Las noches de la luna llena

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“Quien tiene dos mujeres pierde el alma; quien tiene dos casas pierde la razón”.

Este es el proverbio -seguramente inventado por el propio Rohmer- que sale sobreimpresionado al inicio de la película. Y que explica, y hasta cierto punto anticipa, lo que vamos a ver a continuación. Porque es cierto que hay un hombre que juega con dos mujeres, y una mujer que juega con dos hombres, pero luego nadie pierde el alma en realidad. Estamos hablando del amor entre gente muy exclusiva de París, y aquí nadie sale mortalmente herido de los lances. Nadie, en verdad, salió nunca moribundo de una película de Eric Rohmer. Las suyas siempre son penas de amor que se comen con pan de baguette recién horneado, y por eso duelen mucho menos en los corazones.

Además, en “Las noches de la luna llena”, los amantes todavía son jóvenes y dicharacheros, y la pérdida del amor solo es un contratiempo asumible, un traspiés en la larga carrera de los corazones. Todo se acepta con resignación y deportividad, estrechándole la mano al ex amante, aunque muchos pensemos que quien tiene dos mujeres -simultáneas-, como quien tiene dos hombres -simultáneos-, no es que pierda el alma, sino que pierde la honorabilidad. Y hasta la decencia.

La segunda parte del proverbio dice que quien tiene dos casas pierde la razón. Sobre todo si una es para vivir con el amante y la otra es para descansar de su presencia, como hace Louise en la película. No por trabajo, ni por obligación, sino porque sí, porque la cosa no está clara, y porque la soledad le es igual de apetecible. En esa tesitura hay que escindir en dos el vestuario, la ropa de aseo, la montonera de libros... Hasta el menaje de cocina. Hay que dividir el tiempo y las atenciones. Un día te levantas en una habitación y mañana te levantas en otra. Dos rutinas. Una mente que se escinde. “Quien tiene dos casas pierde la razón...”. Aunque luego, en la película, tampoco suceda realmente así. Son las cosas de Eric Rohmer.






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Hacks. Temporada 2

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Escribí esto hace apenas cuatro meses, rematando la primera temporada de “Hacks”:

“Los personajes secundarios, ay, amenazan poco a poco con hacerse con el timón. “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco” era el título de los diarios de Charles Bukowski. Espero que Ava y Deborah no tarden demasiado en volver del restaurante.”

Pero Ava y Deborah no han vuelto todavía. Y ya vamos por el tercer episodio de la segunda temporada. Y yo quiero abandonar el barco... Que la showrunner me acerque a puerto, o que me deje una chalupa para remar. Me da igual. Me aburro como una ostra. Ya no río, ni sonrío. La comedia que yo tanto recomendaba ha degenerado en vodevil. Ahora hay una loca al timón, un intrascendente a los mandos y una petarda que escribe en el cuaderno de bitácora. La marinería ha perdido el rumbo por completo en el Mar de los Guiones.

Ava y Deborah siguen saliendo, claro, pero les han recortado los minutos, y además bailan al son ridículo que tocan los demás. Están en cuerpo, pero ya no en espíritu. Será cuestión de audiencias, de targets, de rollos... Sea como sea, yo no lo entiendo. La serie eran ellas dos peleándose por un chiste, fustigándose con la lengua, lanzándose dardos maliciosos... El choque generacional. Ellas construían su comedia como recomendaba el abuelo Marx en “El Capital y la carcajada”: plantear una tesis, luego una antítesis y alcanzar luego una síntesis que haga reír al respetable. La tesis era una chica joven, bisexual, nativa tecnológica, completamente refractaria a los cantos del lujo y del derroche. La antítesis era una señorona casi victoriana, heterosexual, ignorante de los píxeles, completamente agarrada al lujo y al derroche. De ahí, de esa intersección explosiva, de ese ni contigo ni sin mí, salían unas perlas que en esta segunda temporada, ahora que vamos a la deriva, tan lejos de las costas de las ostras, ya solo son recuerdos de cuando comenzaba la primavera.




