La tregua

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Michel Houellebecq escribía en una de sus novelas que el envejecimiento no es una rampa, sino una escalera. De tal modo que aunque el tiempo deshoje los calendarios, uno, mientras no baje el siguiente escalón, o le empujen a bajarlo, se mantiene más o menos igual que cuando le atravesó la última desgracia, o le punzó la última enfermedad. Es por eso que la gente que te ve justo después de una jodienda se sorprende del declive físico, del desplome de las facciones, y le echa la culpa al infortunio. Me pasó a mí, sin ir más lejos, hace no mucho... Pero no es el revés: son los años, que se van almacenando sin menoscabo, como piedras suspendidas sobre tu cabeza, hasta que un ventarrón las abate.

    En La tregua, Martín Santomé es un hombre viudo que descansa en un escalón a punto de cumplir los 49 años. Podría ser yo mismo, tan ricamente, cambiando lo de viudo por lo de divorciado.  Santomé -porque en la película todo el mundo se trata por el apellido, incluso los amantes, y es como en el colegio de los Maristas, donde yo me llamaba Rodríguez a secas- Santomé, decía, está viviendo una tregua insulsa de polvos ocasionales, trabajo rutinario y fútbol los domingos. Una mierda, sí, pero una mierda confortable, a la espera de tiempos mejores, o de tiempos peores, según sople la Sudestada o el Pampero, que al parecer son los vientos irreconciliables del Mar del Plata.  Santomé se teme lo peor porque sus hijos están a punto de abandonar el nido, unos para emparejarse, y otros para ganarse la vida, y cree que cuando se quede solo se le van a caer los techos encima, como años desmoronados.

    Santomé ya se imagina canoso, encorvado, malahostiado con la vida, cuando de pronto conoce a Avellaneda, que es como la luna de aquella otra película argentina. Avellaneda es una mujer linda, y muy joven, casi su hija, o sin casi. Ella le corresponde en su amor contra todo pronóstico, y Santomé, alborozado, no es que se quede en el mismo escalón: es que pega un salto hacia atrás para deshacer tres o cuatro de golpe, otra vez juvenil, ilusionado, haciendo el sexo con amor, o el amor con sexo, que viene a ser lo mismo. Santomé se redescubre fogoso en la cama, risueño en el despertar, jovial en el trabajo. No es una tregua de la vida: es una puta fiesta.

   Lo más jodido de las fiestas es saber que tienen un principio, pero también un final.




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El club de la lucha

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Los que en El club de la lucha sólo vieron la violencia del club de la lucha, no entendieron nada de la película, o no lo quisieron entender. Se quedaron con quince minutos de metraje  y luego salieron en tropel a denunciar el cine moderno, el exceso violento, la influencia malvada de Quentin Tarantino. Hubo hasta psicopedagogos que salieron a la palestra a soltar su monserga, como si las personas cabales llevaran a sus retoños a ver una película así. Y a la que no es cabal y los llevó, ya le puedes cantar misa en latín. Los críticos del establishment dijeron que la película de Fincher era un videoclip, una cosa pre-fascista, una provocación gratuita... Corría el año 1999, yo acababa de ser padre, y comprendí que  ya nunca pertenecería al club de la cinefilia oficial.

    El club de la lucha habla de las dos revoluciones pendientes que nunca podremos consumar: la social y la personal. Demoler los centros financieros y parecernos a Brad Pitt cuando nos miramos al espejo. Dos afanes imposibles que además ya nos pillan algo mayores, sobre todo si uno no quiere pasar a la clandestinidad para lo primero, ni pasar por las mil jodiendas de la cirugía plástica para lo segundo. Edward Norton, en la película, al menos logra cargarse unos cuantos edificios emblemáticos, porque aun siendo cosa inverosímil esto de organizar la sublevación bolchevique en las catacumbas de la noche americana, es mucho más fácil que torcer la voluntad férrea de nuestros genes, que se empeñan en sacarnos el pelo canoso, y los ojos oscuros, y la barriga fofa, y la sonrisa triste, tan alejados de esa estampa del bello Brad Pitt al que todo le sale rubio, estilizado, alegre, casi divino. 


    No me extraña que al final Edward Norton se lo cargue de un tiro, tan pluscuamperfecto y meticón. Y tan inteligente, y tan peligroso, porque Tyler Durden no es sólo guapo, y soñador, y follarín de envidiar hasta el verdín, sino que además es la puñetera voz de la conciencia. El memento mori. El Pepito Grillo. El tipo que arremete contra nuestra comodidad y nuestra cobardía. El que nos recuerda que no hay nada en realidad, que todo es vacío, y que quizá habría que vaciarlo todo para comprenderlo cabalmente.



