Diego Maradona

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Todos los futboleros sabemos que existe una manera eficaz de parar a Leo Messi: arrearle las mismas patadas que recibía su compatriota Diego Armando Maradona hace treinta y cinco años, por los campos embarrados y sin reformar. Pero nadie se atreve a decirlo porque el fútbol, afortunadamente, ya no es el mismo de antes, y quien abogue por semejante cosa será marginado con justicia de la grada del estadio, o de la barra del bar donde ahora la gente bebe como antes, pero más civilizadamente, con las palabras fair play grabadas a fuego en las meninges, gracias al himno tan pegadizo de la Champions. De la barbarie de aquellos defensas bigotudos con cara de pistoleros del Oeste, que iban rejoneando a Maradona hasta que el último sin tarjeta amarilla le daba la estocada final, hemos pasado a estos centrales posmodernos que miden uno noventa, son guapos del carallo y se anticipan al corte sin tener que partir tibias con los tacos.



    Messi, el puto Leo Messi, la pesadilla del madridismo que nunca termina, ha tenido la suerte de corretear en terrenos de juegos que ya son como alfombras, rodeado de dandys que a lo sumo le hacen una carga ilegal o le agarran tímidamente de la camiseta. Messi gambetea y mete sus goles pegados al palo perseguido por cien cámaras de alta definición que dejarían en evidencia a cualquier defensa que le soltara una hostia sin más, como hacían con el Diego, el Dios, que tenía las piernas llenas de cardenales como un Cristo que jugara de segunda punta en el Spartak de Nazaret.

    Messi, el puto Leo Messi de los cojones, es sin duda el mejor jugador del mundo, y posiblemente el mejor jugador de la historia. Pero yo me niego a reconocer esto último. Mi orgullo vikingo me lo impide, y, además, tengo este sólido argumento de las patadas asesinas que nunca va a recibir. Pienso en ese Leo Messi imaginario de hace treinta y cinco años -reducido al 40% de su capacidad en la Serie A de los camorristas y los navajeros- mientras veo este documental de la HBO sobre la trágica figura de Maradona en su etapa napolitana. El dios zurdo que hacía milagros con la pelota los domingos y fiestas de guardar, pero que luego, entre semana, se convertía en un humano sospechoso que iba de putas, tenía hijos ilegítimos y se metía rayas de cocaína que luego estornudaba con mucho esfuerzo en el gimnasio.



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Deliverance

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Deliverance es la historia de cuatro pijos de Atlanta -empresarios de mucho éxito en lo suyo- que deciden pasar el fin de semana haciendo eso que ahora todo el mundo dice practicar en Tinder, para quedar de intrépidos aventureros, o de intrépidas findesemanistas: un descenso en canoa por aguas montañeras que de vez en cuando salpican la cara y mojan el chaleco salvavidas. La última moda del ligue, que ahora llaman rafting, además, para fardar de nivel medio inglés, los usuarios, y las usuarias…

    Los cuatro amigos han decidido bajar por el río Chattooga a modo de homenaje a sus aguas bravas, pues dentro de poco la modernidad va a construir allí un embalse del plan Badajoz que anegará los paisajes y desencabritará las corrientes. A ellos, como a casi todo el mundo, les gusta la naturaleza salvaje, la casi intocada por el hombre, pero tampoco van a renunciar a la electricidad que surgirá del esfuerzo hidroeléctrico, y que alimentará sus cachivaches domésticos del año 1972. Será un ejercicio de remo, sí, pero también un ejercicio de cinismo medioambiental, que todos seguimos practicando en la actualidad con mayor o menor conciencia. Y que santa Greta Thunberg nos perdone…



