Tal como éramos

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No estoy muy seguro de suscribir la moraleja final de la película: que el amor verdadero dura toda la vida a pesar del fracaso o la distancia. A pesar de los pesares... Yo en esto soy más politeísta que monoteísta. No creo que haya un solo amor puro que recorra nuestras biografías. Y que el resto, cuando van llegando, solo sean esfuerzos por recuperarlo. Cada edad tiene su amor; cada viaje, su puerto de mar. El amor, cuando es de verdad, nace con vocación de ser eterno. En eso estamos de acuerdo todas las religiones. Pero la eternidad, muchas veces, también viene con fecha de caducidad.

Los monoteístas, sin embargo, que son unos románticos de tomo y lomo, y que salen llorando a moco tendido de ver esta película, creen firmemente en la existencia de un solo amor en las alturas. Creen que solo hay un documento original y que el resto son fotocopias cada vez más borrosas e ilegibles. A veces, para su bien, la copia se parece mucho al original y todo funciona como en un encantamiento. No es el Gran Amor, pero les ayuda a continuar. Tampoco es cuestión de meterse en un convento y renunciar a la ilusión. Sin embargo, lo más normal es que la copia palidezca, se muestre incapaz de competir, y sea arrojada a la papelera en una sucesión de llantos inconsolables.

“Tal como éramos” es un pastelón. De hecho, creo que inventaron la palabra el día de su estreno. Su envoltorio se ha vuelto muy cursi y excesivo. Salvo su  canción, claro, que es eterna y estremece... No creo en sus postulados, ya digo, pero me gustaría creer. Es como cuando envidias a los católicos enfrentados a la muerte.  Es bonito pensar que hay amantes condenados al amor a pesar de que no se soporten, o de que hayan probado sin éxito mil maneras de continuar. Aunque se odien y pasen décadas sin encontrarse. En el monoteísmo, el amor verdadero no termina en la separación definitiva. Continua en corrientes subterráneas, y aflora de vez en cuando para formar charcos en los que poner los pies y contemplar nuestro reflejo. Tal como éramos.




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The Office (BBC). Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un amigo que se parecía mucho a David Brent: un tipo más bien bajo, rechoncho, con un ego tan grande que no podría explicarse ni en una telecomedia de 400 temporadas. 

Si existe un “The Office” de la BBC y otro “The Office” de la NBC, aún queda por rodar otro reboot para la Televisión de León titulado “La Oficina”. Porque mi amigo también era un comercial con traje y corbata, aunque no del papel, sino del sector de la cerámica. Un comercial al que además, para presumir de ser el sostén de la economía local, le pilló de lleno la locura de la construcción, cuando los azulejos y las baldosas se compraban casi a granel como las lentejas en el mercado.

Mi amigo -muy a lo David Brent- afirmaba que cuando él se ponía enfermo, y su despacho de vendedor quedaba vacío durante tres días- toda la construcción del Noroeste peninsular quedaba paralizada, y nos narraba, con todo lujo de detalles, siempre con un copazo en la mano o con una comilona sobre la mesa, que la Federación de Empresarios acudía en procesión a la Catedral para encender dos velas rogativas y pedirle la Virgen Blanca una pronta recuperación de sus anginas como tomates o de sus resacas como cetáceos.

Es que joder... Son casi idénticos, mi ex amigo y David Brent. La misma gomina, y las mismas gansadas, y los mismos pavoneos irrefrenables cada vez que una gachí se ponía a tiro de lengua o de lengüetazo. El mismo afán de protagonismo, el mismo acaparamiento de la escena como vedettes bajando por la escalinata del “Moulin Rouge”. Las mismas bromas, los mismos chistes, los mismos comentarios socarrones en los que él siempre quedaba como el “enterado” y los demás quedábamos como “pardillos”, hombres sin mundo atrapados en las trampas de la ética o de la simplicidad.

Y, también -hay que joderse- el mismo éxito sexual, inexplicable y envidiable, aunque en verdad solo momentáneo, hasta que la gachí de turno descubría que tras las risas solo había una soberbia más bien inane y vacía.

Pero mira: que le quiten lo bailado, como a David Brent en “The Office”, que mientras tú te ríes de él, él se va descojonando de todos los demás.





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En la ciudad

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Los personajes de “En la ciudad” son unos pijos que viven en los áticos carísimos de Barcelona. Y también en los áticos muy frívolos del amor. 

Aquí, en cambio, en  provincias, en los pisos bajos que dan a los coches y a los humos, el amor, cuando llega, es un asunto muy serio que se trabaja hasta las últimas consecuencias. Cuesta sudor y lágrimas encontrar a alguien que soporte nuestros defectos. Nuestras virtudes tan grises y tan poco exportables. El amor es un bien muy apreciado en estos sistemas exteriores de la galaxia, como un mineral raro, o una nave espacial que salte al hiperespacio. Aquí, por el amor, nos partimos la cara hasta el último instante. 

