Dogman


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El Monolito de 2001 no sale en Dogman porque hubiera sido muy raro verlo allí, en Castel Volturno, en esa cochambre de barriada a orillas del mar. En una película que es como del neorrealismo italiano pero del neorrealismo de ahora, con trapicheos de droga y matones en chándal. Setenta años después ya no se trata de robar bicicletas para ir al trabajo, porque en realidad ya nadie roba para tener que comer, sino de mangar motos de alta cilindrada para hacerse el machote y enamorar a las poligoneras -y a las que no lo son tanto- y ponerse de coca hasta las cejas para saltarse los semáforos sin pensárselo dos veces.


    Aquí no sale el Monolito de Carlos Pumares, decía yo, pero es evidente que en algún momento que no vemos se presenta ante el pobre Marcello para enseñarle cómo recuperar la charca de su dignidad. No suena el Así habló Zaratustra porque se trata de un pequeño paso para el hombre pero no de un gran paso para la humanidad. Pero casi. En Dogman, el monolito imparte una clase particular, no un salto evolutivo de la especie, y por eso la banda sonora es humilde y minimalista. Casi como el propio Marcello, el de la tienda para perros, que no es precisamente Marcello Mastroianni, sino un tipo bajito, enjuto, con una cara sacada del neorrealismo de antaño. 

Marcello, “el media hostia”, sólo gana cuatro perras con su negocio perruno, y tiene que complementar los ingresos trapicheando coca al por menor. Su cliente más fiel es un neandertal llamado Simoncino que desciende, directamente, de aquellos monos que no recibieron la visita del Monolito en la película de Kubrick. Simoncino es un garrulo que todo lo soluciona a base de hostias, pero hostias simiescas, muy poco inteligentes, que siembran el miedo entre los vecinos a la espera de que algo, o alguien, se interponga finalmente en su camino. Y ese alguien, contra todo pronóstico, será el propio Marcello, el de los chuchos, el Dogman, que harto de sufrir palizas y humillaciones recibirá la visita del paralelepípedo para imaginar una venganza satisfactoria y luego lanzar el hueso al aire, jubiloso.





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Viudas

🌟🌟🌟

(contiene spoilers)

Las viudas son tres señoras que apremiadas por las deudas que dejaron sus exmaridos -unos golfos apandadores que murieron en acto de servicio- deciden dar un golpe con el que satisfacer a los deudores, llenar la cuenta corriente para abrirse camino en la vida, y ya de paso, ya puestas en el papel de atracadoras que heredan el negocio conyugal, recuperar el orgullo de mujeres que una vez fueron desenvueltas e independientes.



    Las viudas se reúnen en naves industriales abandonadas, en aparcamientos clandestinos de gargantas profundas, y manejan un plano misterioso que parece ser la sede central del Chicago Bank, o una sucursal de Fort Knox a orillas del lago Michigan. La película promete un golpe espectacular, de mujeres ninja saltando muros, desconectando alarmas, reduciendo gorilas, sorteando rayos láser que surcan los espacios…. Después de casi dos horas de preparativos uno esperaba, qué se yo, el atraco al tren de Glasgow, o el Ocean’s Eleven de Chicaco. El robo madrileño a la Casa de Moneda y Timbre, ahora que estoy empantanado en paralelo con La Casa de Papel... Pero al final resulta que la fortaleza es la casa particular de un anciano que otrora fue el pedáneo del barrio, y que guarda sus millones en una caja fuerte que ni siquiera tiene una contraseña alfanumérica, sólo numérica, y más bien corta, como nunca recomiendan hacer los manuales. El único obstáculo que han de salvar las viudas es un guardia jurado que a esas horas de la madrugada, en el piso de abajo, anda entretenido con los deportes de la tele, o con el porno del Canal + americano. Un tipo negligente al que bastará con darle un hostión en la cabeza para que pase de estar medio dormido a yacer inconsciente del todo.

    Es un anticlímax profundo, ay, toda la parte final de Viudas, que empezaba con fuerza, con interés, entre las intrigas políticas, las corruptelas municipales y las mujeres que se ataban los machos. Una película que al final se queda en entretenida, en olvidable, que se llevará el viento de esta primavera cuando vuelva a soplar cualquier  tarde de estas, mientras doy el paseo con el perrete, o leo en el soto, pensativo ya de otras realidades, y de otras ficciones.