    El tramo salvaje del río Chattooga transcurre por el lejano condado de Paletolandia, y cuando los cuatro amigos de la “capi” aparcan sus bugas en la gasolinera y estiran las piernas antes de desatar las canoas, aprovechan para reírse un poco del personal que toca el banjo y mastica los tallos de las gramíneas. Gentes emparentadas con el Cletus de Los Simpson que han sufrido la devastación genética de la endogamia, tan arraigada en los montes Apalaches que a quien no le falta un verano le falta un hervor, o un buen tramo de la dentadura. Estos tipos -piensan los cuatros amigos comandados por Burt Reynolds- estarían para vender pañuelos en los semáforos, o limpiar los aseos de las oficinas, allá en la civilizada Atlanta. Pero se les olvida que están jugando en campo enemigo, y que cualquier equipo del montón, en su campo embarrado, rodeado de su gente, con el árbitro acojonado por la presión, es capaz de igualarle el partido a cualquier formación de profesionales prepotentes. Mientras las señoritas de la ciudad disfrutan de su descenso en canoa, ellos, los paletos, organizarán una partida de caza humana con sus escopetas de cazar conejos…



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Cine Pasaje

Supongo que yo ya había estado allí en otras ocasiones, en la penumbra del cine Pasaje, pero mi primer recuerdo nítido pertenece al 24 de diciembre de 1977. En Nochebuena no había sesión de noche para que los empleados pudieran cenar con sus familias, así que mi recuerdo procede de la primera sesión, que empezaba sobre las cinco, o en la segunda, que lo hacía sobre las siete y media. No sé quién me acompañaba. Supongo- porque yo tenía poco más de cinco años - que era mi madre la que velaba por mi seguridad en aquella sala enorme de 1000 butacas, butacones, realmente, de aquellos antiguos y pesadotes, que en los años siguientes yo ayudé muchas veces a levantar a mi padre cuando terminaba la sesión, recogiendo las monedas caídas de los bolsillos como paga por mi labor (una labor que también consistía, si la sesión era la última del día, en pasar corriendo por los aseos, abrir la puerta con educación y gritar “¡Cerramos!” al posible rezagado o rezagada que hacía sus necesidades con peligro de quedarse allí  toda la noche).



    De aquella tarde de invierno recuerdo tres cosas con absoluta claridad: la fanfarria de la 20th Century Fox atronando en aquella pantalla que era como el mismísimo universo de ancha, ocupando todo el campo de visión; la gente que buscaba sus localidades con las luces ya apagadas, haciendo sudar la gota gorda a los acomodadores que alumbraban con la linterna y esperaban una propinilla que ya por entonces se estilaba más bien poco; y, por supuesto, el momento fundacional de esta cinefilia que todavía condiciona mi ocio y estructura mis pensamientos. Que fue como el rayo saliendo del Monolito de Kubrick o como la impronta maternal del robot David en Inteligencia Artificial. Mi infancia consciente, mi vida peliculera, mi pedrada continua, mis recuerdos más o menos ordenados, comienzan en el mismo instante en que la nave consular de la princesa Leia surca el espacio sobre el planeta Tattoine y su luna lunera, y de pronto, tapando progresivamente la pantalla, aparece el destructor imperial persiguiéndola, majestuoso y maléfico. Recuerdo el estupor, la parálisis, la emoción tan intensa que casi se parecía a la congoja…  Los párpados tan abiertos que casi se me dislocan y me dejan los ojos abiertos para toda la vida. Yo ya había nacido, pero en aquel momento tuve, por primera vez, la noción de estar vivo. Todo lo que ha venido después, en los cines y fuera de ellos, viene surfeando en esa ola estruendosa de conciencia. Han pasado cuarenta y dos años y yo sigo allí sentado, mirando los enredos familiares de los Skywalker y sus midiclorianos con la misma cara de alelado. El cine ya no existe, mi padre ya no vive, y yo trabajo muy lejos de León. Pero de todo eso yo todavía no me he enterado. Me enteraré cuando acabe la película, y Luke y sus amigos reciban sus medallas por haber destruido la Estrella de la Muerte… Antes no.



