Todos lo saben

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Existe una leyenda urbana que asegura que el 10% de los niños que juegan en los parques, o que se dejan la miopía en la Playstation, no pertenecen al padre que los cría. Pero esta cifra, obviamente, es una exageración de periódico sensacionalista, de tabloide científico que ponen al cierre del telediario. Carnaza para Ana Rosa Quintana y su escuela de imitadoras. 

    De ser cierta esta exageración putiferil, este vodevil de infidelidades, uno, que entrena cada año a un equipo de fútbol con once criaturas ávidas de balón, no podría reunirse con los padres a la salida del entrenamiento sin preguntarse, continuamente, a veces divertido y a veces compungido, cuál de esos señores que reciben a sus chavales con una caricia en el pelo está alimentando la autoestima de unos genes que él no sembró en el huerto matrimonial. Quién lleva, en fantasmagórica osamenta, unos cuernos de cérvido engañado, de vikingo panoli que a lo mejor salió a por lana y volvió trasquilado a la cabaña de madera.

    La cifra correcta de padres que cuidan del huevo equivocado es, según el doctor Google, del 1%, una cifra más tolerable para la paz social, y también, desde luego, para la paz mental de mis entrenamientos. Porque eso significa que sólo hay un padre, en los últimos ocho o nueve años, que venía a recoger al niño que no debía. Y además creo que sé quién es... 

        Una cifra, el 1%, que curiosamente es muy estable del uno al otro confín, y que casi no varía del Amazonas al Jordán, de la Europa civilizada a las yurtas de los mongoles. Lo que habla de que la infidelidad de las mujeres, como la infidelidad de los hombres, es más una cuestión genética que de cultura, como casi todos los defectos que nacen en la viña del Señor.

    De viñas va, precisamente, y de huevos de cuca, esta castellanada -que no españolada- que ha rodado Asghar Farhadi en nuestro país. Solo que aquí, en este dramón de secuestros y familias rotas, casi no se habla del padre que trajo los gusanos, sino del padre que fecundó el huevo, y que pone la misma cara de sorprendido que el otro al conocer la noticia.



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First Man

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Yo soy de los que piensan, como Íker Casillas, y como la madre que me parió, que el ser humano nunca llegó a pisar la Luna. Para mí, Íker Casillas es el segundo advenimiento de Jesucristo, la Parusía que los cristianos llevan dos mil años esperando y que ahora mismo no reconocen. Y todo lo que diga el mostoleño de Nazaret, o el nazareno de Móstoles, va a misa y hay que asumirlo como Verdad revelada. No queda otra.

Solo a él, al Elegido, he visto yo hacer milagros televisados, indudables, sin truco alguno ni efectos especiales, desviando balones en escorzos imposibles para la física, en intuiciones que sobrepasan  la química de las sinapsis. Es Dios redivivo, ya digo. Y si este hacedor de milagros dice que Neil Amstrong no dejó su huella en la superficie lunar, y que su hazaña sólo es propaganda americana de barras y estrellas -la mentira más gorda que se disparó en los cincuenta años de la Guerra Fría- yo, como prosélito de su religión, no tengo más remedio que reafirmarme en lo que siempre sospeché desde chaval, cuando era un jovencito comunista y me restregaban por la cara la superioridad tecnológica de los americanos: que el viaje del Apolo XI fue un montaje perpetrado por Stanley Kubrick en el mismo estudio donde poco antes rodó su odisea del espacio. Como aquel viaje a Marte ficticio de la misión Capricornio Uno, que era una película con mucha miga y mucho paralelismo...

    Y sin embargo, querido lector, y querida lectora, soy consciente de que todo esto es un terraplanismo estúpido, una creencia insostenible. Cómo agarrarse a que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio hasta ahora. Cómo asumir esa disciplina imposible, ese juramento de cartujos... Ese imposible del cacareo humano.  Porque además qué bello sería, como proponen en First Man, que Neil Armstrong subiera a la Luna con la esperanza de encontrar allí a su hija fallecida, por si el Cielo quedaba más bien cerca que lejos, y la descubría correteando por la superficie, jugando con otros niños, dando saltitos con sus alas de ángel ya incorporadas.





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Catastrophe. Temporada 3

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Del desliz de un pene que se deslizó provino la catástrofe que unió a Rob, el grandullón americano que pasaba por allí, con Sharon, la pelirroja irlandesa que creía tener un huerto baldío y ligaba con la triste despreocupación de las infértiles. 

