Tokyo Vice

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En realidad, “Tokyo Vice” venía resumida en la inmortal canción de los “No me pises que llevo chanclas”. El primer verso ya habla de un amigo que “ma invitao a que me vaya con eeu, de vacasione, ar Japòn”, y no es muy difícil adivinar que el tal amigo es Jake Adelstein, el periodista de raza, el reportero indómito, que no logró convencer al vocalista del grupo y al final se fue él solito en el vuelo directo Sevilla-Tokyo que venía de Missouri.

En Japón, en efecto, como anticipaban los pioneros del agropop, la gente come cosas muy raras, muy raras, y “no te conocen a ti ni saben hablar como tú”. O sea, que te quedas lost in traslation perdido, como les pasaba a Scarlett Johansson y a Bill Murray en la otra película. Jake Adelstein, sin embargo, se libró de tales choques culturales porque él aterrizó en el Aeropuerto Internacional empollado de la filología del lenguaje: konichiguá, y arigató.

La otra canción del pop español que ya nos anticipó los acontecimientos descritos en “Tokyo Vice” es, por supuesto, “Japón”, de Mecano, donde a ritmo industrial y machacón, como de Charles Chaplin apretando tornillos, se nos recordaba que los japoneses son más de un billón donde nace el sol, y que básicamente no paran de trabajar y de producir. Quizá porque no son rubios ni altos, más bien tipo reloj, y en un metro caben dos. O eso cantaba, al menos, Ana Torroja, arrimándose un poco al racismo descriptivo.

Y de ahí, de la rebelión contra esa existencia tan rentable como miserable, surge precisamente la Yakuza, que es un grupo de holgazanes epicúreos y algo sociópatas que prefieren embolsarse la plusvalía de los obreros antes de que se la embolse el empresario que los explota. Para sus fines lucrativos, los yakuza utilizan el recurso primario de la amenaza y la extorsión, pero siempre armados con ferrallas que no llegan ni a katanas de Quentin Tarantino. La Yakuza acojona mucho por los tatuajes y por los rostros inescrutables, pero donde esté un gordo de New Jersey con su Beretta, o un siciliano cejijunto con su lupara, que se quiten estos matones de los ritos indescifrables.





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Better Call Saul. Temporada 6.

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Lo que me pasa con “Better Call Saul” no me pasa con ninguna otra serie del santoral cristiano: que me deslumbra, y me llena de gozo, pero muchas veces no entiendo lo que me cuenta. Supongo que ese es el milagro de la religión, tan parecido al milagro del amor. Y yo vivo enamorado de “Better Call Saul”. El misterio y la fascinación. Quizá si la entendiera del todo dejaría de interesarme y migraría a otras costas para pasar la primavera.

La precuela de “Breaking Bad” consigue que se pasen los minutos como palomitas de maíz. Pero me pierdo con más frecuencia de la debida, incluso teniendo en cuenta mi edad, y mis ánimos fluctuantes entre la placidez de quien dormita y la agitación de quien se preocupa. Muchas veces no sé qué motivos empujan a los personajes más allá de la trama básica de los abogados corruptos y los psicópatas mexicanos. Entre una temporada y otra pasa demasiado tiempo, y Vince Gilligan y Peter Gould tampoco se paran a explicar dos veces la misma cosa. En eso son como los maestros que yo tenía en los Maristas, que jamás repasaban una lección. “El que no siga el ritmo, que se joda, o que cambie de colegio”: ése era el lema pedagógico del beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat.

Gilligan y Gould valoran tanto la inteligencia de sus espectadores que a veces se pasan de listos y nos creen más capaces de lo que somos. O quizá, simplemente, es que yo ya no pertenezco a su grey. Que no estoy preparado para seguir series tan exigentes como esta, que requieren una atención de feligrés y una memoria de elefante. Pero da igual, ya digo: las cinco estrellas de cada temporada vienen pactadas en un contrato confidencial. Solo por esos prólogos de cada episodio y por esos ángulos imposibles de la cámara ya merecen la pena las sentadas en el sofá. Y Jimmy, claro... Y su chica...  ¿Que la parte contratante de la primera parte ahora es la parte subcontratante de la segunda parte? Qué más da. Después de todo, ya sabemos dónde termina todo esto: en el principio de incertidumbre de Heisenberg.