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Los días que vendrán

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Vir y Lluis son dos treintañeros barceloneses que hablan catalán en la intimidad de su dormitorio. Ganan un buen dinero, viven en el downtown de la ciudad y se han arrejuntado para disfrutar a tope el resto de su juventud, antes de tomar las decisiones trascendentales sobre el trabajo o sobre los hijos. Ellos quieren viajar, salir de noche, ir al cine, experimentar con los mil y un alimentos que ofrece el Mercado de la Boquería. Y follar, claro, mucho… Vir y Lluis parecen una pareja muy moderna, profesionales liberales del teléfono móvil y del habla correctísima, pero en la primera conversación de la película descubrimos que utilizan la marcha atrás como método anticonceptivo, que es el remedio chapucero que usaban sus abueletes del Ampurdán en tiempos de la Guerra Civil. Vir y Lluis no saben -o no quieren saber- que en los pequeños chispazos pre-eyaculatorios viajan intrépidos espermatozoides que son la avanzadilla del ejército, zapadores que van abriendo caminos para que sus compañeros de armas pasen en feroz estampida o en pacífico desfilar, según la fuerza de la eyaculación. Y que a veces, con el grueso del ejército derrotado en el valle de un ombligo, estos zapadores se lanzan como guerrilleros heroicos a la misión de fecundar el óvulo que ya se creía a salvo del asedio.



    A partir de ahí, del encuentro clandestino entre el zapador y el óvulo, empiezan a contarse, o más bien, a descontarse, los días que vendrán... Nueve meses de embarazo que serán el tránsito agridulce de la pareja al trío, del “qué bien estábamos tú y yo solos” al “a ver qué coño hacemos ahora con un crío en casa”... Vir y Lluis saben -porque lo han visto en las películas, y ahora se lo recuerdan mucho las amistades- que la visión del recién nacido compensará todos los sinsabores y sacrificios. Pero hasta entonces aún faltan muchos meses de carrusel emocional, de discusiones agrias que medirán el compromiso, la paciencia, la madurez necesaria para afrontar el reto de ser una pareja progenitora. Muchos meses de sexo inapetente, de sexo denegado, de sexo recomendado por los médicos, que es casi el peor de todos, tan frío y maquinal. Nueve meses de pequeñas separaciones, de tristes reencuentros, de breves momentos para el humor… Nueve meses de mierda, en realidad, a la espera de que la cabecita  del bebé asome, la sonrisa se dibuje, y todo pase a ser la pesadilla de los días que pasaron.


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Sombra

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Si ya es difícil seguir cualquier película de chinos y chinas -porque los rostros se confunden y a quien tomabas por el cuñado resulta ser luego el amante, y a quien tomabas por la villana resulta ser más tarde la heroína-, más difícil aún, el tour de force, el reto supremo del mindfulness que ahora está tan de moda, es seguir una película de chinos que cuenta la historia de un doble que suplanta la identidad de su Señor de la Guerra.  Si ya cuesta un huevo, en las películas de Zhang Yimou, reconocer a estos samuráis que se acorazan hasta el cuello y se ponen unos cascos como de Darth Vader para que sólo entreveamos sus ojos enrabietados, cómo seguir, ay, en las brumas del pre-sueño, este enredo erótico-militar de unos chinos mandarinos que jamás conocieron la mezcla genética de otros invasores. Bueno sí: los mongoles de Gengis Khan, o los japoneses de Hiro-Hito, que a efectos del fenotipo es como si la raza sueca invadiera a la raza noruega o viceversa.



    Los chinos poderosos llamaban “sombras” a estos dobles que los representaban en las misiones más arriesgadas, en los duelos por honor, o en las negociaciones con los bárbaros, pero que también -porque no todo eran sinsabores- los suplantaban en el fornicio con las concubinas si el amo andaba peneacontecido y no quería que su hombría fuera puesta en entredicho dentro del harén. Imagino que los señores no tendrían mucho problema en encontrar a esbirros muy parecidos a ellos, porque un chino sale a comprar pan o a tomarse un chato y en el camino ha de encontrarse, como mínimo, con diez conciudadanos que podrían acostarse con su señora sin que ésta -al menos hasta el momento más íntimo- se coscara del cambiazo.

    Los dictadores occidentales, sin embargo, siempre se las han visto y deseado para encontrar un panoli con cierto parecido que saludara desde el estrado vigilado por un francotirador, o que viajara en el coche oficial sin blindaje para comerse el marrón de un atentado. Dicen que hasta Franco, que fue un señor de la guerra de Segunda División, tuvo su pequeño ejército de dobles escondidos en El Pardo. A saber en qué pueblo  perdido de la estepa, o en que aldea remota de la montaña, dieron con una “sombra” de su hechura que fuera a inaugurar los pantanos de Extremadura mientras Franco pescaba el salmón o mataba las perdices.