    De aquella concepción no deseada nació una serie fresca, ocurrente, con diálogos de pareja que se enamoraba a su pesar. Todos los que hemos jugado a lanzarnos puyas en la cama nos reconocemos en esas estocadas que construyen el nido de amor con ramas bien firmes, y algunas más quebradizas. Rob y Sharon se odian, se aman, se ríen el uno del otro y al mismo tiempo se admiran con una sonrisa. Y se perdonan con una carantoña.  Unos días Rob tira del carro y otros Sharon toma las riendas: en el sexo, en el entusiasmo, en las naderías del día a día. En las decisiones importantes. Distintos, pero complementarios; jodidos, pero jodedores. Muy suyos, pero muy entregados. Diáfanos, pero contradictorios. Peleados y reconciliados en un lapso de diez segundos, o de diez días, pero siempre de regreso. Soñadores secretos de una vida distinta, de un príncipe azul y de una princesa rosa más ideales o más compatibles, pero al fin y al cabo siempre fieles y regocijados. Siempre abrazados al final de cada jornada. El amor...

    En la tercera temporada, los espectadores nos hemos reído mucho menos con las tragicomedias. Rob y Sharon se nos están haciendo mayores, tanto como nosotros, los cuarentones que les vamos acompañando en el declinar. En Catastrophe sigue habiendo sexo, risas, diálogos coñones que son para apuntar en el cuadernillo de las ocurrencias. Pero la comedia está dejando paso al drama de los cielos grises. A la catástrofe verdadera, irremediable, que se nos llevará a todos por delante: el paso del tiempo. A Rob y a Sharon les están saliendo las primeras canas en el cuerpo, y las primeras arrugas en el espíritu. Se mueren los seres queridos, resurgen los viejos defectos, regresan las dudas extinguidas... Se les escapa la vida entre los dedos. Se deprimen. Se entristecen. Se buscan para curar las heridas pero no siempre se encuentran. Vuelven a soñar con la otra vida posible. Caen en la tentación de fantasear, en el orgullo de desear... De aquel polvo inaugural vinieron estos lodos, piensan a veces, y querrían dar marcha atrás en el reloj. Ahora viven arremangados y enfangados hasta las rodillas, tratando de arreglar los desperfectos que causa la inundación. La otra catástrofe. Continuará...



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Fahrenheit 11/9

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Lo que viene a decir Michael Moore en Fahrenheit 11/9 es que Estados Unidos no es una democracia verdadera, sino una democracia vigilada, con filtros que impiden que el votante indeseado se acerque a las urnas, y que el político de izquierdas ascienda en demasía. Que el partido incoveniente, en definitiva, se alce con la victoria en la jornada decisiva. La democracia nortemaricana es un engañabobos que tiene el final amañado de antemano. Un paripé de consulta en la que al final siempre deciden las élites económicas y militares. Y a veces, incluso, las del sombrero borsalino...

    Pero no hay que sorprenderse de todo esto, aunque Michael Moore oficie de asombrado denunciante. La democracia americana, como la nuestra, como la de cualquier país que presume de civilizado, es la misma democracia manipulada que inventaron los atenienses hace siglos, aunque ahora tengamos el sufragio universal, y el ciudadano pueda elegir entre partidos variopintos. En la democracia de Pericles y compañía sólo votaban los que poseían tierras, o caballos, o haciendas en las colinas. O barcos comerciales que surcaban el Mediterráneo. Los demás, las mujeres y los campesinos, los esclavos y los parias, quedaban al margen de las decisiones políticas. 

    Sobre los pilares de aquella democracia incompleta hemos construido esta otra tan moderna e imperfecta. En realidad, si prescindimos de las parafernalias y los discursos engolados, seguimos teniendo la misma chapuza griega de toda la vida. El resultado electoral siempre es -de algún modo más o menos trapacero- fraudulento. La gente no vota, o no sabe lo que vota, o se deja llevar por el tema candente del momento. Y cuando rara vez reflexiona sobre los temas correctos y amenaza con constituirse en marea ciudadana, te hacen dos chanchullos en las primarias del partido, tres amaños en la convención, y te ponen al Donald Trump de toda la vida para que jure su cargo ante las ruinas del Partenón.