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El cuaderno de Tomy

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En los viejos cuestionarios de las revistas se preguntaba a los lectores por la salud, el dinero y el amor. Pero aunque las matemáticas sean complejas, y difíciles de resolver, en realidad la salud siempre ha sido la incógnita principal. Si hay amor, casi todo se cura; y si hay salud, ya sonríes de otra manera, y hasta te enamoras, o se enamoran, de otro modo. El dinero también ayuda a tener mejor salud y mejores oportunidades. O no: puede que el dinero atraiga el exceso y el mal fario. Es complicado. Es una trigonometría abigarrada de cosenos y tangentes. Algebra pura. Pero la salud es lo que cuenta. Siempre. En último término.

Lo que pasa es que solemos darla por hecha y por eso la rebajamos de categoría. La salud es como respirar, como poner un pie delante de otro para caminar. No nos damos cuenta y por eso no lo valoramos. Pero es la hostia. Lo es todo. Basta con entrar en un hospital -aunque sea de acompañante, como hice yo hace tres días- para que de pronto se altere la escaleta de preocupaciones. Enfilas el primer pasillo y ya estás haciendo recuento de tus órganos vitales, a ver cómo los sientes, cómo los has sentido en estas últimas semanas. Atareado en el trabajo y en el amor hacía tiempo que no les dedicabas ni un solo pensamiento. Si acaso, al corazón de las poesías, y al engrosamiento de tus cataplines, cuando en el curro te vienen con zarandajas

Y eso, ya digo, si entras en el hospital de mero acompañante. Qué órganos no recontará quien entra -como era el caso de mi familiar- a ser operado de una cuestión menor, de gravedad relativa, pero con esos focos del quirófano que se encienden sobre tu cabeza como ovnis que acojonan.


Qué no pensará, al borde del abismo, quien va a morirse ya sin remisión, como María Vázquez en la película. Como María Vázquez en la vida real. Esa lucidez tenebrosa... Y aun así, qué complicado es todo. Porque qué diría ella si un genio maligno le propusiera no volver a ver su marido y a su hijo a cambio de su cura.





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Chavalas

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-          Sí, buenas noches, dígame...

-          Buenas noches, Carlos. Enhorabuena por el programa.

-          Muchas gracias.

-          Quería preguntarte por unas películas, a ver qué te parecen...

-          Vamos allá... (tono de resignación)

-          La primera es “Desaparecido en combate II”. Me la ha recomendado un amigo. ¿Tú qué opinas?

-          Pues que deberías cambiar de amigo...


Este diálogo se repetía cada noche en “Polvo de estrellas” de Antena 3 radio, el programa de Carlos Pumares que venía tras las peroratas nocturnas de José María García. Y hoy, recordándolo, mientras veía “Chavalas” en Movistar, he considerado muy seriamente cambiar al amigo que me la recomendó. No cambiarlo exactamente, porque le quiero mucho, pero sí hacer oídos sordos de ciertas recomendaciones suyas que ya nacen sospechosas. ¿Qué tenemos nosotros en común con estas chavalas del barrio barcelonés que ni siquiera son chavalas, sino más bien mujeres hechas y derechas, o retorcidas? Pues nada. Pero también es cierto que no tenemos nada en común con los marines en Vietnam, o con los ricachones de Manhattan, y sin embargo vemos las películas que los retratan.

Y entre eso, y que el amigo insistía con eso, con insistencia, pues yo fui y le hice caso.

Al principio sale Vicky Luengo con otro papel rotundo de los suyos: tan guapa y tan dura, tan seductora y tan borde. Y te animas... Pero luego... Esto lo podría haber rodado yo si tuviera los conocimientos técnicos de una cámara. “Chavalas” es un pastelón suburbial que termina, eso sí, con una de las frases del año: “La chica puede salir del barrio, pero no el barrio de la chica”. Y es cierto. Yo, por ejemplo, aunque viva lejos, nunca he salido del barrio donde escuchaba el programa de Carlos Pumares en las madrugadas de mi adolescencia.



