The Devil and Father Amorth

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Al principio de esta farsa titulada The Devil and Father Amorth, William Friedkin, que aparece con el rostro tan recauchutado que él mismo parece poseído por el demonio Pazuzu, cuenta que él sí cree en las posesiones del Maligno, y que con esa inquietante certeza rodó El exorcista en escenarios de Washington D.C. donde poco antes se había celebrado un exorcismo muy famoso entre los aficionados al folklore. 

    Friedkin, en esta parida que nos ocupa, pasea por los escenarios capitalinos donde se rodó la película contando anécdotas del rodaje; y yo, que ya no creo en estas cosas risibles de Belcebú, pero que vi El exorcista por primera vez a los catorce y católicos años, cuando todavía me las creía, aún siento escalofríos al ver la escalera por la que se despeñaba el padre Karras. Y casi sin querer, en la discoteca interior del tarareo, brotan de nuevo las notas traviesas del Tubular Bells de los cojones…

    Ahí termina lo único decente del “documental”: la nostalgia de aquella obra maestra que perturbó nuestra adolescencia. Porque lo que viene después es difícil de calificar. Friedkin y Pazuzu se plantan en la mismísima Roma para grabar un exorcismo in situ, uno “de verdad”, que nos remueva la conciencia a los hombres de poca fe, que vivimos en la Babia de nuestro ateísmo, en la inopia de nuestro cinismo, y todavía no comprendemos que en el mundo se libra una batalla milenaria entre el Bien y el Mal. En fin…

    La poseída en cuestión es una tal Antonia, arquitecta de profesión, que tan pronto está tan campante, hablando a la cámara con italiana naturalidad, como de repente se pone enfurruñada y empieza a dar gritos que le dejan la garganta hecha un estropajo. Antonia, por supuesto, no se quiebra las cervicales en un giro de cuello, ni se mete crucifijos por la vagina. La tontuna de Antonia es como de risa, como de actriz espantosa de folletín, pero consigue que en Roma se desate el miedo, la especulación, la vivencia del Mal, y alguien llama al padre Amorth -que al parecer es el número uno en su oficio- para que expulse al demonio que convierte a la pobre Antonia en un guiñapo de la cristiandad. El exorcismo es más bien absurdo, ridículo, con señoras haciendo de público que entre rezo y rezo comentan la jugada y se toman un café con pastas, como si estuvieran en el programa de Ana Rosa, y Máxim Huerta comentara en paralelo el “hecho cultural”. 

    Una ridiculez. Una prueba del Señor, quizá.


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Patrick Melrose

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Yo soy de los que opina (y la edad, y las lecturas, y la esclerosis del pensamiento, me van haciendo cada vez más contumaz) que son los genes los que marcan nuestro carácter. Ellos son los pequeños Umpa-Lumpas que dirigen nuestro destino, como dijo Heráclito de Éfeso, que fue un sabio muy respetable que nada sabía de los guisantes cruzados de Mendel, ni de los enanos trabajando en fábricas de chocolate.

    Las experiencias de la vida sólo ponen una capa de barniz al armazón de acero inoxidable: los pelos así o asá, tal música en el iPod, o en la radio del coche, el tatuaje en el brazo o en el culo, ciertos manierismos a la hora de hablar o de caminar por la calle… Los genes nos zarandean de aquí para allá hasta encontrar los amores o los trabajos, pero el barco siempre es el mismo, inmutable en su estructura desde el astillero que lo construyó hasta el desguace que lo despiezará. A veces la experiencia nos rasga una vela, o nos abre una vía de agua, o nos hace encallar en una playa para tomar decisiones importantes. Pero no suelen ser males que alteren el rumbo que venía inscrito en el código genético.