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The Old Man and the Gun

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Cuando yo era niño todavía había señoras mayores -amigas de mi madre, o vecinas del arrabal- que cuando te hacían una carantoña te decían que te parecías mucho a Rodolfo Valentino, de lo guapo que eras, cuando Rodolfo Valentino llevaba ya más de medio siglo actuando en las películas del Más Allá. Esas señoras tan amables -y tan mentirosas, todo sea dicho- ya están casi todas reunidas con él, haciendo quizá de extras en sus películas celestiales, o quizá vegetan en un asilo a la espera del próximo cohete que las lleve al Paraíso del Caíd. 

     Las señoras mayores de ahora, las que tomaron el relevo de sus madres y de sus abuelas, cuando se topan con mi hijo en las tiendas le llaman Robert Redford -esta vez sin mentir demasiado- porque él es un poco rubiajo, y tiene una sonrisa enigmática y picarona que las encandila, y las retrotrae a su juventud perdida de los cines de verano. En los años 70, Robert Redford prestó su nombre a un sinónimo de la belleza, a un piropo coloquial, que todavía se encuentra en el habla de la calle. Robert Redford todavía no ha fallecido, e incluso sigue trabajando en pequeñas películas para matar el gusanillo, como ésta del atracador de bancos que sólo tiene que desenfundar su sonrisa para reducir a las cajeras y acojonar a los interventores. 

    Dice Redford que es su última película, que se retira, y a sus ochenta y tantos años presumo que tarde o temprano también se retirará de la vida involuntariamente, y que se reunirá con Rodolfo Valentino para hacer extrañas películas que serán medio mudas y medio habladas. No deseo su muerte, por supuesto, pero sí siento curiosidad por saber cuánto tiempo perdurará su nombre en el imaginario de la belleza. Si se olvidará primero su legado semántico o su legado cinematográfico.




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Un millón en la basura

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Si yo -como José Luis López Vázquez en la película- me encontrara un millón de euros en una maleta, abandonada en una papelera, y en ella hubiera una tarjeta que señalara a Fulano de Tal y Tal, banquero de profesión, empresario en sus ratos libres, como dueño del botín extraviado, me iban a ver a mí, por las narices, en la comisaría más cercana de mi pedanía... 

Como a cualquiera de ustedes, me imagino, a poco que crean en la justicia social y en la redistribución de la riqueza. Sólo los justos recalcitrantes, los boy scouts de pacotilla, los amedrentados por el Ojo que todo lo ve, devolverían la maleta extraviada a un fulano que ha robado -legal o ilegalmente, eso es lo de menos- una cantidad de dinero semejante. No existe el dilema moral, en este caso: sólo el miedo. Dice un proverbio árabe, o un refrán de los hindúes, o si no me lo invento yo ahora mismo, que el dinero que cae del cielo, regalado por los dioses, hay que regalarlo del mismo modo a los semejantes necesitados, por aquello del karma, y del equilibrio universal. Y yo, sin duda, sin ser árabe ni hindú, procedería inmediatamente a hacer el bien en mi comunidad tras quedarme, por supuesto, con una pequeña comisión en concepto de hallazgo y gestión financiera.

    Otro gallo cantaría si en la maleta no hubiera tarjeta alguna, ni documento identificativo. El gusanillo de la conciencia del que nos hablaban en el parvulario emprendería su sorda labor de roernos las redes neuronales. Un millón de euros abandonados tienen el 99% de probabilidades de proceder del narcotráfico, o de un señor muy despistado que iba a hacer un pago en B en una trama corrupta del PP. Pero siempre cabe la posibilidad, ay, de que ese dinero sea, por ejemplo, el pago por el rescate de un ser querido, y que nosotros, sin quererlo, hayamos metido las narices, y la pata, en la papelera justo en medio de la operación. O que un trabajador honrado haya juntado los ahorros de su vida para irse de jubilata a Benidorm y en un hecho inverosímil, en una carambola casi sacada de la imaginación de Ibáñez el dibujante, se haya dejado los dineros en una papelera de la vía pública. Qué hacer, ay, en tal caso, mientras los viandantes pasan al lado, y uno, abrazado a la maleta, todavía no sabe en qué dirección echar a correr con ella.



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Wanderlust

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Joy y Alan ya no follan. O follan con mucha desgana, a toda prisa, en los débitos conyugales. Con los cincuenta años de la biología llamando a la puerta de su casa, el deseo se les ha ido por la chimenea de los largos inviernos. Una cosa normal, pero penosa, de pareja veterana, que ha sustituido la pasión por algo más parecido al cariño y a la conformidad.

