cruza conmigo a las dos de la madrugada no se detiene en esas consideraciones. Le invade un recelo atávico, genético, y en esos momentos seguro que echa de menos una buena pipa en el bolso, una de verdad, pesada, plomosa, de las que infunden respeto y dejan pocas dudas: largo de aquí, forastero, cruza de acera, echa a correr, desaparece de mi vista...

    En Death Proof, la pistola que Kim lleva en el bolso marca la diferencia entre la tragedia de la primera parte y la comedia casi chorra de la segunda. Las Mujeres II son, si se me permite el chiste, de armas tomar. He llamado a mi amigo al terminar la película. Bueno, le he enviado un Whatsapp, que ya no eran horas... Casi estaba por sacarle el tema y darle la razón, pero me ha podido el orgullo tonto. La estupidez tan varonil Al final le he preguntado qué tal le va por sus vacaciones. A las doce y media de la noche... Debe de pensar que estoy gilipollas. Menos mal que ambos somos de trasnochar.





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Isla de perros

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Hace unos meses -en esta ciudad del Noroeste que queda tan lejos del Japón como cantaban No me pises que llevo chanclas- también se desató una persecución contra los canes que nos sacan a pasear a diario. No hizo falta que ninguna epidemia vírica se propagara por sus cuerpos peludos. Ocurrió, simplemente, que algún concejal creyó ver una ventaja electoral si organizaba un progromo canino como en los tiempos de Diocleciano. Así que un buen día, en el periódico local, los habitantes de este remoto lugar nos desayunamos -nunca entendí esa expresión canibalista, “nos” desayunamos- con la noticia de que nuestros chuchos iban a sufrir restricciones de movilidad, confinamiento en espacios, vigilancias policiales que sólo se habían visto para disolver manifestaciones obreras o para proteger la línea sucesoria de los Borbones.

    La excusa que convertía a los perros en unos apestados, y a sus dueños en unos terroristas con correa, eran por supuesto, las mierdas que los dueños más desaprensivos, los de toda la vida, los refractarios a cualquier multa o a cualquier espíritu cívico, nunca recogen. Una minoría de cerdos más molesta que decisiva, más simbólica que sucia, en estos tiempos de corrección urbana que poco a poco, remontando los siglos de desventaja, nos va acercando a los suizos y a los letones. Una excusa como cualquier otra para presumir de que el ayuntamiento se “preocupa”, y “está por los vecinos”, y “hace cosas”, como decía don Mariano. Una auténtica gilipollez. 

    Las calles de este pueblo con ínfulas de ciudad no son, desde luego, una patena para posar las hostias consagradas, pero junto a las mierdas de perro conviven los lapos de los ancianos, los vómitos del botellón, los chicles de la chavalada, y que yo sepa, nadie ha pedido todavía que a los viejos se les restrinja el acceso a los parques, ni que a los adolescentes haya que llevarlos con correa por todos los puntos de la ciudad, verdes o asfaltados, concurridos o recónditos. Que dejen a los perros en paz, pobrecicos. 

    Sé que ha habibo protestas, insumisiones, plataformas pro-caninas... Justo como en Isla de perros, que es esta película de Wes Anderson tan rara como un perro verde. Como todas las suyas. Sé que ha habido euniones con el Alto Comisionado del Asunto Perruno. Al final, la verdad, no sé en qué quedo todo aquello: yo vivo en la pedanía lejana, en los sistemas exteriores de la galaxia, y aquí el campo es de todos, y los senderos de tierra, pasos comunales.




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Furia española

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En Furia española, Sebastián es un culé de toda la vida que asiste al milagro de Johan Cruyff en su primera temporada en el Barcelona. Corre la temporada 73/74 y hace catorce años que el Barça no gana un campeonato de Liga. El profeta venido de Holanda tiene el pelo largo, las piernas ligeras, el genio competitivo... Bajo su dirección, la orquesta del pueblo se convierte de pronto en la Filarmónica de Can Barça. Los peñistas que acuden al Camp Nou cada domingo no se pueden creer lo que están viendo, y andan como locos por el graderío, y por la vida. Una ola de optimismo invade los tres cuartos de ciudad que no pertenecen al R. C. D. Español. 

    Y Franco, además, quizá por el disgusto de ver a un Barça triunfante, inmune a los tejemanejes arbitrales, está en las últimas allá en Madrid. Gracias al desconcierto que reina en palacio, en la calle pueden verse minifaldas, y revistas Playboy, y señeras exhibidas en las alegrías, y es como si la Transición que está al caer la trajera el mismísimo Johan Cruyff con sus goles, y no el Borbón con sus discursos ininteligibles.

    Sebastián, que las ha visto de todos los colores en su asiento de socio, se siente tan reconciliado con la vida, que aun siendo bajito, bigotudo, de muy poco merecer, desprende un aura de optimismo que es capaz de seducir a Juliana, la guapa hija de su amigo, ninfómana para más señas: una chica de ensueño que lleva las bragas y el sujetador con los colores blaugrana para que el acto del amor sea también un acto de comunión en la militancia. Sebastíán, que antes iba a los burdeles del barrio chino a olvidar los fracasos futboleros, ahora es un hombre jovial que ha encontrado el amor estable y el título de Liga. 