    A veces, sin embargo, como excepciones a la regla, existen congéneres como Patrick Melrose que sufren traumas que alteran las cartas de navegación. Hay ciertos abusos -y que un padre te viole sistemáticamente en la niñez es uno de ellos- que son capaces de trastocar el funcionamiento prescrito de las proteínas, y conforman un ser humano distinto del que venía descrito en el manual. Patrick Melrose había venido al mundo para pegarse la vida padre de los ricachones, porque sus antepasados poseían los genes de la avaricia, y de la ausencia de escrúpulos, y fueron forjando la fortuna familiar explotando a los indios de las colonias o a los obreros del Lancashire. A Patrick Melrose le esperaba una vida regalada, sin estrés, de estancias en Londres durante el invierno y de casas en el sur de Francia en el verano. La dolce vita, o la sweet life. Pero los mismos genes que juntaron los millones de libras también construyeron un padre colérico y dominante, abusador y deleznable, que hizo de Patrick Melrose un hombre escindido, tan presto a celebrar la vida como a suicidarse, a buscar el amor como a entregarse a todas las drogas. 

Patrick Melrose es un barco a la deriva, con dos rutas contrapuestas que le hacen girar en círculos sobre el mar, como nos enseñaban en la física del Bachillerato.



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Veep. Temporada 6

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Basta con abrir el periódico cada mañana para comprender que en política, para llegar a lo más alto del escalafón, no se precisa tener, precisamente, una inteligencia preclara. Es más: la inteligencia suele ser un estorbo, un defecto básico que corta las alas de los políticos novatos que piensan que esto es cuestión de cultura, o de agudeza. De servir al pueblo con bonhomía. Qué equivocados están... Para encabezar las listas electorales hay que presentar otros argumentos, y otros poderes: la ausencia de escrúpulos, o la belleza física, o el desparpajo semántico. La jeta de un psicópata, en ocasiones. Tener el conocimiento exacto de los engranajes del partido. Y, por supuesto,  dar el pego en cualquier contexto periodístico, un vestidor repleto de disfraces ideológicos por el que suspiraría el mismísimo Mortadelo.

    Para poner la inteligencia y el análisis ya están los ejércitos de asesores, que destripan los sondeos electorales y conocen la última hora del lugar donde se da el mitin, o se inaugura un pabellón, para que el populacho se sienta concernido y jalee las propuestas con ruidosos aplausos, y carteles de "Fulano, te queremos", o "Mengana, qué guapa eres". ¿Pero qué sucede cuando los asesores tampoco están a la altura, y sus estupideces se suman a la estupidez del mandamás, y se hace más evidente todavía que esto de la democracia sólo es una tomadura de pelo, un sainete que protagonizan cuatro caraduras con corbata ? Pues que tenemos el pan nuestro de cada día, si ponemos el telediario al mediodía, o que nos partimos el culo de risa -pero una risa muy cínica- si nos reencontramos con la ex vicepresidenta de los Estados Unidos, Selina Meyers, en la sexta entrega de sus cómicas desventuras.

    Despojada de la presidencia y curada de su depresión, nuestra veep se afana por limpiar el buen nombre de su mandato fundando bibliotecas, liberando al pueblo tibetano, prestando atención a los colectivos marginales que jamás entraron en su Despacho Oval. El problema de Selina Meyers -que es tan vivaracha como boba, tan activa como metepatas- es que vive rodeada de unos asesores que lejos de salvarla el culo la meten en nuevos laberintos que ahondan su impostura. Selina Meyers es tan parecida a la mayoría de nuestros políticos nacionales -tan corta, tan falsa, tan mezquina- que sigo sin entender por qué hay gente que ve la serie y se la toma como una comedia, como una exageración sin asideros con la realidad. Veep es un reality show muy crudo sobre los políticos que nos dan por el culo cada día. Porno muy duro del acto democrático.

    El mismo Timothy Simons -que es el actor que interpreta al insufrible Jonah Ryan- ha dicho hace muy poco. “Hubiera sido mejor que ciertas ocurrencias que los guionistas aventuraron se hubieran quedado en el plató”. Donald Trump y sus cortesanos están consiguiendo que la realidad, de nuevo, poco a poco, vaya superando a la ficción...






