Californication. Temporada 2

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En su novela “Amor intempestivo”, Rafael Reig decía de uno de sus personajes: “¿Qué necesidad tenía de escribir novelas, si ya era tan atractivo?” Geoffrey Miller, el psicólogo evolutivo, aplaudiría con las orejas. Según él -y yo lo suscribo- los hombres escribimos para llamar la atención de las mujeres. O para mantenerlas interesadas, una vez que se enamoran. Eso es lo primordial. Lo otro, si llega -el dinero, la fama, la tontería- no es más que el subproducto de esa exhibición amanuense. A los que no tenemos un gran físico o una gran millonada no nos queda otro remedio. Podríamos tocar el violín o inventar el ordenador cuántico, pero escribir parece más asequible y no necesitas una carrera para prepararte. Cualquiera -yo lo atestiguo cada día- puede ponerse a la faena. 

Una vez, en Facebook, topé con un escritor que me pidió amistad. No sé el motivo, porque su discurso, su rollo, su estilo, estaba en las antípodas del mío. Un día me preguntó que por qué escribía. Antes de leer mi respuesta, él me explicó que escribía para devolverle al mundo parte de su belleza. Una paulo-coelhada como un templo. Supongo que hay mujeres que se extasían con esas literaturas, no sé... Yo le respondí que escribía para ligar. El tipo no me dijo nada. Se quedó mudo. Ágrafo, mejor dicho. A los tres días me eliminó de sus amistades. Debió de pensar que le estaba vacilando. Hay gente así, desnortada y autosatisfecha.

Hank Moody, el escritor buenorro de “Californication”, empieza a ser consciente de su condición en la segunda temporada. Ahora que ha aprendido que solo tiene que entrecerrar los ojos para ligarse a las mujeres más guapas, ya no se le ve tan desesperado por escribir su segunda novela. Por refrendar su valía. Empieza a vaguear con conocimiento de causa. La mayoría de las mujeres desconocen su oficio de escritor y aun así se pirran por él en "cero coma", como dicen los modernos. Cuando le ven encenderse un cigarrillo se encienden de deseo. Entre ese fogonazo y el sexo bravío ya solo se interponen tres florituras verbales y unas pocas cortesías del mundo civilizado.




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Crímenes del futuro

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“Crímenes del futuro” podría ser el slogan de Vox para las próximas elecciones generales. Ellos van a darlo todo para que un fascista tome los mandos del Ministerio del Interior y ya todo el monte sea orégano para policías y paramilitares... Pero no: “Crímenes del futuro” es el título de la nueva película de David Cronenberg. ¿He dicho nueva? Tampoco vayamos a exagerar. Es la misma película de siempre, ustedes ya saben: gente rara y vísceras asomándose al fresco de la mañana.

Cronenberg, en esto, es como un director de películas porno. En el porno se trata de sacar pollas y coños en acción y el argumento es un poco lo de menos. Da igual que pongas a un rey de Shakespeare que a un butanero trayendo la bombona. Y Cronenberg, cuando vuelve a sus orígenes, es un poco igual: su objetivo es sacar casquería humana cada diez o quince minutos, y lo otro es desarrollar una historia más o menos coherente que hilvane las escenas.

Esta vez la cosa va de mutantes del futuro, que desarrollan órganos internos que son la fascinación de la ciencia y también la jaqueca de los antropólogos. Porque un ser humano que desarrolle órganos únicos tarde o temprano ya no será humano, sino pos-humano, y solo podrá reproducirse con otro humano que también tenga dos estómagos o un corazón vuelto del revés. Mientras la deformidades no pasen al ADN, vamos bien; pero ay, cuando los gametos incorporen tales deformidades en la sucesión de bases nitrogenadas... (De todos modos, digo yo, ¿esto no era el lamarckismo ya denostado por la ciencia?)

La única gracia de la película -que se mueve todo el rato entre lo grotesco y lo ridículo- es el nuevo sentido que Cronenberg da a la expresión “belleza interior”. La belleza interior es esa monserga que se inventaron los estudios Disney para que los feos y las feas nos consolásemos en nuestra desgracia. “Sí, soy feo, pero valgo más que tú...” En el futuro imaginado por Cronenberg ya puedes ser bello por dentro de verdad, no metafóricamente, pintándote el hígado o tatuándote los pulmones. Exhibiendo tus entrañas en Tinder como quien exhibe su mentón cuadriculado o sus pechos exuberantes. 






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La ciudad no es para mí

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La primera vez que pisé Madrid, en una excursión organizada por los hermanos Maristas, un compañero y yo nos descolgamos del grupo nada más bajar del autobús. Lo habíamos hablado durante el viaje en conciliábulo secreto: en el primer semáforo que cruzásemos, por esas avenidas inconcebibles en León de tres carriles o más en cada sentido, le haríamos un homenaje a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”, que era una película que pasaban mucho por la tele y que nos gustaba mucho a los paletos de provincias.