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How to with John Wilson. Temporada 2.

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Los libros de autoayuda no sirven para nada. Eso lo saben muy bien sus autores, que pagan las cuotas del chalet a costa de los incautos que los compran. Sus libros no son más que verborrea del espíritu y lisonjeo de la voluntad. Valen tanto como una palmadita en la espalda, o como una charla con un amigo. Pero cuestan mucho más dinero y producen autoengaños más profundos, a veces incurables. Hay gente que entra en ellos buscándose a sí misma y sale más perdida de lo que estaba, pero creyéndose encontrada, lo que produce extrañas sonrisas entre los conocidos. Al final uno es como es y anda siempre con lo puesto. Como mucho, habría que leer algún libro que nos enseñara a asumir nuestros errores y poco más.

John Wilson, documentalista y residente en Nueva York, prefiere ayudarnos con las cosas más prácticas, siempre despreciadas por los gurús. Desbrozar el camino de los pequeños enredos para que luego, cuando llegue el amor, la filosofía o el tiempo del yo, tengamos la casa en orden y la agenda despejada. Y la ciudad más o menos habitable.

En esta segunda temporada, John Wilson nos enseña, en primer lugar, a buscar oportunidades en el mercado inmobiliario. La mejor autoayuda empieza, sin duda, por tener un hogar confortable y bien ubicado. Una vez instalados, hay que aprender a distinguir un buen vino de uno malo si queremos salir de bares con cierto estilo y no hacer el ridículo demasiado. Yo lo tenía por una tontería de diletantes pero resulta que me estaba perdiendo una clave sociológica.

La tercera lección de John Wilson es cómo encontrar aparcamiento en la ciudad atestada, cosa que a mí, por fortuna, entre que no tengo coche y vivo en un pueblo, no me preocupa demasiado. Tampoco me preocupa el reciclaje de las pilas usadas, pues me las recogen en el mismo colegio donde trabajo. Y tampoco tengo necesidad de apuntar mis sueños en una libreta porque mis sueños me persiguen durante todo el día, como fantasmas pesadísimos.

Pero la última lección, la de ser espontáneo en sociedad, sí que la necesito como el comer. O no, ya  no sé, porque a saber qué sería de mi vida si me dejara llevar por la espontaneidad de mis ocurrencias.





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Sentimental

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No tener sexo es malo para la salud. Nueve de cada diez médicos no pertenecientes al Opus Dei aconsejan su práctica cotidiana. Y con mucha piel al descubierto, siempre que sea posible.

A según qué edades, el no-sexo es nefasto para el rendimiento del corazón: el rendimiento cardíaco, y también el amatorio. El sexo es la certificación notarial de que todo va bien en la pareja. Porque es sano, y gozoso, y mantiene la relación a la temperatura indicada en el envase. El sexo alarga la fecha de caducidad. Ratifica los acuerdos. Firma los armisticios con una fiesta. El sexo nos devuelve la inocencia del mono y la simplicidad de la vida. El sexo es un argumento filosófico de primera categoría. Es la prueba del nueve. El algodón que nunca engaña. La constatación de que aún nos queda cuerda para rato, aunque enfilemos el declive.

De cualquier modo, lo peor de no tener sexo es que en el silencio de la noche, si vives en comunidad, oyes follar a los vecinos y eso multiplica por dos el desamparo. Yo una vez conocí una pareja que follaba sin ganas, sin quererse, sólo por no oír joder a los de al lado. “Que no se diga”, decía él. “Que los vecinos no tengan nada que murmurar”, decía ella.

Quizá no haya parejas más tristes, más conscientes de su fracaso, que aquellas que no follan mientras escuchan el jolgorio al otro lado del tabique. O por encima de sus cabezas. Al otro lado de la felicidad. Y viceversa: quizá no haya parejas más entusiastas, más entregadas al gozo de jadear, que aquellas que follan sabiendo que al otro lado hay una pareja que los envidia. Una que desearía intercambiar los papeles. O que perdida la vergüenza propondría formar un cuarteto de cuerda en la cama redonda y acogedora.

De todo esto, y de alguna cosa más, va “Sentimental”, que es sexo oral, jodienda aplazada y pareja derruida. 