Ellos, en cambio, los barceloneses de la película, no. Los personajes de “En la ciudad” son treintañeros, son guapos, tienen posibles. Y el que no es guapo ni tiene posibles se autoengaña con mucha eficacia. Cuando sus matrimonios o sus noviazgos caen enfermos con las primeras fiebres, ellos y ellas se lanzan a las calles a buscar un amor de sustitución. Los pijos sólo tienen que dejarse caer por los garitos de moda, tan bien vestidos y tan bien peinados como están siempre. El amor les interesa, sí, pero sólo si funciona a las mil maravillas. Si va sobre ruedas; si no corta el rollo en ningún momento. Pero si el amor da la lata, si toca los cojones, si corta las alas en demasía, prefieren comprarse otro nuevo en las tiendas del sector. Es como cuando compran otra tele, u otro coche, o se cambian de apartamento para ganar 4 metros cuadrados. 

    Los pijos de “En la ciudad” se engañan todos entre sí. A veces se van y a veces se quedan. En el fondo son unos mentirosos de mierda. Nadie conoce a nadie porque todas las convivencias son un baile de máscaras permanente. En las provincias esto no funciona así: nosotros cuidamos nuestras relaciones hasta el último instante. Las remendamos, las repintamos, las remozamos. Las reanimamos cardiopulmonarmente hasta que dejan de respirar. Afuera hace mucho frío y hay mucha indiferencia. Aunque caliente el sol por las mañanas. En las provincias siempre es invierno y no sé por qué.

La película, por cierto, es cojonuda.





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Fuego en el cuerpo

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Los hombres tenemos un cerebro independiente que vive en nuestra polla. Eso es archisabido, y lo recuerdan mucho en 1º de Biología. También enseñan que esa actividad neuronal, cuando se dispara, crea interferencias con nuestro pensamiento. El cerebro y la polla son como dos piedras que caen al agua y provocan ondas que se entrecruzan, a veces sumando esfuerzos y otras veces contrarrestándolos.

Vivir con dos cerebros es una experiencia insufrible que crea estropicios en nuestra biografía. Algo muy difícil de verbalizar cuando las mujeres, intrigadas, incapaces lógicamente de ponerse en nuestro lugar, nos preguntan por nuestra configuración interior. Por nuestro software de machos inquietos que nunca dejan de mariposear. 

Del mismo modo que nosotros no entendemos sus vaivenes emocionales, ellas no entienden nuestro diunvirato neuronal, y se rascan la cabeza incrédulas y pensativas. "No es posible", musitan, y prefieren pensar que con ese rollo solo queremos excusar nuestras contradicciones. Pero se equivocan. It's a true story.

    Nuestra polla, aunque parezca otra cosa, es la casita del bosque donde vive un antropoide que jamás evolucionó. Un primo lejano que se quedó ahí, en nuestros bajos, agazapado, de polizón biológico y tocacojones. Mientras el deseo y la conveniencia van cogidas de la mano, el hombre y el antropoide trabajan en colaboración, y es una maravilla saber que el criterio racional y la polla ensimismada han elegido la misma mujer adecuada y bellísima. Cantan los pájaros, y se estremecen las tripas, y uno piensa que así debe de ser el amor verdadero que cantan los juglares y filman los cineastas

    Pero ay, cuando el hombre dice que sí y el antropoide dice que no, o viceversa. Cuando la polla señala su deseo como una vara de zahorí y nosotros, desde arriba, intentamos convencerla de que se aleje, de que no siga. De que deponga su actitud. De que acecha el peligro en esa mujer de intenciones oscuras y ademanes de vampira. La lucha entre el hombre y su mono siempre es fiera, fratricida, y muchas veces no gana el ser más evolucionado. Sobre todo si hace mucho calor y se nos pega el fuego en el cuerpo.




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En la cuerda floja

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Las relaciones humanas dependen de la química orgánica y nada se puede hacer contra eso. Hay personas que conviven en una probeta y reaccionan produciendo un perfume embriagador. Otras, en cambio, al mezclarse en un matraz, exhalan un tufo como de sulfuro o de amoníaco, estropeando su noble intento de relacionarse. O su esfuerzo de convencernos, a los espectadores, si se trata de actores y de actrices, de que se aman mucho en la pantalla de nuestra tele.

Cuando se trata de elementos de la tabla periódica, de átomos que intercambian electrones para formar nuevas estructuras microscópicas, todo tiene una explicación lógica y los científicos asienten satisfechos. Pero cuando se trata de relaciones personales, de química orgánica elevada al nivel de los humanos, todo se vuelve inexplicable y a veces un poco espiritual. Es el terreno pantanoso donde se mueven los psicólogos y los terapeutas de la pareja, que casi siempre persiguen sombras y acaban ejerciendo de gurús.

A veces nos pasa en la vida real: dos personas que parecían elegidas para entenderse juntan sus feromonas y sus electromagnetismos y producen, para nuestro asombro, unos chisporroteos que queman los tejidos corporales y dan olor a chamusquina. Y al revés: dos personas por las que no hubiéramos apostado ni un duro en el Codere de la esquina,, prueban a mezclarse en el matraz de la vida y resulta que sus feromonas encajan, y que la electricidad de sus pieles produce chispas de auténtica felicidad. Es el amor, que no deja de ser un producto químico tan raro como el oro.

