Mi tío Jacinto

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Jacinto es un torturador de animales -en concreto un torero- que se pasa los días de la posguerra bebiendo como un cosaco. Por el deterioro de su físico y la ruina de su casa deducimos que lleva así diecisiete años, de melopea en melopea, desde que el ejército rojo cayó cautivo y desarmado hasta el año 1956 en el que transcurre la película.

Ya no es posguerra exactamente, pero sigue habiendo pobres a mansalva. Quizá ya nadie muera de hambre, pero todo el mundo lleva el mismo traje a lo largo de la película. Si hubo un tiempo en que la arruga llegó a ser bella, hubo otro en que el lamparón llegó a ser lo último en estilismo.

Como no sabemos nada de su pasado, y en el fondo Jacinto parece una buena persona con esa cara de tontalán, preferimos pensar que es un socialista que perdida la guerra decidió bajarse del mundo y refugiarse en la bebida, hasta que Franco se muriera o los soviéticos invadieran. El futuro incierto está, le decía el maestro Yoda cuando alcanzaba el delirium tremens en la madrugada... Tan borracho vive Jacinto, y tan ajeno dormita a la actualidad, que ni siquiera se entera de las ofertas de trabajo que le ofrecen los matarifes de Las Ventas, y que podrían aliviar en parte el desaguisado de sus bolsillos. Jacinto es un caso, desde luego, y además lleva un traje muy parecido al de Carpanta, el hambriento de los tebeos, ahora que caigo.

El espectador -insisto- quiere estar con Jacinto. Abrazar la causa del pobre, del débil, del desheredado... Pero es que Jacinto no lo pone nada fácil. Porque a su cargo -es un decir- tiene a un sobrinito llamado Pepote que es quien pone la comida sobre la mesa. Un vaso de leche, y un mendrugo de pan, pero comida al fin y al cabo. Pepote se parece mucho a otro niño muy famoso de la posguerra, Marcelino Pan y Vino. Tanto, que estoy por pensar que al final Marcelino resucitó de entre los muertos como su amigo el crucificado y luego regresó en forma de ángel para ayudar a Jacinto con sus merluzas. Quizá para ganarse las alas definitivas, como aquel ángel bonachón de “Qué bello es vivir”.





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Steve Jobs

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Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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Mi noche con Maud

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La noche con Maud prometía ser un trío sexual que las páginas porno clasificarían como MMF. Es decir, dos hombres y una mujer que deciden enroscarse en una cama tan ancha como su deseo para que nadie se caiga por un lateral o se queden colgando los juanetes. Y la cama de Maud, la verdad, sin llegar a ser redonda, es un cuadrilátero enorme y esponjoso, lleno de cojines y mantitas. Es indudable que si Jean-Louis y Vidal se animaran a la fiesta ella no les iba a desdeñar: su mirada es lúbrica, y su prejuicio inexistente. Qué más da que sea Nochebuena cuando uno ya no cree en el niño Jesús que atisba por las mirillas...

Pero Vidal, que venía muy animado, de pronto se acojona porque teme enamorarse de Maud y quedar atrapado en un erotismo loco que lo desguace. Quizá recordó, en el último instante, cuando ya echaba mano del cinturón, que Sócrates desaconsejaba los placeres sexuales con las personas bellas porque al final te quedabas turulato. Y esto de Sócrates, que casi siempre es una tontería, no lo es tanto cuando se trata de Maud, que te abrasa con la mirada. No has llegado ni a tocarla y ya estás condenado para siempre. Porque la seguirás deseando cuando ella ya no esté, aunque pasen muchos años, en el mayor de los suplicios imaginables.

¿Y Jean-Louis? Jean-Louis se declara católico ante el lecho de Maud, y dice estar predestinado para el amor de otra mujer, a la que acaba de conocer en la misa dominical. No ha cruzado con su desconocida más que dos miradas de soslayo y ya está convencido de que algún día va a casarse con ella. ¿Un romántico, un bobo? El tiempo lo dirá... Jean-Louis cree al mismo tiempo en la predestinación y en la fidelidad pre-conyugal, así que al final decide no acostarse con Maud, que sofoca la risotada, aunque se descojona con los ojos. Del sexo oral entre dos amantes hemos pasado al sexo verbal entre dos amigos que discuten largo y tendido sobre Pascal, el jansenismo, la apuesta arriesgada por el amor verdadero cuando otras tentaciones nos agitan. 

Las películas de Rohmer no enseñan cacho, pero son porno duro para la mente.



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Hacks

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Solo cuando termina el último episodio y me pongo a recoger los bártulos me doy cuenta de que no sé qué significa la palabra “hacks”. La he visto sobreimpresionada diez veces, al inicio de cada episodio, en letras grandes como de rótulo para cegatos, o de recuerdo para lerdos, pero yo siempre estaba más pendiente de las primeras líneas de diálogo, o de las mondas de naranja que se iban acumulando en el sofá.  