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El contador de cartas

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Si supiera contar cartas como Dustin Hoffman en “Rain Man”, o como Oscar Isaac en “El contador de cartas”, yo no estaría aquí, en La Pedanía, escribiendo las cosas de la cinefilia. Estaría de rule por los grandes casinos del mundo, ganando dinero: el suficiente para que no me denunciaran los crupieres y vivir modestamente en una casa junto al mar, cuando llegara la temporada baja y me refugiara junto al amor. No escribiría nada. Si acaso, ya de viejecito, unas memorias que sirvieran de guía para neófitos y de nostalgia para veteranos.

Con mi escaso talento de juntaletras, escribiría el relato de las muchas cosas que viví: los pelotazos y los descalabros, los hotelazos y los hoteluchos. Aquella pelea en Nueva Orleans y aquella noche triunfal en Montevideo. Hablaría de las mujeres que se arrimaron por la pasta y de las que se arrimaron por el corazón. También de las que se arrimaron por ambas cosas a la vez. Pero hablaría, sobre todo, de esa mujer que me esperaría en los inviernos junto al acantilado, indiferente a la cantidad de billetes que trajera en los bolsillos.

Yo sería, como cantaba Joaquín Sabina, un comunista en Las Vegas. Cuando asomara la jeta el segurata, yo gritaría ¡Viva el Che! y saldría camino del aeropuerto montado en mi bicicleta. Sería la hostia, eso... Es, sin duda, una de mis vidas paralelas. La que ahora mismo lleva otro Álvaro Rodríguez en uno de los multiversos. Un yo clónico, con gafas y todo, pero decidido, viajero, con una memoria de elefante y una potra  de sospechoso.

Es por eso que no pude resistir la tentación de ver esta película. Además la dirige Paul Schrader, y eso significa, para bien o para mal, que no vas a quedarte indiferente. Con Schrader, la cosa siempre oscila entre un argumento retorcido y otro más retorcido todavía. Y “El contador de cartas”, aunque empieza como una película de casinos, sin más intríngulis que el juego y el engaño, termina siendo una cosa demencial: un ajuste de cuentas entre dos fulanos torturados. Físicamente, moralmente y diplomáticamente torturados, como diría Chiquito de la Calzada en su número humorístico del Caesars Palace.




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Un polvo desafortunado o porno loco

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“Un polvo desafortunado o porno loco” no es una película porno, aunque comienza como tal: con una mamada filmada sin sombras ni tapujos. En eso, la película es como aquellos anuncios callejeros que ponían SEXO en letras bien gordas, y luego, por debajo, continuaban con “Ahora que ya tenemos su atención...” y pasaban a venderte desde un lote de aspiradoras hasta un acto benéfico en favor de los tetrapléjicos.

La película, por supuesto, secuestra nuestra atención -al menos la mía- pero a los pocos minutos se convierte en eso que los culturetas llaman “un experimento fílmico”: una cosa híbrida entre la película y el documental. Entre la narración de unos hechos y las pedradas de un artista conceptual. Una propuesta rara, indefinible, ganadora en el último Festival de Berlín, de la que te gustaría desprenderte de un manotazo porque sospechas que en el fondo no es más que una tomadura de pelo, pero que se te agarra a los ojos, y a las meninges, porque a veces dice cosas muy sabias y expone argumentos muy contundentes.

Lo que viene a contar “Un polvo desafortunado o porno loco”  es que estamos viviendo una involución de las democracias. Que el fascismo no es que esté resurgiendo, sino que nunca se fue, agazapado como estaba en los contubernios de los bares. Hubo unos años en los que casi nos creímos libres de las banderas nacionales y abrazábamos conceptos universales, transfronterizos, pero todo era mentira y postureo. No era más que el sueño del monstruo, el rearme en secreto de los ejércitos.

Lo que viene a decir esta película rumana es que delante de una pantalla nos sigue escandalizando mucho más una mamada que un acto racista; una masturbación que un desfile militar; un polvo que un himno belicoso; un orgasmo bien disfrutado que un cadáver reventando en una batalla. Una pareja follando que unos niños cantando glorias guerreras en el patio del colegio.