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Dos hombres y medio. Temporada 3

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¿Y si la monogamia, la fidelidad, la “decencia sentimental”, sólo fuera el consuelo de los feos? ¿Su estrategia evolutiva? ¿Su única estrategia viable en realidad? ¿Una resignación que elevan a los altares de la moral sólo porque no pueden aspirar al desenfreno, a la promiscuidad, al goce de los mil cuerpos distintos y las mil sonrisas diferentes? No sé... Quizá es que leí demasiado a Nietzsche en la juventud, y subrayé muchas de sus sospechas con el mismo lápiz que luego usaba para subrayar el libro de Religión, en el BUP de los Maristas, que pobre lápiz, pienso yo ahora, menudo desnorte, si hubiera sabido leer lo que destacaba.

    Yo, por ejemplo, me siento monógamo, fiel, tan decente como cualquiera, pero quizá es por eso, porque juego en las ligas menores de la belleza, donde las mujeres no se fijan en los hombres y les pasan el número de teléfono así como así, chas, a las primeras de cambio, -ni a las terceras incluso-, como hacen con Charlie Harper en “Dos hombres y medio”, que nada más verlo ya se quedan arrobadas, y casi tambaleantes, en la silla del bar. Charlie sonríe, juega con ellas, suelta sus chistes siempre ocurrentes, y luego, cuando les dice que tiene una casa en la playa de Malibú, el sexo ya es sólo cuestión de preguntar a qué hora sales que paso a recogerte con el buga... Mientras tanto, a su lado, el hermano feo, al que ninguna mujer regala una mirada insinuante, apura su tercer whisky añorando los tiempos infelices -pero sexualmente más seguros- en los que estaba casado con Judith y al menos no se exponía al desprecio diario, a campo abierto, donde sólo sobreviven los más aptos.

    Mi sueño sigue siendo vivir como John Wayne en “El hombre tranquilo”, con la casa en el campo, y la mujer fueguina, y la conciencia reposada, pero quizá, ay, todo esto sea un sueño falso, espurio, construido por los complejos y por la necesidad. Quizá mi aspiración reprimida sea vivir como Charlie Harper en Dos hombres y medio, al borde del mar, un día con la rubia, y otro con la morena, y el de más allá con la pelirroja, siempre tocando una canción de amor satisfecho y despreocupado en el piano.




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Electric Dreams: Human Is

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En el futuro imaginado por Philip K. Dick en “Human Is”, la humanidad ha cambiado tanto gracias a las presiones evolutivas, que ahora son las mujeres las que piensan a todas horas en el sexo, mientras que los hombres, cuando llega el momento propicio, suelen decir que no, que les duele la cabeza, que no están de humor, que su amante o su esposa no se merecen el polvo por la discusión tonta que tuvieron al mediodía.

    Eso es lo que le sucede al personaje de Bryan Cranston, que no está a lo que está, que descuida su matrimonio, que está más pendiente de luchar contra la raza de los rexorianos que de tener satisfecha sexualmente a su mujer. Ella, suponemos, lleva muchos años padeciendo esta frialdad marital, y cuando empieza el episodio la descubrimos buscando sexo en una catacumba muy turbia, pero muy tecnológica, con hombres y mujeres igual de atractivos que ella, que la verdad es que lo rompe, la muy guapa. No estaba yo muy atento en esa escena por culpa de un accidente doméstico, pero seguramente tuvo que decir “Fidelio” en la puerta de entrada para acceder a la orgía, como Tom Cruise en aquella noche tan loca de su deseo.

    Cuando Bryan Cranston regresa de una misión guerrera convertido en amante solícito y eficaz, siempre dispuesto a satisfacerla con erecciones poderosas, y manos de prestidigitador, Vera, su mujer, empezará a sospechar que ahí hay gato encerrado. O rexoriano encerrado, mejor dicho, porque esos alienígenas tienen la mala costumbre de introducirse en los seres humanos, asesinar su voluntad y utilizar su cuerpo suplantado para ir sobreviviendo de planeta en planeta, errantes y amorfos. El día que Vera disfruta de un orgasmo como hacía años que no disfrutaba, de grito pelado, y manos asiéndose a las sábanas, comprenderá que su marido, el gélido, el frío, el que decía que el sexo “no era lo más importante en una relación”, se ha quedado frito en el planeta de las batallas, y que este rexoriano que lo sustituye, aunque sea un enemigo del Estado, y de la Raza Humana, bien merece el perjurio ante un tribunal, con tal de tenerlo todas las noches metido entre las sábanas.




