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Es peligroso casarse a los 60

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Ahora es más peligroso que antes casarse a los 60. En la película, por exigencias del guion, Paco Martínez Soria todavía fornica como un mulo, pero lo más normal por aquella época, cuando llegabas a la edad, es que el pene se rindiera a las leyes de la gravedad y el sexo durara apenas un suspiro o ni siquiera llegara a comenzar. Ahora, sin embargo, gracias a la viagra y a los cambios en la alimentación, los hombres de sesenta años fornican tanto como los mozos de treinta y tantos, y eso, para los corazones desgastados, es un ejercicio matador que llena las plantas de cardiología en los hospitales.

Si nuestros padres se casaron casi todos en la veintena, ahora, lo normal, es casarse a los cuarenta por aquello de la crisis económica y de los precios inmobiliarios. También es verdad que hay mucha vagancia, mucho acomodo, mucha tolerancia de los padres sobre la duración infinita de las nidadas. Pero de aquí a un par de generaciones, como siga subiendo el precio del gas y el precio de los alquileres, lo normal va a ser casarse como Paco Martínez Soria en la película, con la boina y la cachava camino de la partida de dominó. 

De hecho, la gente ya no se casará: acostumbrados a vivir cuarenta años de noviazgo intermitente, solo en fines de semana y en periodos de vacaciones, los novios y las novias habrán perdido la tradición de la convivencia, abanderados todos de la libertad individual y del tiempo sagrado con uno mismo. Casarse será tan raro como meterse en un convento.

Por lo demás, la película, aun siendo una cagarruta, tiene un alto valor documental. Sirve para medir el trecho que hemos avanzado; o que creíamos haber avanzado, antes del surgimiento de VOX. Don Mariano, por este orden, y por el bien de la comedia, le mete mano a una enfermera, niega el derecho de conducir a las mujeres y habla de los negros como maldiciones andantes que le joden el negocio. Don Mariano es pesetero, lúbrico, faltón, fachoso... Y aun así, es el protagonista simpático de la película.






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El método

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Yo, por temperamento, por condiciones naturales, por esta cara de panoli que los dioses me otorgaron al nacer, estaba predestinado a ser cura de parroquia o funcionario de provincias. A vivir muy lejos de la City de Madrid donde los personajes de El método se navajean los trajes muy caros para conseguir un puesto de trabajo.

    Lo de cura fue un proyecto plausible que se truncó más o menos a los doce años, cuando comprendí que el deseo sexual iba a ser una fuerza incontenible. Que me iban más las rapazas que Jesucristo, vamos. Y que Dios, además, su padre -o él mismo, según la teología de la Trinidad- tenía toda la pinta de no existir. 

    Así que dada mi inteligencia mediocre, mi falta de talento artístico, la timidez patológica que me impedía abrirme paso en la selva de los trabajos, tuve que encaminar mis esfuerzos estudiantiles a ser funcionario. Maestro, para más señas, que por aquel entonces era más una marcha solidaria que una carrera de verdad. Estudié a mi ritmo, oposité, tuve un golpe de suerte, y a los veintitrés años renuncié para siempre a los trajes de Armani y me aboné a Canal + para instalarme en una celda de ateo donde no entraba Dios por el ventanuco, pero sí las ondas electromagnéticas que me traían el cine clásico y el cine de estreno, el fútbol y el rugby, el porno y las comedias.



    Mientras tanto, mis excompañeros del instituto, que fueron más capaces y ambiciosos, se enfrentaban al método Grönholm para ganarse  el chalet en trabajos con secretaria eficiente y viajes pagados a las capitales europeas. Mientras yo me atocinaba en mi propio estofado, ellos tuvieron que demostrar arrestos, personalidad, capacidad de mando. La conjugación exacta entre el liderazgo y el compañerismo. Tuvieron que demostrar su valía, su competencia, su falta de escrúpulos. Yo no hubiera pasado ni el primer test de esas mierdas empresariales. Supongo que con los nervios me habría confundido al rellenar el formulario, poniendo el primer apellido donde el segundo, o firmando donde no debía, o liándome con el número del DNI. ¿Qué empresa líder en el sector iba a contratar a un imbécil semejante? 

    Pero no me quejo: yo vivo aquí tan ricamente, en La Pedanía, a cuatrocientos kilómetros del downtown de Madrid, donde se deciden las cosas importantes. Salgo de paseo y me cruzo con las vacas, con los perretes, con las higueras del camino. Me he perdido la hostia de cosas excitantes: el estrés, la autoestima, los minibares de cinco estrellas, pero he encontrado, a cambio, mi lugar en el mundo.



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