He pasado 5 horas de mi vida en compañía de una serie que ni siquiera sé cómo se llama... Yo soy así, ya ven, de natural despistado. Es como quien se acuesta con una mujer desconocida y solo al despertar se pregunta si ella se llamará Selena o María de los Remedios. Nunca me ha pasado, pero me sirve de metáfora. ¿Importa el nombre?: pues depende. Si quieres avanzar con esa mujer tendrás que hacerte con su nick bautismal aunque solo sea para añadirlo a los contactos del teléfono, y no poner una X provisional al final de la lista. Y que no te pase como a Jerry Seinfeld en aquel mítico episodio...

Yo, por mi parte, ya sé que el nombre de mi dama significa “hachazos” -brochazos de guionista, o algo parecido- así que creo que voy a proponerle una segunda cita cuando llegue la ocasión. Que llegará, porque los americanos no paran de producir. Es lo que tienen, los americanos...

Y he dicho “creo”, y no “afirmo”, porque “Hacks” es una serie muy divertida, tierna y cachonda al mismo tiempo, muy cercana al ideal del amor; pero viene acompañada de una familia sospechosa que se entromete demasiado. Quiero decir que la gran dama y la simpática zagala protagonizan un duelo de admiración y recelo que es de alta enjundia humorística e incluso literaria. Un conflicto generacional que da para anotar muchas frases en el cuaderno. Pero los personajes secundarios, ay, amenazan poco a poco con hacerse con el timón. Salvo ese señor Lobo de los trámites necesarios, todos los demás moscones estorban cuando salen. “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco” era el título de los diarios de Charles Bukowski. Espero que Ava y Deborah  no tarden demasiado en volver del restaurante.




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Dos hombres y medio. Temporada 6

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Charlie Harper y su hermano Alan llevan seis temporadas manteniendo dos posturas éticas enfrentadas: para Charlie, el sexo lo es todo; para Alan, el sexo es fundamental. Casi todos los hombres, supongo, tomamos parte por Alan porque nos parece más próximo a nuestra sensibilidad. Será porque la mayoría también somos medio feos como él, o medio bobos, o tartamudeamos cuando no toca, y nos ponemos en plan solidario con su desdicha.

Nosotros, los alanistas, también hemos conocido el rechazo y la humillación. También nos hemos enamorado a sabiendas de que arriesgábamos las lágrimas del futuro. Nos hemos mojado. No somos gran cosa, pero somos seres sensibles, e incluso románticos, que no eunucos, como ahora nos desean algunas mujeres: libres de pecado y desanclados del bonobo. Pero eso, ay, es imposible. He dicho que para Alan Harper el sexo es fundamental, no que lo desdeñe. Que lo considere impropio de un ser atento y caballeroso. El sexo es un deseo palpitante e inobjetable, que lejos de devolvernos a la selva demuestra que uno va sobrado de salud y entusiasmo. 

¿Que no es lo único...? Nos ha jodido. No todo va a ser follar, como cantaba Javier Krahe. También cantamos, y paseamos, y salimos de compras, y preparamos la cena antes de ver una película en el sofá. También cruzamos Núñez de Balboa cuando pasamos por allí. También nos preocupamos por su salud, por su familia, por su trabajo. Ofrecemos nuestro hombro para llorar. Somos seres civilizados aunque a veces se adivine una erección bajo las ropas. Es la naturaleza, estúpido.

Amamos, quiero decir, aunque a veces seamos unos torpes en el amor. No somos tan básicos como Charlie Harper, aunque a veces le envidiemos. Y a veces le envidiamos mucho... Charlie sí que es un bonobo de California; el pariente lejano de los bonobos africanos. Todo el día con el pito en la mano, y con la obsesión en el entrecejo. La evolución de las especies nos dirá algún día quién estaba equivocado. Aún queda mucho tiempo para eso.





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Being the Ricardos

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He tardado varios minutos en entender de qué iba “Being the Ricardos”. Y no lo he hecho yo solo -que ya no estoy para esos triunfos- sino apoyándome en la Wikipedia con el ojo derecho, mientras con el ojo izquierdo seguía las evoluciones de los personajes. Y mientras leía -con el tercer ojo, en un ejercicio de malabarismo que ese sí, muchos quisieran- los subtítulos que respetaban la dicción original de Javier Bardem, por aquello de la nominación al Oscar y de formarme una opinión.

La película de Aaron Sorkin es un producto cultural muy poco exportable. Una cosa de americanos hecha para americanos. Y ni siquiera para todos, porque solo los ancianos pueden recordar aquel lío de Lucille Ball con el comunismo, y aquel lío de su marido con las prostitutas. Es como si aquí rodáramos una película sobre Dinio y Marujita Díaz... Bueno, no, que estos no tenían un show en directo. O no, al menos, uno programado semanalmente.  Mejor una película sobre Bárbara Rey y Ángel Cristo, que salían mucho por las teles en blanco y negro. Una película idiosincrática que estrenaríamos sin más explicaciones en Arkansas, o en Cincinnati, esperando que el público entendiera y atara cabos. O sea: un imposible cultural.