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La Novena Puerta

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Los curas que arruinaron nuestra adolescencia fracasaron en el intento de convertirnos al catolicismo -hacer del Bautismo y de la Comunión algo más que dos sacramentos que nunca solicitamos-, pero lograron imbuirnos la idea del Bien y del Mal como entes absolutos, separados por una alambrada de espino que además daba calambrazos si la tocabas. Su verdadero apostolado no era hacernos creer en Cristo -que eso a ellos les daba igual, tan lejano ya Jesús en el tiempo y en la mitología- sino hacernos creer en la existencia de un ente llamado Demonio que se disfrazaba de socialista en la democracia española, de comunista en la exRusia de los zares, o de falda corta en las mujeres guapas que les hacían maldecir el día que tomaron los votos creyéndose supermanes del pene en huelga indefinida. Liberados del cristianismo a fuerza de leer a Nietzsche y de comprar la revista El Jueves, los pánfilos de mi generación acabamos enredados en el maniqueísmo que enseñara el profeta Mani -de ahí el nombre- en el siglo III de nuestra era. Tan jóvenes y tan viejos, como en la canción de Sabina...



    Yo, con el tiempo, me fui curando de aquellas gilipolleces gracias a que leí los libros correctos y me rodeé de las compañías adecuadas, y ya sólo en las películas me dejo llevar por la tontería del Diablo y sus múltiples travesuras. Pero con los años he descubierto que muchos compañeros de clase siguen atrapados en esa dicotomía absurda de la Luz y la Oscuridad (que, cáspita, ahora que lo pienso, también nos remarcó la mística lucasiana de La Guerra de las Galaxias…) Hace poco, en León, me reencontré con un conocido que al segundo café en la terraza cogió confianza, puso los ojos en trance y me habló de un libro oscurantista que se había traído del Carajistán para conjurar la presencia del Demonio. Según él, el mismísimo Belcebú le perseguía por la vida,  le daba mal fario en los amores y alguna noche hasta se sentaba en su cama mientras dormía. Mi amigo, que es muy facha, juraba y perjuraba que el Demonio le hablaba en catalán en la intimidad... Durante un minuto de confusión pensé que mi amigo me estaba vacilando a la guay, o que me estaba contando de muy mala manera el argumento de La Novena Puerta. Pero no: se ha quedado así, el pobrecico. Cuando yo le conocí, en el instituto de los curas, era un chico que presumía de haber matado a Dios con el mismo puñal de Nietzsche. Ahora necesita un libro estúpido para asesinar al Ángel Caído, que sin Dios, por lo que se ve, anda más suelto que una vaca sin cencerro.



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Cincuenta sombras de Grey

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He aguantado cuatro años sin verla. Pero ya no podía más… La curiosidad mató al gato, y también al cinéfilo, que son animales comunes de la noche. Alguien me advirtió en su día que podía convertirme en estatua de sal si desviaba la mirada hacia Cincuenta sombras de Grey, de lo mala y ridícula que era. Que los críticos profesionales la veían porque no tenían otro remedio, encerrados en las salas de proyección como reclusos, pero que los cinéfilos de segunda categoría, que sólo emborronan blogs por amor al arte, se habían declarado en huelga de ojos cerrados y de penes caídos. Un boicot en toda regla. Pero yo sé que la gente miente. Que en los blogs y en los bares se dicen cosas para quedar bien delante del prójimo -y sobre todo de la prójima-, pero que luego, en la intimidad de los hogares, con el portátil sobre las piernas o el mando de Movistar + sobre la rodilla, nadie resiste la tentación de fisgonear en la “sala de juegos” del señor Grey, a ver qué guarrerías atadas con cuerdas -como las morcillas de mi pueblo- le hace este yupi dislocado a la pobre Anastasia de los ojos azules como Blancanieves. 