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El candidato

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Si dejamos volar la imaginación y hacemos un poco de política-ficción, Gary Hart, que según cuentan en El candidato era un tipo simpático y guapetón, con ciertas lecturas y chisposo ante la prensa, habría ganado las elecciones a George Bush padre en 1988, que era un carcamal de siniestro pasado como director de la CIA. Vicepresidente de Reagan en los tiempos de la avaricia, y de la gomina en el pelo de Gordon Gekko. 

Sin estas influencias acumuladas durante cuatro años de mandato, el Anticristo con cara de merluzo que Bárbara Bush trajo al mundo nunca hubiera pasado de ser gobernador de Texas, o senador de Tegucigalpa. Y Condoleezza, y Rumsfeld, y Cheney, y todos esos halcones de la guerra con sangre en la dentadura, jamás hubieran anidado en los tejados de la Casa Blanca, prestos a abatirse sobre cualquiera que quisiera joderles el negocio. 

Con la victoria electoral de Gary Hart en 1988, la historia de lo que llevamos de siglo XXI habría sido muy distinta -no digo que pacífica, ni de colorines- pero al menos las Torres Gemelas seguirían en pie para seguir saliendo en las películas, y nosotros, los españoles, nos hubiéramos ahorrado la vergüenza nacional de ver a Ánsar con los dos pies sobre la mesa de centro, fardando en mexicano. Pero Gary Hart, ay, ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas, que se le arrimaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta: de telefonistas, de pegacarteles, de lo que hiciera falta...  Y Gary no estaba hecho precisamente de piedra, sino más bien de una carne muy débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart le pillaba con las manos en la masa, y la polla en el mazapán. 

    Quizá, quién sabe, Gary no se acostó realmente con Donna Rice, la chica excesivamente guapa que al decir de ambos sólo le cogía el teléfono, y le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado, y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido diez o quince puntos en las encuestas al saberse que se tiraba a una tía tan buena, aunque fuera en asunto extramarital. Aquí lo que se lleva no es el puritanismo, ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano, porque si no, para empezar, no se dedicarían a la política- sino la envidia cochina, y la palmada en la espalda en la barra del bar: “Jo, macho, qué suerte tienes, cómo te lo has montado…”




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Mientras el cuerpo aguante

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Si aquel soldado republicano hubiese re-fusilado a Rafael Sánchez Mazas cuando le detuvo en el bosque, Chicho Sánchez Ferlosio no habría venido a este mundo un año y pico después, y Fernando Trueba, cuarenta y dos años más tarde, no habría rodado este documental sobre sus ocurrencias y sus disidencias, sus canciones y su desdentamiento precoz. Pero aquel soldado sin nombre al que Javier Cercas hizo famoso decidió no disparar, quizá conmovido por su víctima, quizá harto de la guerra. O tal vez, simplemente, porque se había quedado sin balas y prefirió disimular su incompetencia, o su cutrez de soldado derrotado, con un gesto simbólico de humanidad. Da un poco igual… 

    El caso es que Chicho, que había sido bautizado con el fascistorro nombre de José Antonio Julio Onésimo, y que estaba llamado a escribir sonoros poemas sobre la unidad de España y las virtudes del Generalísimo, nos salió rana roja en lugar de príncipe azul, y armado con una guitarra prefirió croar canciones satíricas sobre la falta de libertad y las penurias del amor. Ferlosio se hizo cantautor protesta, y maoísta-leninista, y tocador de huevos oficial, y llegada la Transición se convirtió en el guía espiritual de los trovadores de la noche madrileña: el Sabina, y el Krahe, y el Alberto Pérez aquel que también salía en el disco de La Mandrágora, tipos que también hacían risa y cachondeo de los tiempos imperiales, y de lo mal visto que estaba lo del follar, aunque ellos -presumo- se jartaban de practicarlo.