Porque además, al inicio de la película, hablan de una tal Desi que tú presumes un personaje femenino como aquella chica de “Verano azul”, pero que luego resulta ser Desiderio, Desiderio Arnaz, el marido de Lucille. Una Lucille Ball que también sale al principio de la película y no terminas de asumir que ella sea la protagonista del enredo, porque según la publicidad ella está interpretada por Nicole Kidman, y resulta que aquí la encarna una muñeca hinchable muy parecida a Nicole, sí, pero en verdad un ser inanimado diríase todo hecho de algodón, y de poliuretano.  

Es un despiste total, ya digo, hasta que te vas haciendo con los nombres, y con los jetos, y al final vas entendiendo que “Being the Ricardos” fue el precedente catódico del reality show de Alaska y Vaquerizo en la MTV: una puesta en escena de la propia vida matrimonial solo que con las censuras de la época: sin sexo, sin drogas y sin majaderías.



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Gremlins

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Yo llevo luchando contra los gremlins más de media vida. Puede que justamente desde 1984, que es cuando se estrenó la película. Quizá George Orwell se refería a esta distopía mía de los cacharros... Porque yo hablo de los gremlins folclóricos, de los duendes del hogar, y no de esos monstruos imaginados por Spielberg y compañía. Desde que gano dinero para comprar mis propios juguetes, mi guerra es contra esos desgraciados que me joden la televisión, me petan el ordenador, me dislocan el iPod, me bloquean el teléfono... Los que me gafaron el primer radiocasete de la adolescencia. Esos gamusinos que llevan cuarenta años riéndose a mis espaldas. Esos cabronazos de lo tecnológico, de la obsolescencia programada, o de la chapuza del microchip.

Y luego está la película, claro, la de los gremlins de Joe Dante, que empezaba como un cuento de Disney y terminaba como un rosario de la aurora. Incluso hoy, con toda la sangre que ha llovido en nuestras pantallas, sigue chocando la violencia de algunas escenas “infantiles”, con esos gremlins acuchillados, o triturados, o reventados en el microondas. Si: en 1984 ya había hornos microondas, al menos en las cocinas de los americanos.

Y luego, por el medio, entre la Navidad y la Pesadilla, entre la sonrisa de Gizmo y la carcajada de Strike, una enseñanza moral... Una de la que solo ahora nos coscamos porque ya venimos de veinte batallas y de cuarenta decepciones: que, a veces, a las personas encantadoras basta con salpicarlas de agua, pasearlas al sol o alimentarlas después de medianoche para que se transformen en arpías que te insultan o en cabronazos que te agreden. En bichos como gremlins que saltan a la primera, malévolos y ruines. Si no te atienes a las tres reglas fundamentales estás perdido.

¿Pero cuáles son, ay, en el caso de las relaciones humanas, las tres reglas fundamentales? Porque yo he escrito lo del sol, el agua y la comida como una metáfora literaria, nada más. Como un homenaje a los gremlins. Aquí, entre humanos, lo que vale para Mengana no vale para Perengana; lo que funciona con Fulano no sirve para Zutano. Todos somos distintos. No hay quien se aclare. La metamorfosis terrible acecha tras un equívoco o una metedura de pata.



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Nine songs

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"Las películas son más armoniosas que la vida. En ellas no hay atascos ni tiempos muertos". Lo decía el personaje de François Truffaut en “La noche americana”, y aunque la frase suene a poesía para cinéfilos, a disertación de la Nouvelle Vague, lo cierto es que es una verdad como un templo. A este lado de la pantalla, la vida es un transcurrir aburrido, cansino, ocupados como estamos en ganarnos el pan, tramitar los asuntos, desplazarnos de un sitio a otro por las carreteras y las autovías. La vida se nos va en dormir, en preparar café, en vestirnos y desvestirnos. En hacer la comida y en fregar los platos. En encontrar el mando a distancia. En cambiar una bombilla. En esperar a que las heces salgan de su laberinto. En recoger a los niños, esperar el autobús, guardar la cola en la carnicería. La vida de los espectadores no avanza ligera como los trenes en la noche. Eso también lo decía François Truffaut, pero ya no recuerdo dónde.

    Michael Winterbotton -que es un cineasta libérrimo que filma más o menos lo que le da la gana- decidió aplicar la máxima de Truffaut para contar la historia de amor entre Lisa y Matt: dos jóvenes que se conocieron en la noche de copas, ciñeron sus cuerpos al ritmo de la música rock, y luego, ya refugiados en la intimidad del apartamento, se entregaron al sexo con la alegría de los humanos guapos que se reconocen como tales. Nueve canciones y nueve polvos: a eso se reduce “Nine Songs”. Nueve canciones que son más o menos la misma, pero nueve polvos que son muy diferentes, juguetones, casi como el catálogo sexual de la juventud moderna que se desea.

“Nine Songs” es cine depurado, deshuesado, reducido a su quintaesencia de momentos decisivos. No tiene los atascos ni los tiempos muertos que Truffaut le achacaba a la vida. Solo está la música que enciende el fuego, y el sexo que apaga la hoguera. 66 minutos que casi son un 69, pero nada más.  Todo lo que no sea follar y sonreír, escuchar música y acariciarse, es accesorio y prescindible. Todo eso, lo ajeno, la vida, es la molestia que los mantiene separados en las horas absurdas.


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