Ocho y medio


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Cuando la película del día no deja un pensamiento decente que traer a este blog -un aprendizaje, un chascarrillo, un hilo del que tirar- me pongo a escribir sobre la incapacidad de la escritura, y salvo los muebles como puedo. Si no puedo decir nada enjundioso, explico, al menos, las razones de mi incapacidad. Como un cantante con la voz tomada que sale al escenario no para cantar, sino para explicar a su grey que anda cascado porque pilló un resfriado, o porque tiene un chiquillo que no le deja dormir. Es otro tipo de intimidad, y de comunión, con los seguidores. Con los  cuatro gatos del callejój, que me leen a escondidas.

    Como hace Fellini en Ocho y medio, salvando las distancias, que para salir de un atasco creativo hizo una película sobre la incapacidad de hacer una película. Sólo que a él, paradójicamente, le salió una obra maestra sobre el alter ego que fracasaba, mientras que el cantante que no canta, o el bloguero que no aporta, en realidad son dos farsantes que dan gato por liebre, y que harían mucho mejor guardándose las energías para otra ocasión.

    En realidad tengo varios Ochos y medios entre estos mil y medio escritos que versan sobre mi cinefilia, y sobre mi vida disfrazada en ella. Mucha metablogueridad, si se me permite la palabra. Muchas mañanas a lo Marcello Mastroianni, o a lo Guido Anselmi, en el balneario de mi casa, o en el set de mi oficina, incapaz de saber por dónde tirar, de pronto desgastado, repetido, aburrido de mí mismo. Absorto en un lejano recuerdo, ahora que me voy haciendo mayor, y que estas memorias salen de sus escondrijos como conejos en primavera. Abrumado por las preocupaciones de la salud, o del amor, o de los fichajes fracasados del Real Madrid. Avergonzado de mí mismo, de mi impostura pseudoliteraria, de mi criterio tan poco profundo. De mi magisterio tan poco edificante. Haciendo exégesis de los sueños nocturnos, siempre embarullados y con mensajes ocultos. Reencontrado, de súbito, con un fantasma, con un miedo, con una esperanza... Zarandajas que me apartan de la labor de escribir la entrada diaria. O más bien: de emborronar el blanco virginal de un Nuevo Documento…





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Puro vicio

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Inherent vice es el término legal que designa el defecto oculto de una mercancía. Una tara que no se ve al comprarla pero que termina por estropearla, y que faculta al comprador a exigir una compensación. En el contexto de esta película inexplicable, donde es difícil acertar con los argumentos o con las metáforas, se supone que esta expresión alude a la decepción final de los amores, pues todos llevamos de nacimiento un defecto que al principio no se ve, o que se prefiere obviar, en aras del amor, pero que tarde o temprano acaba por marchitar la relación.

     En la versión al castellano de la novela primigenia, el responsable de la editorial tradujo Inherent vice por Vicio propio, que ya sabemos todos las connotaciones que acarrea: el manubrio, el dedo índice, el consuelo de Onán, para que el lector abrumado por las novedades editoriales se quedara paralizado con el reclamo, apelado a su instinto, a su cerebro no racional, que es un truco muy viejo y muy burdo, pero muy efectivo. Sin embargo, al responsable de distribuir la película le pareció que eso de Inherent vice no se iba a entender, y que eso del Vicio propio sonaba a película clasificada “S”, de cines guarros de antaño, de factoría de Enrique Cerezo en la tele nocturna de Madrid. Así que se decantó por este Puro vicio que en realidad es una descripción bastante acertada de lo que se ve en pantalla todo el rato, si asumimos, claro está, que el sexo libre y el porro encendido son vicios que merezcan un tratamiento peyorativo.

     De todos modos, ya digo que esto del inherent vice está un poco cogido por los pelos, porque la película no se entiende muy bien. Y no es que uno ande un poco despistado, abrumado por otras cuitas, sino que es opinión general entre la feligresía de Paul Thomas Anderson: que esta película es un experimento que le explotó en las manos. Una osadía, esto de hacerle un homenaje porreta a El sueño eterno en el que apenas se entiende nada, y en el que se da a entender, además, que tampoco importa gran cosa entender las peripecias. Fascinante, hipnótica, ininteligible…




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A puerta fría

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No me gustan los vendedores. Me dan miedo. Los de tienda, los de gran superficie, los de puerta a puerta... Me da igual. Ellos vienen muy preparados, dispuestos a liarte. Van a cursos de psicología, de cucología, de técnica de ventas, y cuando ven a un pardillo como yo se lanzan en picado como lechuzas sobre el ratoncillo. Desconfío de ellos como de cualquier otro depredador de la selva urbana. Van a lo suyo, y no a lo mío, porque el cliente nunca tiene la razón y se parece mucho a un pollo por desplumar. 