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Los diarios de Andy Warhol

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Hasta hace nada, en los páramos infinitos de mi incultura, Andy Warhol era el tipo de los pelos raros que retrataba las sopas Campbell’s y pintaba de vivos colores el rostro de Marilyn. Poco más. Apenas dos datos me distinguían de mis vecinos de La Pedanía, con los que tanto me meto. Ellos, al menos, tienen el eximente de no vivir en el postureo cultureta: ellos se levantan pronto, riegan la huerta, recogen los tomates y luego toman unos chatos de vino para despotricar contra los catalanes sediciosos.

Andy Warhol también fue el hombre que anunció la llegada de los tiempos modernos. “En el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos”, dijo en un momento de lucidez, aunque a decir verdad, como todas las profecías de la antigüedad, la frase está sujeta a varias interpretaciones. Warhol nunca precisó el contexto geográfico de la fama, y yo, por ejemplo, que he sido muy famoso en La Pedanía por motivos que ahora no vienen al caso, sospecho que ésta no es la fama -la gloria televisiva, el reservado en Pachá, la portada de la revista “¡Hola!”- que el vaticinaba por las discotecas.

Warhol fue un gran desconocido para mí hasta que el verano pasado cayó en mis manos un libro de Pedro Vallín –“¡Me cago en Godard!”- en el que Warhol se revelaba como el don Quijote del gusto popular enfrentado a la Gran Cultura de las élites. Y empezó a interesarme el personaje, que yo tenía por un simple estafador de la burguesía. El mismo Warhol criticaba que su retrato de la sopa Campbell’s costara un cojón de mico cuando la propia lata de sopa -hojalata pura con una bonita etiqueta promocional- ya era en sí misma una obra de arte: un producto atractivo, acabado, destinado a perdurar en la cultura.

Esta serie documental aporta mucho dato biográfico, mucho vaivén, mucha cara conocida, pero no va más allá de este gran meollo de la cuestión. Lo otro son amores y desamores, como en cualquier vida de vecino. Un documental de dos horas hubiera bastado para contarlo todo, pero ahora se impone la turra televisiva. La narración como hastío y exuberancia. Hay mucha gente que busca sus quince minutos de fama, e incluso más.




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WeCrashed

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Carlos Solchaga ya nos había enseñado que existen dos modos de forrarse en un tiempo récord: vivir de tus empleados o vivir de alguien más rico que tú. No hay más caminos. Los Diez Mandamientos del Pelotazo -como los Diez Mandamientos de Yahvé- se resumen en dos consejos de la abuela que podría entender un niño de cinco años, como en el chiste de Groucho Marx.  

Adam Neumann, el fundador de WeWork, tan listo él, y tan jaleado por su señora, practicaba las dos vías del enriquecimiento galopante. Y no es que atracara a sus trabajadores a la salida del espacio de colegueo, eso no. Le bastaba, simplemente, con aplicar la primera lección aprendida en las escuelas de empresariales: pagar lo mínimo; y si no se quejan mucho, pagarles la mitad. Y si se van, o te montan una huelga, no preocuparse demasiado porque siempre habrá alguien dispuesto a cobrar la mitad de esa mitad. Todo legal.

El otro camino, decíamos, es que tus caprichos te los financie alguien más rico que tú. Otro emprendedor que vuele por encima de tus sueños, lo que ya es mucho volar cuando llevas un flipe encima como el de Adam Neumann y su mujer. Y para esto, Adam tampoco tenía que unirse a los Golfos Apandadores para esperar a los inversores a la salida de sus despachos: le bastaba con el camelo, con la labia, con sus ojos de hipnotizador. Sospecho que la verborrea del que se cree sus propias fantasías -¿la definición de un loco?- es irresistible para cualquiera que preste sus oídos, y en eso da lo mismo que dirijas Goldman Sachs que sirvas hamburguesas en el McDonald’s. O que trabajes en un colegio de Educación Especial.

Existen, también, si eres showrunner de la tele, dos maneras infalibles de acabar con esta Edad de Oro (ya cansina) de la televisión: plantear series de temporadas inabarcables o, escuchando las quejas de los espectadores, endilgar miniseries de 8 episodios en los que sobra la mitad y la otra media se repite en círculos viciosos. Antes, en el Reino de las Películas, existía la síntesis, la elipsis, la mesa de montaje... Y yo echo de menos los viejos tiempos. No quiero morirme sentado en este sofá.




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