    Yo soy como todo el mundo, más o menos, y los apocalípticos consejos de no ver Cincuenta sombras de Grey, lejos de quitarme las ganas, azuzaban mi curiosidad y espoleaban mi deseo. Porque, además, yo había visto a Dakota Johnson en los avances que ahora ya se llaman teasers, y a mí, Dakota Johnson, tengo que confesarlo, es una señorita que me seduce mucho los instintos, y cada vez que se muerde los labios me pasa exactamente lo mismo que le sucede al señor Grey, que se le va la imaginación a lugares más íntimos y oscuros donde el público ya no interfiere ni molesta…

    Yo no había visto la película porque nunca encontré a nadie que quisiera acompañarme en la aventura, a mi lado, en el intrépido sofá de mis vuelos sin motor. Y a mí me apetecía verla con alguien por si había que partirse el culo, con las gilipolleces, o partirse el nabo, con los erotismos, según lo que Grey y Anastasia nos fueran ofreciendo en su performance del Barroco. Pero nunca se dio el caso, y sigue sin darse, así que ayer por la tarde, incomodado por los fríos de noviembre,  me puse el salacot, agarré el machete y me adentré en la jungla impenetrable sin mirar atrás… Y al final del camino, nada. La nada más frustrante. Yo venía al blog a redactar una humorada, o una sexualidad, algo entre picante y divertido, pero la película es tan tonta, tan vacua, que he navegado por ella sin encontrar nada que excitara mi pluma. Ni mi inteligencia, ni mi hombría decepcionada…



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Casi imposible

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Recuerdo, en mis tiempos muy enamorados de Natalie Portman, que a veces, mientras fregaba los platos o veía un partido aburrido en la tele, me sorprendía ideando guiones sobre cómo la vida podría reunirnos en una casualidad improbable, de ésas que se dicen “de película”. Una historia tan rocambolesca como ésta que en Casi imposible reúne a Charlize Theron haciendo de Secretaria de Estado con un chiquilicuatre con el desaliño hípster de Seth Rogen. Que ya hay que echarle imaginación y descaro al asunto, digo yo…



    En mis locas fantasías, ella, Natalie Portman, por poner un ejemplo, venía a España a recibir un premio importantísimo el mismo día que yo visitaba Madrid para liarla en una manifa anticapitalista, y en una parada de su limusina para coger un café en el Starbucks, o hacer una foto que nos retratara como pintorescos guerrilleros, nuestras miradas se cruzaban para reconocerse perdidas en el tiempo, y reencontradas en un milagro de la geografía. Otras veces era yo el que viajaba a Nueva York a conocer los escenarios reales de las ficciones que marcaron mi vida, y de pronto, al doblar una esquina, desprevenido perdido, me encontraba a Natalie vestida de calle, clandestina y guapísima, paseando a su perrito de raza con la correa, y yo casi tropezaba con ella, y decía perdón en castellano -porque el inglés se me había ido por la ingle del susto-, y ella me decía “no pasa ná”, pero en inglés americano, y en el enredo idiomático surgía la risa, la chispa, el gesto que detenía al guardaespaldas que ya se abalanzaba hacia mí para darme una buena hostia con la culata de su revólver.  Gilipolleces así…

    La historia que más me convencía, sin embargo, dentro del repertorio de mi romántica imaginación, era que Natalie Portman pasaba justo por delante de mi casa haciendo el Camino de Santiago -porque ciertamente, por aquí transcurre- y que ella, de incógnito, reencontrándose consigo misma tras una ruptura amorosa con algún imbécil que no supo apreciarla ni quererla, me preguntaba por el próximo albergue con una voz que yo reconocería al instante después de haberla escuchado en tantas y tantas películas. Yo, trabado y sudoroso, tardaba dos segundos taquicárdicos en responder, los suficientes para que Natalie se supiera descubierta y deseada por un apuesto (es una licencia literaria) admirador del Viejo Continente.  Ella, risueña y confiada, me invitaba a acompañarla hasta el albergue que ya era un asunto secundario, ahorrándome la explicación y dejándome un sitio a su lado para acompasar la caminata…




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