    Sin embargo, en las películas que los retratan, uno simpatiza con sus dramas personales, porque suelen ser tipos que mienten por necesidad, que necesitan un par de whiskies antes de enfrentarse a la comedia de la ganga y del compadreo. En aquella obra maestra que se titula Glengarry Glen Ross, los comerciales eran unos pelmazos peligrosos cuyo objetivo era endosarle al cliente una finca de escaso valor. El espectador, sin embargo, omnisciente desde su sofá, sabía que estos tipos vivían amenazados por el despido, despreciados por sus mujeres, alcoholizados y fumados hasta el  borde del infarto. Uno acababa compadeciéndoles, y deseándoles la mejor de las suertes, a costa de estafar a los pobres incautos que preguntaban por sus productos. Una simpatía difícil de explicar, pero ustedes ya me entienden.


            A puerta fría es una película española que ha pasado sin pena ni gloria por los adjetivos calificativos. La he descubierto gracias a que en ella trabaja Antonio Dechent, que es un actor por el que siento una estima especial, y al que investigo de vez en cuando, a ver en qué proyectos anda metido. En A puerta fría, Dechent es un vendedor como aquellos de Glengarry Glen Ross, cincuentón y amortizado, al que están a punto de despedir en la empresa porque anda desganado y no sabe ni papa de inglés. Sólo la venta de cien videocámaras a los minoristas le salvará de la quema, y de la sustitución por una joven promesa del negocio. El problema de las videocámaras es que siendo cojonudas son carísimas, y ningún comerciante las quiere en sus escaparates, por miedo a comérselas con patatas fritas pasados los meses. En los dos días que durará la feria comercial, Dechent bajará a los infiernos para hacer acopio de todas las triquiñuelas: mentirá, enredará, amenazará, corromperá... Y entre decisión y decisión, se meterá varios lingotazos de whisky en el bar del hotel, sopesando a los clientes, escuchando a los compañeros, preguntándose por el futuro incierto de esta perra vida que le tocó en suerte.




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La casa de papel. Temporada 1

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Lizza Minelli y Joel Grey cantaban en Cabaret que el dinero mueve el mundo. Y tenían toda la razón (del mundo). La Historia es la crónica de las grandes empresas que necesitan ejércitos para usurpar los mercados. Sólo hay que abrir un periódico de papel, o pinchar uno digital, para comprender que nada se pone en marcha o se queda paralizado si un tipo trajeado no descuelga su teléfono en la oficina de Wall Street.  

    Pero si el dinero mueve el mundo, el erotismo mueve a las personas. Cuando descendemos a la historia individual, a la de andar por casa, ya no es la billetera, sino el amor -o el sexo, como ustedes prefieran llamarlo- lo que impele a los seres humanos y condiciona sus destinos. Hay que ganarse el pan, claro, y alimentar a los hijos, y asegurarse una pensión para el día de mañana. Pero cubiertas las necesidades básicas, lo que de verdad nos excita o nos derrumba, nos edifica o nos aniquila, es la necesidad de echar un buen polvo, o de sentirnos amados por un tiempo más indefinido.

    En los primeros episodios de La casa de papel, todos los personajes son unos profesionales de la hostia, concienzudos y laboriosos, cada uno en su empeño de robar el dinero o de impedir el atraco. El Profesor, sin ir más lejos, es el tipo que yo siempre quise ser de mayor: un revolucionario amoral pero pacífico, estiloso, consecuente con sus ideas. Con un par de gafitas, sí, pero con un par de cojones. Un tipo preclaro que ya en el primer episodio avisa de los peligros de la jodienda. Porque él sabe que el erotismo, una vez desatado, es un demonio ciego que ya no entiende de razones, y que ni cien sacos de billetes podrán bajarle la temperatura. 

    Pero claro: entre su caterva de reclutados hay elementos que no se contienen, que sienten el hormigueo constante en la entrepierna -es muy jodido plantear un atraco con Úrsula Corberó de compañera. Y una vez que los millones del robo parecen asegurados, los delincuentes se relajan en la disciplina, y descuidan sus funciones. A partir de ahí, el frenesí sexual se extiende como un virus, o como una fiebre, o como una ola, que cantaba Rocío Jurado, y hasta el propio Profesor, devorado por su profecía, caerá en la cuenta de que el amor que es más importante que los millones o que las carreras profesionales.  

    La historia de un romance, en realidad, La casa de papel, y no de un atraco. Montañas de dinero reducidas a un simple McGuffin. 