    Otros buscarían la solución en la lencería fina, en el viaje romántico, en la aplicación cutánea de cremas y sabores. Pero Joy y Alan son personas sofisticadas, con lecturas, intelectuales de la estantería Billy y del suplemento dominical. Así que deciden montarse un “experimento sociológico” para avivar los fuegos extintos: buscar parejas en paralelo, seducirlas hasta el orgasmo extraconyugal, y luego, por la noche, venir al tálamo a compartir la experiencia con pelos y señales, y calentarse ambos hasta el rojo vivo de la morbosidad. Swingers, pero sin intercambio de parejas; infieles, pero sin traición de los afectos; perversos, pero sin la experiencia de la culpa... 

    Gilipollas, en definitiva, porque es obvio que esta boutade no puede acabar bien. Que quien juega con fuego se termina quemando, y que quien sale al mercado del amor aunque sólo sea para tontear y luego echarse unas risas, puede acabar enamorado y enviando a la basura lo que justamente pretendía rescatar.

    Cinco episodios más tarde, con el espectador ya arrepentido de haberse dejado seducir por una idea que luego naufraga y aburre a las ovejas más predispuestas, Joy y Alan, que habían emprendido nuevos amoríos que los alejaron casi definitivamente del proyecto inicial, volverán a compartir cama en el polvo más triste de los últimos tiempos televisivos. Dos amantes muy serios, acartonados, finalmente derrotados de la experiencia cuernófila que los puso en su sitio. Rendidos el uno al otro en el sentido más peyorativo de la expresión. Para Joy y Alan son malos tiempos para la lírica, que cantaban los Golpes Bajos.




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Sexo, mentiras y cintas de vídeo

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El sexo nunca pasa de moda. Se nos va la vida en buscarlo, en perderlo, en disfrutarlo si llega y en añorarlo si se va. En desdeñarlo incluso. De sexo somos y al sexo venimos. En el sexo encontramos la gloria efímera de no morirnos del todo. Quienes lo desprecian encuentran en ello la soberbia de la espiritualidad. Sirve para todo. Es el arma definitiva.

El abuelo Sigmund enseñaba que el sexo -su déficit, su incoveniencia, su mala praxis- es la fuente de toda neurosis contemporánea. Somos bonobos atrapados en la cultura. Lo primero que se le dice a un psiquiatra es que uno no duerme bien, que siente angustia, que lo ve todo de color marrón oscuro. Pero bastan dos charlas bien dirigidas para descubrir que el problema de fondo siempre es un polvo mal resuelto. El sexo es el elefante que está presente en todas las habitaciones. Incluso cuando no hablamos de él y nos decantamos por el fútbol o por los aerolitos, sabemos exactamente de qué no estamos hablando. El sexo es el alfa y el omega, y casi todas la letras intermedias. Cuando no pecamos de obra sexual lo hacemos de pensamiento o de omisión. Y, por supuesto, de palabra. El sexo oral es la práctica sexual más extendida entre los seres humanos. El sexo bucogenital ya no sé. Todo el mundo miente, negando o exagerando, como en las encuestas electorales.


    Hace treinta años, cuando Steven Soderbergh comentó entre sus amistades que estaba rodando una película sobre sexo oral, muchos pensaron que se había embarcado en un remake de Garganta Profunda quizá menos cachondo y algo más filosófico. Pero lo que salió de aquella ocurrencia se ha convertido en un clásico intemporal que ya forma parte del catálogo canónico de TCM. Porque más allá del atraso tecnológico de la videocámara de James Spader y de sus cintas en VHS, lo de entrar en confianza con alguien y soltarle las cuitas sexuales es una práctica que los humanos venimos practicando desde tiempos inmemoriales, desde la invención misma del lenguaje. Dándole vueltas, además, a los mismos viejos conflictos de pareja o de amante. Un romano del siglo II y un humano del siglo XXI podrían juntarse en un sofá contemporáneo de IKEA a ver Sexo, mentiras y cintas de vídeo y la entenderían perfectamente, y podrían entrar en animada charla sobre las insatisfacciones eternas y las satisfacciones esporádicas. Es un tema universal, que nunca pasa de moda. Por eso la pelicula es un clásico.


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