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Palm Springs

🌟🌟🌟🌟


Los bucles temporales también se producen en el mundo real. Parecen una cosa de las películas americanas, de “Palm Springs” o de “Atrapado en el tiempo”, pero a este lado de la pantalla también se confabula la física cuántica para producir retornos eternos. Recorridos de Escher, o ruedas de hámster. Los umpa-lumpas del abuelo Bohr  a veces levantan paredes invisibles en las que rebotas una y otra vez para regresar al mismo despertar. 

Yo vivo en La Pedanía, no en Palm Springs, pero también me levanto por las mañanas en el mismo lado de la cama y voy calcando uno a uno los pasos del día anterior, y del otro, y del otro...: la ducha, el café, la modorra, las noticias del día en el móvil -que son otro ejemplo de bucle temporal. Y Eddie, bajo la mesa, meneando la colita... Y todo así: el trabajo y los placeres, los tropiezos y las glorias, hasta que llega la noche y me voy a la cama con el mismo quejido de huesos ya predoloridos, ya casi prejubilados.

Incluso dormido me reitero por enésima vez, soñando con los mismos fantasmas que nunca me dejan en paz: el de los ojos lunáticos, y el del tatuaje en la espalda, y el amigo que fue y ya no es... Los autobuses perdidos y la torre Eiffel que nunca aparece. Porque en el inconsciente -lo olvidaba- también se producen bucles temporales que esperan agazapados bajo la almohada.

Podría ser peor, desde luego. El dolor y la tragedia amenazan pero no golpean. Mi bucle diario es aburrido pero confortable. Un ver pasar las nubes tirado en la pradera. Por un lado ansío el cambio y por otro lo temo como al diablo. Al rescate de este bucle podría llegar la salvación eterna, sí, pero también la condena definitiva. Quién sabe. Cuando llegue el aburrimiento total o la desesperación intolerable sabré si soy un cobarde que se arruga o un valiente que salta al vacío. 

Hoy, mientras tanto, dan snooker en la tele. Es un torneo diferente al de la semana pasada. Aquí el atrapado en el tiempo soy sólo yo, no el mundo que gira alrededor.




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El lobo de Wall Street

🌟🌟🌟🌟🌟


Aunque “El lobo de Wall Street” fuera una mierda de película yo le hubiera puesto igualmente las cinco estrellas. Hay cosas que están por encima del cine, del arte, de la vida incluso. Hay que santiguarse cuando uno ve atisbos del Cielo, pruebas irrefutables de que los dioses, aunque vivan escondidos en los misterios de la física, velan realmente por nosotros.  Esos dos segundos de Margot Robbie apoyada como Dios la trajo al mundo en el quicio de la puerta -des-quiciando al ya de por sí no muy centrado Jordan Belfort- valen, qué se yo, por las tres horas completas de la película. Valen por todas las películas infumables que he visto en los últimos tiempos, obligado, o confundido, o simplemente acuciado por este blog tan desconocido como hambriento. La visión de Margot Robbie vale por una vida entera dedicada a esta jodienda de la cinefilia: horas y horas planchando sofás con el culo, y butacas de cine, desde que tengo memoria de ser yo. Perdónenme la simpleza, la chimpancería, pero Margot Robbie, desnuda, mostrando a su amante el camino del dormitorio, es un milagro de la carne que trasciende la carne misma, y llega a transustanciar el láser del DVD en rayo divino que obra el milagro. Si los católicos cimentan su fe en las apariciones de la Virgen, nosotros, los ateos, para sostener nuestra fe, necesitamos las desnudeces de Margot Robbie y de otras actrices tan guapas como ella.

Como luego, además, “El lobo de Wall Street” es una obra maestra que nunca pasará de moda porque su continente es irreprochable, y su contenido -la avaricia humana- universal, vivo en la duda de si colocar por primera vez seis estrellas como seis soles de la primavera: cinco por don Martin y don Leonardo, y uno por la virgen laica que me sulibeya. No sé. Luego lo pienso en frío y siento remordimientos de bolchevique. Porque es cierto que la película dura tres horas, y que uno desearía que durase tres horas más para conocer la vida posterior de Jordan Belfort, o saber qué fue de aquel tiburón trajeado que le explicó las claves del negocio de robar. Y es entonces, a punto de caer ya en la fascinación idiota, en el síndrome de Estocolmo, cuando uno comprende que estos tipos son los verdaderos criminales del mundo. Los traficantes del humo financiero. Los verdaderos devoradores de planetas, como el Galactus de los cómics. Son ellos los que despellejan a los incautos, roban a los pobres, chantajean a los gobiernos y convierten en miseria nuestra condición ya de por sí miserable. El montón de mierda con el que Martin Scorsese erigió esta película sin igual.





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