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Noviembre

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Estos provocadores del teatro callejero iban a llamarse Octubre -por aquello de la Revolución Rusa y de Serguei Mijáilovich- pero al final decidieron llamarse Noviembre porque éste será el mes de la próxima revolución. (Y ya sé, sabihondos, y sabihondas, que habías desenfundado los dedos para corregirme, que los bolcheviques se alzaron en ocubre según el calendario juliano, pero en noviembre, según el calendario gregoriano, que es el que rige nuestro efímero y capitalista paso por el mundo).

    El capitalismo -según se anuncia en las Escrituras- volverá a tambalearse en el mes undécimo de un año florido y jubiloso, y el Grupo Noviembre se anticipa a la efeméride montando movidas en medio de la calle, que es la única revolución que está al alcance de su arte: plantarse en la acera o en el vagón del Metro para realizar una performance que escandalice a los ciudadanos de bien y asuste a los viejos que votan al PP. Arrancar la sonrisa de los niños, molestar un poco a los maderos, provocar un pequeño caos que vaya caldeando la temperatura… Tomar la calle, en definitiva, posición a posición, barricada a barricada, para que llegado el día sólo haya que acudir a los puntos marcados y hacerse fuertes contra los esbirros del zar de los Borbones.

     “La revolución empieza por casa”, dijo una vez el camarada Lenin. Y quería decir, entre otras cosas, que cada cual haga la revolución según sus capacidades, y se beneficie de ella según sus necesidades. Cuando llegue el tercer intento de asaltar los cielos -si contamos a los compañeros y compañeras de la Comuna de París- unos tomarán los centros financieros, otros confundirán los ordenadores y otros escribirán la poesía que inmortalizará las batallas y las hazañas. Y los amores que surjan a su calorcillo... Unos cuantos afortunados plantarán la bandera roja en el tejado de la Bolsa de Nueva York y serán tan famosos, y tan anónimos, y tan inmortales, como aquellos soldados del Ejército Rojo que la plantaron hace  medio siglo en el Reichstag de Berlin. 

    Pero mientras llegan esos momentos históricos, indeterminados en el tiempo, la muchachada del Grupo Noviembre se las apaña por el barrio de Lavapiés, comiendo por cuatro perras, arrejuntándose en las corralas, currando de camareros para no tener que cobrar ni un duro por sus actuaciones. Porque esto no es teatro comercial: esto es teatro revolucionario. Una agitación de las conciencias. Una tocadura de cojones. Mientras llega el tren a la Estación de Finlandia, ellos nos entretienen, y nosotros les aplaudimos.



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Infiltrado en el KKKlan

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En este blog casi nunca se habla de tecnicismos porque de eso -de la ciencia cinematográfica, de la corrección de los planos o de los ajustes fotográficos- hay gente que sabe muchísimo más. Lo explican muy bien, con germanías, en otros blogs donde te dicen que Carl Theodor Dreyer era un maestro de esto, o Abbas Kiarostami un maestro de lo otro. Directores que por aquí, para vergüenza mía, para desdoro de mi cinefilia, sólo provocan bostezos de desencajarse la quijada. En las modestias de este blog solo se critica la mala elección de algún casting, que le resta verosimilitud a la historia, o la excesiva duración de algún metraje, que hubiera necesitado una poda evidente. Cositas así, de cinéfilo de provincias, opiniones más bien personales, de andar por casa, o por la terraza del café, para que se vea que uno también tiene su criterio, y su “sensibilidad artística”.

    Infiltrado en el Ku Klux Klan, por ejemplo, es un guion de Spike Lee a todas luces desmedido, con tramos que se vuelven pesaditos y discursos que se tornan redundantes. Y sin embargo, por esas cosas de la Academia -las compensaciones y los tributos, los contextos y los telediarios- el texto se ha llevado un Oscar reluciente para sorpresa de casi todos. Es muy interesante lo que cuenta Spike Lee en su película, pero no cómo lo cuenta. No da con el tono, se pasa con el metraje, pinta unos malos de pacotilla… Quiere hacer denuncia del racismo sureño pero luego mete chistes con calzador para que la peña de los centros comerciales se descojone con la estulticia caricaturesca de estos encapuchados. Una tontería… Pero la trama es interesante de por sí; Adam Driver llena la pantalla con su jeta y con su vozarrón; y al final, cuando parece que la película termina, y uno ya se levanta para tomar la leche y las galletitas antes de acostarse, la historia vuelve a empezar en forma de noticiero actual para denunciar que el racismo goza de muy buena salud en Estados Unidos -y ya no te digo nada en la Piel de Toro, con la que se avecina en las elecciones. Los hechos narrados en esta película no pertenecen, precisamente, a un pasado muy remoto de una galaxia muy lejana.