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Border

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Ahora que sabemos que los cromañones y los neandertales entrecruzaron sus genes en prehistóricos ayuntamientos, y que todos llevamos en nuestro ADN la posibilidad de una nariz de boxeador, o de una ceja de gorila, no es extraño imaginar, como hacen en Border, que en algún rincón de la taiga sobreviva un linaje a medio camino del hombre con ordenador y del hombre con cachiporra. 

    En España, uno se imagina a estos híbridos arando el campo desde hace siglos, en algún villorrio perdido que no conoció ni a los celtíberos ni a los romanos: crodertales, o neanñones, que viven disimulados bajo la boina y bajo la faja, y que farfullan el idioma cuando el turista despistado, o el político que pide el voto, se acerca por allí para recordarles que hay una modernidad al otro lado de las montañas, o del mar de cereal.

    Pero la película Border está ambientada en Suecia, en el paraíso del bienestar, y allí los crodertales hace tiempo que viven entre las gentes, voluminosos y muy feos, pero trabajando por el bien de la sociedad. Hace milenios que los cromañones sacrificamos el olfato para desarrollar el neocórtex que nos trajo el lenguaje y la demagogia. Pero ellos, los grandullones de dientes amarillentos, todavía conservan una pituitaria capaz de detectar el miedo, la vergüenza, la excitación que emana de las glándulas sudoríparas. Es por eso que son muy valiosos como detectives de aduanas, como sabuesos de crímenes horribles. Los crodertales son inteligentes, serios, respetables, pero en los asuntos del corazón les va como el culo, claro, porque no hay fotografía que pueda embellecerlos en los foros del ligoteo, y hasta que no tienen la chamba de encontrarse con uno de sus iguales, y de que surja la chispa del amor, viven enfangados en la soledad y en la incomprensión. 

    Border, más allá de otras consideraciones sociológicas o antropológicas, es una historia sobre la posibilidad de ser correspondido en el amor cuando la vida ya parecía una resignación a la masturbación, y al beso no devuelto de las almohadas.





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Juego de Tronos. Temporada 8

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Somos millones los súbditos de Poniente y de Saliente que ahora mismo, en sincronía, acariciando o aporreando los teclados, escribimos nuestras impresiones sobre el final de Juego de Tronos. Entusiastas y cabreados, analíticos y literatos, escuetos y pelmazos. Lectores de las novelas y espectadores de la tele… Es un ejercicio de pura vanidad venir a este blog para escribir algo que suene original, interesante. Todo está dicho ya, o va a decirse en muy poco tiempo. Pero tengo una disciplina diaria, me aburro si no escribo, y mis cuatro amigos se preocupan mucho si no me ven activo, puesto al día, imaginando que he vuelto a la dejadez, a la depresión, al que le den a todo por el culo, Juego de Tronos incluido. 

    Así que tengo que decir, para empezar, que el final del embrollo ha sido visualmente impecable, pero narrativamente infumable. Dentro de unos años nos quedarán las imágenes, poderosas, pero no el relato, descosido. Y la belleza de algunas actrices, claro... Los que ya transitamos la primera edad de las desmemorias, cualquier verano de estos, en la terraza del bar, nos pondremos a recordar y se nos traspapelarán las genealogías, y se nos volatilizarán los argumentos. En la traca final ha habido más capricho que coherencia, más prisa que desarrollo. Pero todo esto -insisto- ya está dicho.

    Lo que me ha quedado en las escenas finales es una congoja, una pesadumbre que no tenía nada que ver con los personajes. Ninguno de sus destinos trágicos me ha conmovido, salvo los de aquellos que murieron por amor. Al fin y al cabo, Juego de Tronos ha sido la revista ¡Hola! de la Edad Media: un reportaje a todo color de las casas reales, con sus palacios y posesiones. Reyes y reinas, príncipes y princesas, consortes e infantas, que entre matanza y matanza se ponían como el Quico en sus salones ceremoniales, mientras allá fuera, en los arrabales de sus capitales, los recaudadores de impuestos sangraban al pueblo llano con el látigo o la horca. Juego de Tronos ha sido exactamente eso, el ajedrez violento de los entronables, que salvo Tyrion y los Stark han sido todos unos hijos de puta muy despreciables. Muchas veces he echado de menos a un Robespierre que plantara la guillotina en mitad de la plaza para terminar con tanta tontería en una sola mañana de trabajo...
  
    No: mi congoja ha sido personal, íntima, la conciencia súbita de que todo esto ha pasado como un rayo por mi televisor y en realidad hace ya ocho años que empezó la zarabanda. Cuando Canal + estrenó Juego de Tronos yo ni siquiera era un cuarentón, y ahora ya tengo preocupaciones propias de un señor mayor: la salud, y la soledad, y el tiempo que me queda por disfrutar… Se me ha vuelto a escurrir la vida entre los dedos, mientras veía la tele.