Desconozco si en la vida real Johnny Cash y June Carter se amalgamaron para crear un metal tan duro y resistente como parece en la película. Y tan colorido en sus reflejos. Las crónicas cuentan que sí, y es bueno que así sea. Lo que se ve en la película, desde luego, es que Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon no fingen acecharse y desearse, sino que se acechan y se desean. O que actúan de puta madre, más allá de los elogios.




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Un idiota de viaje. Temporada 1

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Yo pensaba que Karl Pilkington era un idiota de verdad. No un idiota en el sentido técnico de la palabra, claro, que sería una crueldad muy poco presentable para un programa de la tele. Pero sí un amigo de Ricky Gervais al que le faltan un par de sementeras. Un simplón al que envían por el mundo para que conozca las Siete Maravillas y luego descojonarse con sus respuestas de paleto que jamás salió de su barrio. 

La idea, desde luego, es cojonuda, y se le pudo haber ocurrido a cualquiera. Pero, mira tú por dónde, se les ocurrió a Ricky Gervais y a Stephen Merchant, que miran el mundo de una manera muy cínica y particular. Y además tienen el dinero necesario para producir sus propias pedradas y traer la carcajada y el solaz a nuestros hogares.           

Karl Pilkington, al contrario que otros viajeros de la tele, no dice que un monumento le ha conmovido si en realidad le ha dejado indiferente. No finge desmayos ni catarsis si en su interior no resuena el misterio de las Pirámides o la longitud de la Gran Muralla China. Pilkington lo mira todo con ojos de niño, asombrado por la idea de estar tan lejos de casa, pero no siempre responde como un turista que alardea de un gusto exquisito o de una cultura irrefutable. Pilkington no hace halago de la gastronomía si no le gusta, de la cultura si no la entiende. Con él no van los postureos. Pilkington, desde su tierna simpleza, dice exactamente lo que piensa, y en eso consiste la gracia del programa y el meollo de la cuestión. Lo suyo es de una honradez intelectual que conmueve, aparte de hacernos reír como micos.

Luego resultó que no, que Karl Pilkington -como T. había predicho desde el principio- no era un idiota de verdad, sino un idiota fake, un actor metido en la faena. Un compinche de Gervais y Merchant que asume el papel de clown en la pantalla. Pero eso no resta valor a las cosas que dice. Pilkington, hablando como un niño, reduce las cosas a la esencia de lo evidente, y suelta verdades que sólo un borracho podría igualar en agudeza.



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Elvis

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T. y yo nos pusimos a ver “Elvis” sin que en realidad nos interesara demasiado la figura de Elvis Presley. T. porque siempre fue una roquera que prefiere a tipos inquietantes que hacen ruido de cojones, y yo porque nací lejos de Tennessee y el duende del rockabilly pasó de largo por mi cuna de bebé. Pero al final, enfrentados a la decisión binaria, nos pudo la cinefilia y la curiosidad, que son dos fuerzas muy poderosas que terminan por atornillar nuestros culos a los sofás.

En la primera hora de película, nuestros culos se quedaron así, más bien estáticos, acomodados a los valles y montañas del relleno removido. Baz Luhrmann asesina todos sus planos cuando apenas tienen cinco segundos de vida, e incluso menos, y el ritmo le sale frenético y muy marca de la casa. Pero Elvis, en esos compases iniciales, todavía no es el Elvis desatado que se pone ciego a pastillas y lo da todo sobre el escenario. Todavía no es Homer Simpson al volante del su camión, tomando pastillas para no dormirse y píldoras para coger un rato el sueñecito. En esta primera parte de la película, la estrella de la función es su representante, el “Coronel” Tom Parker, al que han puesto nariz de buitre pero cara de Tom Hanks para jugar un poco al despiste. Y el resultado es inquietante...

T. y yo asistíamos a la función interesados pero no seducidos. Si cambiábamos de postura era porque nos crujían las cervicales, o porque no encontrábamos acomodo para las piernas. Nada que dependiera de lo que íbamos viendo sobre la pantalla. Pero cuando Elvis ya se viste de Elvis sobre el escenario de Las Vegas, los cuatro pies empezaron a moverse, y las dos piernas a buscar soluciones musicales, y al pronto nuestras pelvis  ya se descubrieron entregadas a la causa, independizadas de nuestro previo desinterés. Porque la música se nos pegaba, y el ritmo se imponía, y Elvis -atrapado en su jaula de oro- empezaba a conmovernos. La película pasa de puntillas sobre sus muchos pecados capitales y eso también ayuda a empatizar con el personaje.




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Una pistola en cada mano

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Yo tuve un amigo que de chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.

    He recordado a mi amigo mientras veía “Una pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del folleteo.

    Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto... 

Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.




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