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Stockholm

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En un experimento llevado a cabo hace años en la Universidad de Florida, chicos y chicas que provenían de otras universidades se pasearon por el campus proponiendo sexo inmediato: “Hola, me gustas mucho, llevo largo rato mirándote. ¿Te apetece acostarte conmigo...?” Los muchachos, por suñuesto, al ser requebrados por las desconocidas, decían casi todos que sí, que all right, que bragas fuera y calzoncillos por los tobillos. Y las muchachas, por supuesto, al ser requebradas por los desconocidos, decían casi todas que no, que más adelante tal vez, que primero habría que tomarse un café -y luego muchos más- en el Starbucks.

    Durante mucho tiempo se usó este experimento para demostrar que los hombres vivimos  un apremio sexual permanente, mientras que las mujeres, con otra temperatura menos caldeada, son capaces de posponer el sexo hasta estar seguras de lo que hacen. Dos géneros distintos y una sola especie verdadera. Los psicólogos evolucionistas sonreían satisfechos, y yo, que hace años leía aquellos mamotretos, me reconciliaba con lo que parecía ser el sentido común de los ayuntamientos.

    Hace poco, sin embargo, dos psicólogos alemanes reprodujeron el experimento Florida para demostrar que las mujeres no sienten menos deseo sexual, sino que, simplemente, tienen miedo de encerrarse entre cuatro paredes con un tipo que no conocen. Entre nosotros mora el acosador, el violador, el asesino incluso, y no es fácil distinguirlos de buenas a primeras. Es por eso que en Stockholm, el personaje de Aura Garrido se lo pone tan crudo al muchacho que la aborda en la discoteca: él es guapetón, simpático, exuda autoconfianza, y es muy difícil resistirse a sus encantos. Se ve a la legua que es un ligón sin escrúpulos, un crápula de los colchones, y que a la mañana siguiente, con el sexo satisfecho, seguramente se transformará en el Mr. Hyde de la indiferencia. Pero de momento el tipo cuela, las feromonas subyugan, y ella, finalmente, con más dudas que certezas, subirá al piso del muchacho para darse el revolcón.

    Lo que sucede después del polvo, en el último tramo de Stockholm, forma parte de otra teoría que todavía está por demostrar: que las mujeres hermosas sufren un destino más cruel que las feas porque sólo los mujeriegos resabiados se atreven a abordarlas, y tras la alegría de saberse deseada siempre llega la decepción de sentirse utilizada. Y que en esa noria de la autoestima ellas naufragan y se sienten inseguras. No sé… Yo me he topado con muchas Auras Garrido de la vida y todas parecen tan felices con sus encantos, ligando con los hombres más hermosos y prometedores. Pero claro, esto es La Pedania, tan modesta, y aquí se corta otro bacalao, y se lleva otro rollo. Eso de que las guapas desearían ser las feas habrá que demostrarlo en Madrid, o en Estocolmo, donde bulle la modernidad y lo variopinto. Aquí todo es demasiado simple y previsible.





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Green Book

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En los viejos tiempos de la sabana, el lenguaje humano, que provenía del piar de los pájaros y del gruñir de los monos, alertaba del león que se acercaba y de la lluvia que sobrevenía. Servía para cazar el mamut en coordinación, y para comunicar que uno andaba enamorado de la señorita Mármol. Indicaciones básicas para la supervivencia. Pero luego, con la inflación del neocórtex, el lenguaje se hipertrofió, se fue por las ramas cuando nosotros ya habíamos bajado de ellas, y se convirtió en un parloteo de peluquería de señoras, o de taberna de paisanos. No existe otro animal en la Creación que necesite estar todo el tiempo hablando. Los chimpancés, los perretes, los pájaros del campo, pueden compartir la misma rama o el mismo jardín sin pronunciar ni pío ni guau. Sin embargo, el silencio que se instala entre dos personas se percibe como un retortijón, como una amenaza insondable, y no hay apenas amistades ni matrimonios que sobrevivan a ratos prolongados sin tener que soltar algo inaplazable.






    En Estados Unidos, en los años 60, un italiano macarra y un negro refinado apenas tenían nada que decirse. Los buenos días, si acaso, en la cola del pan. Y con las miradas tiesas, por si acaso... Vecinos de Nueva York pero extraterrestres de planetas distintos. Pero confinados en un coche que cruza el país camino del sur, ambos se convierten, a los diez minutos de arrancar, casi sin haber llegado todavía al puente de Brooklyn, en dos hombres estresados que no soportan el silencio. Hermanos de la desazón. Al principio prueban con la música de la radio para asesinar la inquietud, pero quien oye música en compañía termina hablando de música en compañía, y con ese pie, los buddy amigos pasan al tema del pollo frito, de la belleza del paisaje, de las anécdotas personales, y a medida que se adentran en los territorios de la vieja Confederación, Tony el guardaespaldas y Shirley el pianista construyen una amistad con los ladrillos de la cháchara, que son muchos, si la autopista es larga.