    En Mientras el cuerpo aguante, Ferlosio desgrana sus ocurrencias en la terraza de un casoplón de Sóller, en Mallorca, porque el trotskismo-anarquismo se lleva mucho mejor si puedes vivir en un retiro de lujo, con vistas a la montaña, cerca del mar, en un entorno exclusivo donde tus vecinos son alemanes educados que se hicieron de oro invirtiendo en la bolsa de Frankfurt. Hay una disonancia permanente entre lo que Chicho dice y el decorado donde lo dice. Esa casa, ahora mismo, en el mercado inmobiliario, yo no podría pagarla en siete vidas. Le escuchas, pero no te lo crees del todo; le sigues, pero no terminas de rendirte. Chicho Ferlosio es un burgués metiéndose con la burguesía; un rentista riéndose del capitalismo; un bon vivant hablando de las penurias del franquismo; un heredero de la riqueza, cantando a los desheredados.




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El silencio de otros

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- “Franco… ha muerto” -dijo Arias Navarro en la tele, blanquinegro y cariacontecido, en lo que quizá fue el primer meme cachondeable de nuestra democracia. Y pongo la palabra en cursiva porque Franco estará muerto, sí, y dentro de poco, al parecer, enterrado en otro lugar -que habrá que verlo de todos modos: quién tiene huevos de hacer el unboxing definitivo bajo una lluvia de brazos alzados como lanzas en la rendición de Breda.

    Pero el franquismo, su legado histórico, para satisfacción de los nostálgicos y decepción de los críticos, sobrevive con muy pocos achaques. Ahora hay rojos en el Parlamento, y maricones que celebran su mariconez, y catalanes que tocan los cojones con la Senyera y los segadores. Pero lo demás, lo esencial, que son las estructuras económicas, los privilegios de la Iglesia y las prebendas de quienes ganaron la guerra, permanecen sin tocar en el sanctasanctórum de las leyes. Atado y bien atado...

    Los tipos que ganaron la Guerra Civil se han ido muriendo poco a poco, de causas naturales en su mayoría; pero sus hijos, y sus nietos siguen ahí, ocupando las cátedras, las judicaturas, las subsecretarías, las poltronas en los consejos de administración. Las carteras ministeriales, incluso, cuando la mitad del censo electoral se queda en casa y el voto de las monjitas, y de sus ancianitos, y de los católicos que salen de misa y nunca se olvidan de cumplir su deber democrático, inclina la balanza. El Ejército Rojo sigue cautivo y desarmado desde aquel infausto 1 de abril de 1939, y lo único que nos queda, a sus soldados honorarios, es seguir protestando y poco más. Haciendo documentales como El silencio de otros, o dando la castaña en estos blogs provincianos que nadie lee. Es nuestro deber, democrático, sí... 

    Lo que me parece una gilipollez es esa manía de exhortar a los vencedores a pedir perdón. Y en el documental lo hacen varias veces… ¿Perdón de qué? ¿Por no sacar a los fusilados de las cunetas? ¿Por haber robado niños en las casas de maternidad? ¿Por haber torturado a presos políticos en los sótanos de la DGS? Esa gente ganó una guerra que consideran justa y necesaria. Incluso Santa, cruzados de Jesucristo y la hostia en verso... Se morirán defendiendo su legado. Ganaríamos mucho tiempo, y mucha salud, dejándolos en paz y apretando las clavijas a los que sí consideramos como nuestros: esos políticos de izquierda -ay, que me muero de la risa- que cuando llegan al poder se olvidan de meter mano en todo esto, sólo la puntita del dedo, a ver si el agua sigue quemando y es mejor silbar con disimulo. Haciendo como que se hace sin hacer nada en realidad…






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La leyenda del tiempo

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Existe en las tierras del Norte un prejuicio -casi diría que un racismo- contra los andaluces que salen en la tele o en las películas. Es un desdén étnico -pero solo catódico, creo- que los tacha de medio moros y medio gitanos. Un desdén cultural que los pone de analfabetos y zarabetos. Los andaluces, se dice, no quieren trabajar, hablan mal por pura desidia y siempre llegan tarde a los sitios porque viven sin reloj. Son unos exageraos, unos pedigüeños, unos medievales que montan cirios de mucha risa  alrededor de los Cristos procesionados y las Vírgenes en romería. Pintorescos y lejanos, los sureños nos parecen muy poco representativos de “lo español” cuando, curiosamente, los extranjeros los toman como quintaesencia del españolismo.