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Electric Dreams: Planeta Imposible

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Dentro de unos cuantos eones, cuando el Sol se convierta en una gigante roja y expanda su diámetro por la galaxia, la Tierra será engullida por una ola de fuego y quedará reducida a cenizas. Si algo queda de ella, será una bola inerte y achicharrada que flotará por el espacio como una cagarruta de oveja pasada por un lanzallamas. De todo lo que ahora vemos, y de todo lo que surgirá después, no quedará nada de nada. Será como en aquel chiste de Forges, el de un padre que le dice a su hijo contemplando la llanura desde el otero: “Algún día, hijo mío, nada de esto será tuyo”.

    El fin de la Tierra será una des-Creación que irá desmontando, punto por punto, lo narrado en los primeros versículos del Génesis: se evaporarán las aguas, se extinguirán los animales, se agostarán los vegetales, se extenderán las sombras... Se mezclarán las tierras y los mares en un barro que cocerá a 1000 grados de temperatura para producir cerámica que ya nadie podrá utilizar. Cazuelas de Pereruela salvajes, y muy originales, donde ya no podrán cocinarse los riquísimos bacalaos de León y de Castilla. Los seres humanos -que ya no estarán hechos a  imagen y semejanza de Dios, porque en los próximos eones nos saldrán antenas en la cabeza, y branquias  de Kevin Costner, y seguramente se nos atrofiará el pene por falta de uso- vivirán, digo, si quieren salvar el pellejo, muy lejos de aquí, en otro sistema solar de Alpha Centauri o de Vega, que son las estrellas más cercanas, porque ni en los satélites de Saturno podrá uno evadirse del Sol expandido y asesino.

    También es posible que la Tierra desaparezca mucho antes. Podría ser mañana mismo, incluso. Bastaría con que un gran meteorito chocara con el planeta para sacarnos de órbita y empezar a caer en espirales hacia el Sol, o empezar a vagar por el espacio abierto al albur de los fríos estelares. Quién sabe... En este episodio de Electric Dreams titulado Planeta imposible, la Tierra ya es eso mismo, un planeta imposible, que todavía no desaparecido como astro, pero sí como soporte de cualquier vida, contaminado y estéril. Ése será, sin duda el primer versículo en el relato del Antigénesis.

    El episodio, por cierto, es una absoluta estupidez.




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Rick y Morty. Temporada 2

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Las aventuras de Rick y Morty son un canto a la esperanza. El recordatorio de que fuera de la Iglesia, de la religión, de la matraca de los curas, los ateos también podemos encontrar la vida eterna y la salvación de nuestro alma. Gracias a la física de las partículas que predice los universos paralelos y los mundos sucesivos, ya no necesitamos la idea de Dios para creer en el Más Allá que nos aguarda tras disolvernos. Porque nos morimos aquí, pero no allí, en el multiverso paralelo donde Álvaro Rodríguez cruzó la calle un segundo antes de que pasara el coche que aquí le atropelló. Claro que también hay otros multiversos en los que Álvaro Rodríguez muere de niño, o alcanzado por un rayo, o atrapado en una trinchera de la III Guerra Mundial. Los Álvaros que entran por los que salen, pero siempre Álvaros, y Ricks, y Mortys, en una danza perpetua que garantiza al menos una existencia.

     La física teórica predice otro multiverso en el que la humanidad ya ha encontrado la Fuente de la Edad, el Remedio para Todo, y allí todos nosotros -bueno, la copia de todos nosotros- ya sólo se dedica a sestear, a tocar el arpa, a contemplar los amaneceres desnudos sobre la hierba, despreocupados y felices. Todo esto puede parecer inverosímil, fantasioso, cogido con las pinzas del intelecto, pero tiene una base científica que sitúa su probabilidad muy por encima de las promesas de las homilías, y las profecías de la Biblia. Las aventuras de Rick y Morty tienen un trasfondo filosófico que ya quisieran para sí muchos peñazos consagrados por la Santa Cinefilia. Donde esté un solo episodio de Rick y Morty, que se quite, por ejemplo, media filmografía inaguantable de Ingmar Bergman, ésa de los personajes atormentados por el silencio de Dios en la que no se entiende nada de nada, con caras raras, y distorsiones de la fotografía. O la filmografía completa -ya puestos- de aquel plasta danés que tanto alababan José Luis Garci y sus contertulios entre cigarrillos y pajas mentales, Carl Dreyer, el inventor del Dreyerzol, que es un medicamento muy eficaza para quedarte noqueado y echarte a  dormir.