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Tokyo Vice

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En realidad, “Tokyo Vice” venía resumida en la inmortal canción de los “No me pises que llevo chanclas”. El primer verso ya habla de un amigo que “ma invitao a que me vaya con eeu, de vacasione, ar Japòn”, y no es muy difícil adivinar que el tal amigo es Jake Adelstein, el periodista de raza, el reportero indómito, que no logró convencer al vocalista del grupo y al final se fue él solito en el vuelo directo Sevilla-Tokyo que venía de Missouri.

En Japón, en efecto, como anticipaban los pioneros del agropop, la gente come cosas muy raras, muy raras, y “no te conocen a ti ni saben hablar como tú”. O sea, que te quedas lost in traslation perdido, como les pasaba a Scarlett Johansson y a Bill Murray en la otra película. Jake Adelstein, sin embargo, se libró de tales choques culturales porque él aterrizó en el Aeropuerto Internacional empollado de la filología del lenguaje: konichiguá, y arigató.

La otra canción del pop español que ya nos anticipó los acontecimientos descritos en “Tokyo Vice” es, por supuesto, “Japón”, de Mecano, donde a ritmo industrial y machacón, como de Charles Chaplin apretando tornillos, se nos recordaba que los japoneses son más de un billón donde nace el sol, y que básicamente no paran de trabajar y de producir. Quizá porque no son rubios ni altos, más bien tipo reloj, y en un metro caben dos. O eso cantaba, al menos, Ana Torroja, arrimándose un poco al racismo descriptivo.

Y de ahí, de la rebelión contra esa existencia tan rentable como miserable, surge precisamente la Yakuza, que es un grupo de holgazanes epicúreos y algo sociópatas que prefieren embolsarse la plusvalía de los obreros antes de que se la embolse el empresario que los explota. Para sus fines lucrativos, los yakuza utilizan el recurso primario de la amenaza y la extorsión, pero siempre armados con ferrallas que no llegan ni a katanas de Quentin Tarantino. La Yakuza acojona mucho por los tatuajes y por los rostros inescrutables, pero donde esté un gordo de New Jersey con su Beretta, o un siciliano cejijunto con su lupara, que se quiten estos matones de los ritos indescifrables.





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Better Call Saul. Temporada 6.

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Lo que me pasa con “Better Call Saul” no me pasa con ninguna otra serie del santoral cristiano: que me deslumbra, y me llena de gozo, pero muchas veces no entiendo lo que me cuenta. Supongo que ese es el milagro de la religión, tan parecido al milagro del amor. Y yo vivo enamorado de “Better Call Saul”. El misterio y la fascinación. Quizá si la entendiera del todo dejaría de interesarme y migraría a otras costas para pasar la primavera.

La precuela de “Breaking Bad” consigue que se pasen los minutos como palomitas de maíz. Pero me pierdo con más frecuencia de la debida, incluso teniendo en cuenta mi edad, y mis ánimos fluctuantes entre la placidez de quien dormita y la agitación de quien se preocupa. Muchas veces no sé qué motivos empujan a los personajes más allá de la trama básica de los abogados corruptos y los psicópatas mexicanos. Entre una temporada y otra pasa demasiado tiempo, y Vince Gilligan y Peter Gould tampoco se paran a explicar dos veces la misma cosa. En eso son como los maestros que yo tenía en los Maristas, que jamás repasaban una lección. “El que no siga el ritmo, que se joda, o que cambie de colegio”: ése era el lema pedagógico del beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat.

Gilligan y Gould valoran tanto la inteligencia de sus espectadores que a veces se pasan de listos y nos creen más capaces de lo que somos. O quizá, simplemente, es que yo ya no pertenezco a su grey. Que no estoy preparado para seguir series tan exigentes como esta, que requieren una atención de feligrés y una memoria de elefante. Pero da igual, ya digo: las cinco estrellas de cada temporada vienen pactadas en un contrato confidencial. Solo por esos prólogos de cada episodio y por esos ángulos imposibles de la cámara ya merecen la pena las sentadas en el sofá. Y Jimmy, claro... Y su chica...  ¿Que la parte contratante de la primera parte ahora es la parte subcontratante de la segunda parte? Qué más da. Después de todo, ya sabemos dónde termina todo esto: en el principio de incertidumbre de Heisenberg.





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How to with John Wilson. Temporada 2.