    Yo he mamado ese distanciamiento desde niño, y supongo que me ha quedado un poso, un virus, por mucho que yo ahora presuma de ecuménico y de hombre de mundo . Comienza La leyenda del tiempo y durante varios minutos el virus corretea por la sangre, enfriándome el ánimo. Me pregunto qué hago yo allí a las tantas de la noche, muerto de sueño, en la Isla de León, que aunque se llama igual que mi terruño está tan lejos de mis peripecias de norteño, como si fuera la Isla del Fin del Mundo. Vengo arrastrado por esta "iñakilacuestamanía" que ahora está en todos los foros de la cultura, en las radios, en las revistas de cine, como una pesadez insoslayable de críticos rendidos, de actores que se postulan, de actrices guapísimas que le envían guiños para salir en sus próximas películas, o lo que sean.

    Estoy del revés, al otro lado del mapa, más por curiosidad que por interés, más por deber que por espectador hambriento de nuevas narrativas. Una pose, un paripé, una gilipollez supina de cinéfilo chorra. Al principio del docudrama -o del dramadocu- me siento ajeno a lo que me cuentan, incapaz de pillar la mitad de las palabras que se dicen, con ese acento tan cerrado de los gaditanos, y más, encima, de los gaditanos del sur. Tardo mucho tiempo, quizá demasiado, en comprender que el legado de Camarón de la Isla o la idiosincrasia de los sanfernandinos sólo son el paisaje de una cuestión más universal, que trasciende los andalucismos y los japonesismos de las fascinadas: el talento. El niño cantaor lo posee, pero no quiere demostrarlo, y la japonesa carece de él, pero tiene el descaro de atreverse. La eterna cuestión. El talento como ese tesoro oculto, caprichoso, siempre genético, que los dioses vierten a cuentagotas en las placentas de las parturientas. El talento como una bendición, o como una maldición, según sepa uno gestionarlo. El destino cruel de quien lo tuvo y no lo aprovechó; la broma sangrante de quien no lo tiene y va por ahí dando el pego, engañando a los tontos.




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Canino


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Yo le digo, caballero,
que los niños ya quieren jugar...

… cantaba Carlos Santana en Let the children play. Y si con ese ritmo sandunguero, y esa manera de acariciar la guitarra, no se refería al despertar sexual de los adolescentes, la insinuación e ben trovata y me viene de perlas para la ocasión. 

Incluso fuera del mundo y de la civilización, los chavales aprenden a distinguir una zona erógena de la que no lo es, y le sacan buen provecho en resignada soledad, o en gozosa compañía. En El Lago Azul, Brooke Shields y su amiguito naufragaban en la isla desierta y a los pocos años, llegada la pubertad, ya estaban dándose candela entre los cocoteros, y entre las olas del mar, guiados por el instinto. A mi perrito Eddie, que sabe bien lo que hace cuando corretea por el mundo, jamás he tenido que ponerle un vídeo de perros chingando como los que pone David Broncano en La Resistencia. Lo que natura ya da de por sí, Salamanca no tiene que prestarlo.



    Yorgos Lanthimos, sin embargo, en su experimento fílmico titulado Canino, viene a decir que si criamos a tres hermanos aislados del mundo y de la tele, en un chalet con piscina del Peloponeso, y les dejamos experimentar por su cuenta los resortes eróticos del cuerpo, sólo el hermano varón sentirá algo parecido al deseo sexual cuando le salgan pelos en los testículos, mientras que ellas, sus dos hermanas, virginales de obra y de palabra, vivirán en la inopia de la fuente placentera que guardan entre las piernas. Una conclusión cuestionable, inverosímil, que en estos tiempos modernos ya sólo pueden defender los carpetovetónicos de la moral y las costumbres. Los que creen que la sexualidad de las mujeres es el unicornio de la fisiología. Gentes que allá en Grecia, ante la falta de vestigios históricos de los carpetanos y los vetones, que solo aquí prosperaron, habrá que llamar, por ejemplo, doricojónicocorintios.




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