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El lobo de Wall Street

🌟🌟🌟🌟🌟


Aunque “El lobo de Wall Street” fuera una mierda de película yo le hubiera puesto igualmente las cinco estrellas. Hay cosas que están por encima del cine, del arte, de la vida incluso. Hay que santiguarse cuando uno ve atisbos del Cielo, pruebas irrefutables de que los dioses, aunque vivan escondidos en los misterios de la física, velan realmente por nosotros.  Esos dos segundos de Margot Robbie apoyada como Dios la trajo al mundo en el quicio de la puerta -des-quiciando al ya de por sí no muy centrado Jordan Belfort- valen, qué se yo, por las tres horas completas de la película. Valen por todas las películas infumables que he visto en los últimos tiempos, obligado, o confundido, o simplemente acuciado por este blog tan desconocido como hambriento. La visión de Margot Robbie vale por una vida entera dedicada a esta jodienda de la cinefilia: horas y horas planchando sofás con el culo, y butacas de cine, desde que tengo memoria de ser yo. Perdónenme la simpleza, la chimpancería, pero Margot Robbie, desnuda, mostrando a su amante el camino del dormitorio, es un milagro de la carne que trasciende la carne misma, y llega a transustanciar el láser del DVD en rayo divino que obra el milagro. Si los católicos cimentan su fe en las apariciones de la Virgen, nosotros, los ateos, para sostener nuestra fe, necesitamos las desnudeces de Margot Robbie y de otras actrices tan guapas como ella.

Como luego, además, “El lobo de Wall Street” es una obra maestra que nunca pasará de moda porque su continente es irreprochable, y su contenido -la avaricia humana- universal, vivo en la duda de si colocar por primera vez seis estrellas como seis soles de la primavera: cinco por don Martin y don Leonardo, y uno por la virgen laica que me sulibeya. No sé. Luego lo pienso en frío y siento remordimientos de bolchevique. Porque es cierto que la película dura tres horas, y que uno desearía que durase tres horas más para conocer la vida posterior de Jordan Belfort, o saber qué fue de aquel tiburón trajeado que le explicó las claves del negocio de robar. Y es entonces, a punto de caer ya en la fascinación idiota, en el síndrome de Estocolmo, cuando uno comprende que estos tipos son los verdaderos criminales del mundo. Los traficantes del humo financiero. Los verdaderos devoradores de planetas, como el Galactus de los cómics. Son ellos los que despellejan a los incautos, roban a los pobres, chantajean a los gobiernos y convierten en miseria nuestra condición ya de por sí miserable. El montón de mierda con el que Martin Scorsese erigió esta película sin igual.





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Palm Springs

🌟🌟🌟


El bucle temporal existe. Yo doy fe de ello. Parece una cosa de las películas, de Atrapado en el tiempo, de Palm Springs, de algún episodio disparatado de Rick & Morty, pero en este lado de la pantalla también se confabula la física cuántica para producir jaulas invisibles de las que no se puede salir. Recorridos de Escher, o ruedas de hámster. Paredes invisibles en las que rebotas para regresar una y otra vez al mismo despertar. 

Yo mismo me levanto todas las mañanas en el mismo lado de la cama, con la misma pesadilla en la bruma, y voy calcando los pasos del día anterior, y del otro, y del otro... La ducha, el café, la tostada, las noticias del día -que son otro ejemplo de bucle temporal-, Eddie meneando la cola pendiente de su paseo... Y así hasta que llega la noche, apago el televisor y me voy a la cama con el mismo quejido de huesos ya predoloridos, ya precincuentones, y allí, derrotado, empiezo a soñar con el mismo fantasma que nunca me deja en paz. El de los ojos verdes. El inconsciente, a su modo, también es otro bucle temporal.

Podría ser peor, desde luego. Mi bucle diario es aburrido, pero confortable. Desesperanzado, pero llevadero. En él no hay felicidad, pero tampoco dolor ni tragedia. Un ver pasar las nubes que por un lado ansía el cambio y por otro lo teme como al demonio. Al rescate podría llegar la salvación eterna, pero también la condena definitiva. Quién sabe. Cuando llegue la desesperación intolerable, quizá sólo haga falta un arrojo de tipo valiente. Arriesgarse, tirarse del trampolín al vacío cuántico, a ver qué pasa. O hacer como la chica enamorada de Palm Springs, que después de mucho hacer el gamberro, y de mucho suicidarse sin resultado, decide aprovechar la repetición exacta de los días para estudiar cursos avanzados de física, y encontrar una salida del laberinto mientras su amante, más simple que un pirulí, hombre al fin y al cabo, sólo piensa en nuevas maneras de hacer el amor con ella.

La otra solución -que no es la valentía ni el estudio- es esperar a que se disipe la bruma como hizo Bill Murray en Atrapado en el tiempo. Y en la espera, como él, aprender a tocar el piano, y aprovechar para conocer a fondo a la mujer de sus sueños, para que el día de la liberación no haya negativa posible.



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