   

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Girl

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Hay experiencias humanas que nos están vedadas para siempre. Los hombres nunca pariremos con dolor en la sala de un hospital, y las mujeres jamás sabrán lo que es recibir una patada en los cojones. Yo, que he nacido hombre, y que me siento hombre, que tengo asumida esa discapacidad disfuncional de tener un cromosoma Y,  nunca sabré lo que siente una persona que nace hombre pero se siente mujer. Qué le pasa por la cabeza cuando se confronta ante el espejo. Qué gesto de extrañeza, o de asco, o de absoluta indiferencia, acompaña la contemplación de sus propios genitales, de la cara andrógina, del tórax donde echa de menos unos pechos definidos. Cómo tiene que ser convivir con esa extraña disociación entre el genoma y la identidad, entre el destino y la elección personal.

    Los personajes como Lara, la protagonista de Girl, se me quedan un poco en la bruma, en la incomprensión de quien no ha pasado por semejante trance, y no creo que vaya a pasarlo a poco que la naturaleza siga su curso. No creo, sinceramente, que llegado a la edad provecta me pase lo mismo que a Jeffrey Tambor en Transparent. La pereza, para empezar, detendría en seco cualquier intento de reforma.

   Gracias a las neuronas espejo me pongo delante de una película y entiendo a quien teme perder un hijo, o le rechaza una mujer, o le ponen un fusil en la mano para desembarcar en Normandía… Experiencias que he vivido, o que podría haber vivido. Con Lara, sin embargo, aunque simpatizo, no termino de entender. No termino de ponerme en su piel, y el personaje se me resbala, se me escurre entre las comprensiones. Transito por el metraje interesado, respetuoso, pero en realidad bastante aburrido, contemplativo, como si la cosa no fuera conmigo.  La película, que es muy plana -y no hago un chiste de doble sentido- tampoco ayuda mucho al compromiso emocional. En este trance tan especial de su protagonista, me descubro varias veces repasando la lista de la compra, y la programación deportiva del fin de semana.





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Van Gogh, a las puertas de la eternidad

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Sostiene Geoffrey Miller, el psicólogo evolucionista, que cualquier demostración de talento artístico es, en el fondo, aunque el propio artista no lo pretenda, un reclamo sexual emitido para distinguirse. Una exhibición de la inteligencia, o de la creatividad. Según Miller, pintar cuadros o escribir novelas vendría a ser lo mismo que el piar del petirrojo, o que el golpear en el pecho del gorila, que retumba por la selva. La única diferencia es que con el paso de los milenios, y con las complicaciones que nos ha traído el neocórtex, nuestra selección sexual se ha vuelto más enrevesada y sutil. Pero nada más. La sustancia del asunto viene a ser la misma.  En algún momento de nuestra historia en las cavernas, una hembra prefirió acostarse con el tipo que pintaba los bisontes antes que hacerlo con el mastuerzo que los traía para comer, y de ahí, de ese hecho insólito que primó el arte por encima de la subsistencia, surgió una estirpe genética donde follaba más el poeta que el bruto, el juglar que el atleta, el pintor de salud maltrecha que el cejijunto que se sacaba la minga y provocaba la admiración entre la tribu. Los feos y los bajitos, los pirados y los enfermizos, que estaban condenadas a extinguirse con el paso de las generaciones, descubrieron una estrategia con la que echar raíces y prosperar, y se dieron al pincel y a la rima como otros se daban a la hostia limpia o a la precisión con las lanzas.




    Es por eso, deduzco yo, que  Vincent van Gogh afirmaba estar a las puertas de la eternidad cuando le preguntaban por su pintura, a pesar de que no vendía ni un solo cuadro, ni siquiera con la ayuda de su hermano Theo, el marchante de arte. La gente debía de tomarlo por loco, o por más loco aún de lo que estaba. Pero Vincent seguramente sabía lo que decía. O, al menos, intuía estos argumentos que un siglo más tarde escribió Geoffrey Miller, en su despacho de la universidad. "No sé si mi arte perdurará, pero he aquí mis destrezas, y mis talentos, por si alguna dama quiere tomar mis genes en consideración. Sería una pena, echarlos a perder, para cuando yo ya no esté. Ellos, mis genes pintores, son mi pasaporte hacia la inmortalidad".

   Al final no tuvo suerte...



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