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Conociendo a Gorbachov

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Yo me hice comunista el 14 de junio de 1982, a eso de las diez de la noche, en el descanso del partido que disputaban URSS y Brasil en Sevilla, en el Mundial de España, cuando ya era evidente que Lamo Castillo estaba pitando contra aquellos pobres muchachos de la CCCP en el pecho. Un escándalo de la hostia, con fueras de juego inverosímiles, y penaltis clamorosos que se iban al limbo. A mi padre se le salía la cena por la boca, bramando contra ese esbirro del capital, contra ese sicario de la FIFA, que hacía todo lo posible para que la URSS no progresara en el torneo. Yo entonces no tenía ni puta idea de lo que era el comunismo, con diez años de edad más bien atolondrada, pero mi padre, cada que vez que Lamo Castillo pitaba una indecencia, decía que aquello era otra cornada para los pobres, para los desheredados de la vida. Y como nosotros éramos más bien pobres, y no teníamos herencias ni casa en el pueblo, yo me tomé aquello como un asunto personal, y ya era un comunista convencido cuando al final del partido nos clavaron -porque ya era “nos”- aquel puto golazo que todavía resuena en mi memoria.

    Durante los nueve años siguientes yo llevé el orgullo de la Unión Soviética por los ambientes juveniles de León. Yo era el niño que llevaba una camiseta de Renat Dasaev para jugar de portero en el parque. El que sonreía cuando en el colegio estudiábamos que la URSS producía más trigo y más carbón que nadie. El adolescente que lloraba en el cine por la derrota de Iván Drago en "Rocky IV", mientras todos los cerdos capitalistas aplaudían como locos en la platea, incluidos mis amigos. Yo era el que quería que se cargaran a Rambo en Indochina, y a Carl Lewis en los Juegos Olímpicos, y a Maverick en su puto avión de combate. Yo era ese niño, sí, y luego ese chavalote. 

    Yo fui el único adolescente de León que compró, y leyó, y llegó hasta a subrayar con un lápiz, “Perestroika”, un librito pedagógico en el que Mijaíl Gorbachov explicaba que así no se podía seguir. Que la URSS era un ídolo con pies de barro, medio hambriento y medio andrajoso, y que las cabezas nucleares sólo servían para dar el pego y asustar al personal. La URSS, según aquella tesis, no era tan próspera ni paradisíaca como yo pensaba, pero Gorbachov parecía un tipo muy listo que tenía las soluciones escritas en la calva. Él vaticinaba que el comunismo, con un par de ajustes, y con un par de corruptos enviados a Siberia, iba a durar como poco mil años más...




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Baron Noir. Temporada 2

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Cuando a los del círculo cinéfilo les recomiendo que vean Baron Noir -así como recomiendo yo las cosas, alternando los tacos con los epítetos en un brote de emoción-, todos me preguntan si la serie va sobre aviadores de la I Guerra Mundial, y yo tengo que aclararles que no, que ése es el Barón Rojo, no el Barón Negro, y que el Barón Negro es un político francés, contemporáneo, llamado Philippe Rickwaert, que gasta un entrecejo de muy mala hostia y es el hacedor en la sombra del Partido Socialista, siempre enfrentado a los fascistas del Frente Nacional, y a los extremistas del Partido Comunista, y a los traidores que afilan las garras dentro de su propio partido.

   Porque la verdad es que Philippe Rickwaert nunca descansa, y hay veces que uno termina los episodios tan exhausto como él, todo el día de la Ceca a la Meca, de Dunkerque a París, deshaciendo entuertos, cogiendo solapas, ideando estrategias, urdiendo abrazos... Luego, claro, apenas le queda tiempo que dedicar a su hija, que se lo reprocha con muy malos gestos, y casi nada para sus amores con las bellas señoritas del partido, que nunca llegan a fructificar porque al principio todas caen encandiladas por su personalidad arrolladora, y por su humor con mucha retranca, hasta que descubren que están en el segundo plano de sus inquietudes, o en el tercero, según como vaya la movida política, y eso, al final, no hay amor verdadero ni medio serio que pueda soportarlo.

    Los miembros del círculo cinéfilo siempre me responden que bueno, que vale, que toman nota del asunto, pero yo noto que lo hacen por compromiso, por quitarme de encima con una sonrisa educada, y porque además una serie francesa, así de entrada, no les engancha, no les suena bien, y ya todo el mundo está un poco hasta el gorro de las politiquerías españolas, y de las politiquerías americanas, como para adentrarse, encima, en los entresijos de los franceses, tan vecinos pero tan ajenos. Estoy solo, muy solo, en esta admiración mía por el Barón Negro, por Philippe Rickwaert, que ya es un santo principal en mi iglesia izquierdista y republicana. Sólo un amigo comparte conmigo las tramas y las derivas. A él, además, también le gusta mucho la señora Presidenta, Amélie Dorendeu, pero esta vez ya sólo en lo sexual, ay, porque en la segunda temporada nos ha salido rana de derechas, la muy jodía...



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