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Los libros de autoayuda no sirven para nada. Eso lo saben muy bien sus autores, que pagan las cuotas del chalet a costa de los incautos que los compran. Sus libros no son más que verborrea del espíritu y lisonjeo de la voluntad. Valen tanto como una palmadita en la espalda, o como una charla con un amigo. Pero cuestan mucho más dinero y producen autoengaños más profundos, a veces incurables. Hay gente que entra en ellos buscándose a sí misma y sale más perdida de lo que estaba, pero creyéndose encontrada, lo que produce extrañas sonrisas entre los conocidos. Al final uno es como es y anda siempre con lo puesto. Como mucho, habría que leer algún libro que nos enseñara a asumir nuestros errores y poco más.

John Wilson, documentalista y residente en Nueva York, prefiere ayudarnos con las cosas más prácticas, siempre despreciadas por los gurús. Desbrozar el camino de los pequeños enredos para que luego, cuando llegue el amor, la filosofía o el tiempo del yo, tengamos la casa en orden y la agenda despejada. Y la ciudad más o menos habitable.

En esta segunda temporada, John Wilson nos enseña, en primer lugar, a buscar oportunidades en el mercado inmobiliario. La mejor autoayuda empieza, sin duda, por tener un hogar confortable y bien ubicado. Una vez instalados, hay que aprender a distinguir un buen vino de uno malo si queremos salir de bares con cierto estilo y no hacer el ridículo demasiado. Yo lo tenía por una tontería de diletantes pero resulta que me estaba perdiendo una clave sociológica.

La tercera lección de John Wilson es cómo encontrar aparcamiento en la ciudad atestada, cosa que a mí, por fortuna, entre que no tengo coche y vivo en un pueblo, no me preocupa demasiado. Tampoco me preocupa el reciclaje de las pilas usadas, pues me las recogen en el mismo colegio donde trabajo. Y tampoco tengo necesidad de apuntar mis sueños en una libreta porque mis sueños me persiguen durante todo el día, como fantasmas pesadísimos.

Pero la última lección, la de ser espontáneo en sociedad, sí que la necesito como el comer. O no, ya  no sé, porque a saber qué sería de mi vida si me dejara llevar por la espontaneidad de mis ocurrencias.





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Sentimental

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No tener sexo es malo para la salud. Nueve de cada diez médicos no pertenecientes al Opus Dei aconsejan su práctica cotidiana. Y con mucha piel al descubierto, siempre que sea posible.

A según qué edades, el no-sexo es nefasto para el rendimiento del corazón: el rendimiento cardíaco, y también el amatorio. El sexo es la certificación notarial de que todo va bien en la pareja. Porque es sano, y gozoso, y mantiene la relación a la temperatura indicada en el envase. El sexo alarga la fecha de caducidad. Ratifica los acuerdos. Firma los armisticios con una fiesta. El sexo nos devuelve la inocencia del mono y la simplicidad de la vida. El sexo es un argumento filosófico de primera categoría. Es la prueba del nueve. El algodón que nunca engaña. La constatación de que aún nos queda cuerda para rato, aunque enfilemos el declive.

De cualquier modo, lo peor de no tener sexo es que en el silencio de la noche, si vives en comunidad, oyes follar a los vecinos y eso multiplica por dos el desamparo. Yo una vez conocí una pareja que follaba sin ganas, sin quererse, sólo por no oír joder a los de al lado. “Que no se diga”, decía él. “Que los vecinos no tengan nada que murmurar”, decía ella.

Quizá no haya parejas más tristes, más conscientes de su fracaso, que aquellas que no follan mientras escuchan el jolgorio al otro lado del tabique. O por encima de sus cabezas. Al otro lado de la felicidad. Y viceversa: quizá no haya parejas más entusiastas, más entregadas al gozo de jadear, que aquellas que follan sabiendo que al otro lado hay una pareja que los envidia. Una que desearía intercambiar los papeles. O que perdida la vergüenza propondría formar un cuarteto de cuerda en la cama redonda y acogedora.

De todo esto, y de alguna cosa más, va “Sentimental”, que es sexo oral, jodienda aplazada y pareja derruida. 






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