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Amarcord

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La adolescencia es una película porno que nunca termina. Un amigo mío recordaba su pubertad como el destello intermitente y cegador de un anuncio de puticlub -sexo, sexo, sexo... Las luces del deseo, que se encendían y se apagaban con la regularidad de un faro, de un púlsar cósmico que jamás dejaba de girar. La erección de la mañana y la paja en el baño; el escote de la compañera y las piernas de la maestra, el tetamen de las viandantes y la farmacéutica que sonríe; la chica en el telediario y el beso en la película; la revista guarra y el VHS clandestino. El anhelo desbocado de los cuerpos en primavera. La polución nocturna y el sueño erótico. El beso a la almohada. La desesperación de poseer un cuerpo que no fuera uno imaginado. La chica de la que estábamos enamorados en la distancia, inalcanzable y preciosa. Y de nuevo el despertar erecto, la paja en la ducha, la condena del deseo inextinguible, del fuego que se reaviva en cada intento de apagarlo. La maldición del sexo, que arruinó nuestra vida despreocupada y feliz, apegados a un balón, y a los payasos de la tele.

    No todo va a ser follar, cantaba el maestro Krahe, pero en la adolescencia hay una radiación de fondo, una hilo musical, una miasma en el ambiente, que todo lo perturba. Una feromona que siempre anda revoloteando, incordiando, porque la exudamos nosotros mismos. Cuando Fellini se puso a recordar su adolescencia en Amarcord, le salieron unas memorias traspasadas por el sexo, y lo mismo en los desfiles fascistas que en las fiestas del pueblo, en las andanzas familiares que en las desventuras escolares, siempre había una mujer a la que desear, una chica a la que cortejar, una prostituta a la que espiar, una estanquera a la que resoplarle entre las tetas… En Amarcord Fellini no se pone ñoño, ni tonto, ni quiere vendernos la moto de una pureza o de una inocencia de poetastro. La adolescencia es sucia, obsesiva, y muy triste. Su recuerdo huele a semen, a lágrimas, a vergüenza. El humor nos salvó entonces de la desesperación, y el humor es el único filtro que nos permite recordarla con decoro.




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La Strada

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Gelsomina está en edad de merecer, pero ningún hombre valora sus merecimientos. Ella es pobre, poco agraciada, medio lela, y además no sabe cocinar. En la posguerra italiana, como en la posguerra española, su destino más probable hubiera sido el convento, encargada del huerto comunal, o de la recogida de expósitos en el torno. Pero Gelsomina, que vive sin teléfono en una casa que además no figura en los distritos postales, todavía no ha recibido ningún mensaje del Señor. Su familia, enfrentada al dilema de cómo alimentar a n polluelos con n-1 gusanos, decide venderla por diez mil liras al mejor postor; y así, de buenas a primeras, en el tiempo que se tarda en meter cuatro trapos en una maleta, se descubre recorriendo las carreteras secundarias -y muchas de las terciarias- en la furgoneta de Zampano, que es un forzudo que la utiliza de figurante en sus performances pueblerinas, y que se acuesta con ella en las noches más crudas del invierno, cuando las prostitutas del lugar no están disponibles para él, o arrecia la Cuaresma en los páramos del calendario.

    Ahora que está de moda hablar de las relaciones tóxicas, La Strada podría ilustrarlas en las facultades de psicología. Pero La Strada no serviría para ilustrar el camino correcto de la liberación, de la autoafirmación de quien dice: "hasta aquí hemos llegado, bonita, o que te den por el culo, mamón". La pelicula serviría, como mucho, para advertir que a veces, simplemente, no se puede, o no se quiere, salir del laberinto. Que a veces, como Gelsomina, nos quedamos varados como ballenas en la playa, y que aunque llegan las olas que podrían devolvernos al mar, y los helicópteros que nos tienden la cuerda del rescate, nos quedamos atados al vínculo por una convicción muy íntima, intraducible para quien nos escuchaba y aconsejaba. Porque Zampano es un homínido apenas evolucionado, un hombre simple que piensa en términos estrictos de supervivencia y desfogamiento sexual. Las florituras de la vida sólo le confunden, y le despistan de su oficio. Gelsomina lo mismo podría ser para él una mujer que una burra, una muñeca hinchable que una esclava de Babilonia. O eso es al menos lo que él cree, tal vez embrutecido sin remedio por la pobreza. 

Ya será demasiado tarde cuando descubra que ese mariposeo que sentía al despertar junto a Gelsomina, o al rematar con ella una función, era el amor que él creía tonterías de las novelas que nunca leía.




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