    Pero Sebastián, quizá llevado por alguna exultancia postcoital, comete un error fatal que puede arruinar su vida recién conquistada: programar el día de su boda para el mes de mayo. Un error inverosímil, dramático, de pardillo que se inicia en esto del fútbol. Un aficionado de verdad, uno que no estuviera consumido por la ninfomanía de su mujer, jamás se pondría en el brete de elegir entre su propia boda y la celebración de un título de Liga en el estadio, rodeado de los colegas, de las banderas, del gozo gregario que sólo se produce un puñado de veces en la vida...



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Los increíbles

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En mis tiempos de opositor, en el temario de Educación Especial, había veinticuatro temas dedicados a la discapacidad y sólo uno, el último, dedicado al problema de los alumnos con sobredotación intelectual. Un tema marginal dentro de los márgenes escolares.

    Se suponía que nosotros, vocacionales del reglón torcido, misioneros de la enseñanza paciente, estudiábamos para ayudar al que sufría una desventaja, no para socorrer al que nacía con un intelecto que la genética le regalaba. Un superdotado, o una superdotada, solo fracasaba en la escuela porque le daba la gana, o porque había nacido en una familia disfuncional que le cortaba las alas. 

    El tema número 25 de la oposición era tan estrambótico, estaba tan fuera de lugar, que muchos opositores pasaron de él confiando en la diosa fortuna del bombo. Yo, sin embargo, que tuve algún compañero de clase perteneciente a ese colectivo, me dejé llevar por la curiosidad, y descubrí que el mundo de los superdotados puede ser igual de problemático que el de los infradotados, al otro extremo de la campana de Gauss. Al fin y al cabo, la etapa escolar es una lucha continua por la normalidad, y el esfuerzo por establecerse en la media es igual de titánico si vienes por detrás o si te has pasado de largo. Tan duro es pedalear para alcanzar al pelotón como sobrepasarlo y tener que desandar lo pedaleado. 

    Antes de que se desate la verdadera competición por los puestos de trabajo, todo el mundo quiere pasar desapercibido. No destacar ni por encima ni por debajo, para que no lo tomen a uno por  raro, o por excéntrico, y convertirse así en el centro de los comentarios y las bromas. Los alumnos excelentes no pueden ocultar sus sobresalientes, pero hacen todo lo posible por borrar sus huellas. No alardean. Fingen que sus méritos son producto del azar, o del capricho divino. Algunos, en un esfuerzo hercúleo por no destacar, por ser como los demás, se atocinan voluntariamente, se dejan llevar, se ponen al ralentí, y negándose a sí mismos fracasan estrepitosamente como alumnos y como personas.


    Me venían a la cabeza estas cosas mientras veía Los increíbles, que es una obra maestra de la animación que va de superhéroes que quieren ser personas normales y no lo consiguen.







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Whisky

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Si no fuera por sus futbolistas, y por los escritos de Benedetti y Galeano-y últimamente, también, por la figura del presidente Mújica, que es un hombre más salado que las pesetas- Uruguay sería otro país ignoto del que sólo nos llegan noticias cuando hay elecciones generales o cuando se raja la tierra en algún terremoto. Tan grave es el desconocimiento que tenemos sobre los charrúas, que ni siquiera decimos guay del Uruguay, sino guay del Paraguay, que es otro país de fantasía que únicamente conocemos gracias a los mundiales de fútbol. Y al chiste de Tip y Coll, áquel del soy paraguayo y vengo a pedirle la mano de su hija para hacerla feliz...
- ¿Para qué..?
- Paraguayo.

    Que yo recuerde, en mi larga y cansina cinefilia -que es otro modo de conocer mundo y de acercarse a las gentes- mi holograma sólo había estado tres veces en Uruguay: en Estado de sitio, la película de Costa-Gavras sobre la dictadura militar; en El lado oscuro del corazón, cuando el argentino Oliverio se plantaba en Montevideo para enamorarse de Ana, la bella prostituta; y en Whisky, que es la película que hoy he revisitado porque he visto su DVD en la reordenación de mi videoteca y me ha picado la curiosidad, y la mala hostia de quien conserva una película y apenas recuerda nada del argumento. 

     Hace diez años, en mi última visita al Uruguay, uno todavía recordaba por qué hacía las cosas y por qué grababa con mimo las películas del Canal +. Pero ahora, que ya casi tengo la edad de estos desgraciados de Whisky, de estos solitarios de la vida cumplida y los sueños enterrados, la memoria se me ha vuelto selectiva, adaptativa, concentrada en el núcleo esencial de muy pocas cosas. Todo lo demás se difumina por los márgenes, como cayendo en cascada hacia el abismo de un desagüe.

    En Whisky he aprendido que en Uruguay, cuando tienes que posar para una fotografía, no se dice patata, sino whisky. Que existe una ciudad turística llamada Piriápolis donde los montevideanos se dan un respiro en su lucha por la vida. Que algunos no sueltan el cacito del mate ni aunque los revientes a patadas. Que sobrepasados los cincuenta años, allí, en el hemisferio sur, como sucede aquí, en el hemisferio norte, la cosa del amor y de los sentimientos ya está muy jodida, casi sentenciada. Que hay muchas heridas, y muchos miedos, y muy pocas energías para pelear. Que ha llegado el tiempo de las sopitas y del buen vino. De contentarse con el mal menor de la soledad antes que emprender la aventura, muy poco halagüeña, del penúltimo amor.




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