    Don Agustín, al salir de la estación de Atocha y enfrentarse por primera vez al tráfico moderno, se las veía y se las deseaba para cruzar por la glorieta de Carlos V, desesperando al guardia urbano encargado de enseñarle la diferencia entre el disco verde y el disco "colorao", porque rojo no se podía decir en las películas de la época. Mi compañero y yo, que éramos cinéfilos porque no teníamos novia -que si no de qué- queríamos imitar la gansada de no entender el semáforo, de entrar y salir de los carriles con aire de despistados, mirando hacia los lados como quien se ve atrapado en una estampida de bisontes.

Y casi lo conseguimos. Nuestro grupo ya estaba en la mediana de la primera gran avenida -creo recordar que la Castellana, a la altura del Museo Arqueológico- cuando nosotros, veinte metros por detrás, y silbando la musiquilla ye-yé de las películas sesenteras, pusimos un pie en el asfalto con el semáforo de nuevo cerrado en rojo. O en colorado... Dimos dos o tres pasos entre el tráfico como si fuéramos Chiquito de la Calzada en uno de sus chistes -quietoorr, noorr, cuidadín- cuando de pronto, a punto de retroceder para reiniciar el numerito, dos manos poderosas, la izquierda y la derecha de nuestro tutor, nos jalaron con fuerza hasta la acera y al llegar allí nos soltaron un par de capones muy certeros en el pescuezo. Los hermanos Maristas, en eso de arrear hostias, eran unos karatekas muy consumados porque también tenían misiones en Japón y en Indochina y creo que los destinaban allí por turnos rotatorios. 



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El prodigio

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Aunque soy ateo suelo llevarme bien con la gente religiosa. Ellos saben que yo no quemaría conventos ni convertiría las catedrales en casinos. En la juventud quizá sí, pero ahora ya no... Me reformé. Me ayudó que estudié doce años con los curas y que pasé diecinueve casado con una apostólica romana. De toda su familia -a la que un día habría que dedicar una película de Azcona y Berlanga si pudiéramos resucitarlos- solo me llevaba bien con el cura que nos casó, un hombre errado en la metafísica pero un santo acertado en todo lo demás.

La gente religiosa adivina en mí al cura que pudo haber sido y no fue. Se sienten en compañía de alguien que, al menos, entiende lo que dicen. Recuerdo muchas parábolas de la Biblia porque sacaba sobresalientes en la asignatura de Religión... Yo soy -ya digo- un ateo convencido, y además un libertino, un nihilista de la moral, pero conservo la apariencia de jesuita y la retórica de las homilías. Soy el Católico Bizarro, como aquel Supermán Bizarro de los cómics. La imagen especular pero deformada. El levógiro de las creencias.

Con estos católicos de la película -irlandeses algo cerriles del siglo XIX- podría sentarme a charlar sobre lo divino y sobre lo humano, pero negando lo divino y reafirmando que en el fondo somos unos bonobos. No hay problema. Mientras solo sean palabras vamos de puta madre. El problema surge cuando la religión pone en peligro la vida de las personas, o al menos compromete seriamente su felicidad. Entonces ya no hay armisticios ni retóricas. Discutir sobre el sexo de los ángeles o sobre la existencia del demonio puede ser hasta divertido. Al final siempre sale una película a colación y yo ahí me muevo como pez en el agua. Pero discutir cosas serias no merece ni un segundo de esfuerzo. En esos trances, como la enfermera de la película, lo que hay que hacer es actuar. Oponerse de manera dulce pero determinada. Ni un paso atrás. Prietas las filas de los laicos. Ni buen ciudadano ni hostias democráticas. Ni una duda, ni una concesión, ni una sonrisa siquiera. 

Cuando se juega con las cosas de comer hay que volver a gritar junto a Voltaire: "Écrasez l'infâme!"





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The Bear

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Supongo que no soy muy original si digo que en "The Bear" solo falta Alberto Chicote abroncando al personal. De hecho, para inspirarme, he leído varias críticas de los internautas y dos de cada tres mencionan lo de Chicote como chascarrillo recurrente. Pero es que su figura nos viene al pelo, jolín. Los entresijos de “The Original Beef of Chicagoland" -este restaurante de tercera generación italiana y de tercera categoría regional- son los mismos de aquellos tugurios en los que don Alberto desplegaba sus consejos de señorito Rottenmeier. 

(¿Que quién es la señorita Rottenmeier?: los teleadictos de mi generación la recordarán de la serie “Heidi”. ¿Que por qué conozco a Alberto Chicote si hace tiempo que ya dejé de ser un teleadicto?: porque vivo en el mundo y me entero de las cosas, nada más).

“The Bear” me interesaba por dos razones poderosas: la primera porque un buen amigo me la recomendó, y la segunda porque mi hijo quiere ser un cocinero como el prota de la serie. De hecho ahora mismo está en ello, formándose y trabajando al mismo tiempo. Pero mi hijo -nos ha jodido- quiere ser un cocinero de trayectoria opuesta a la de Carmy Berzatto: empezar por el tugurio, si no hubiese otro remedio, para terminar fogoneando en los altos hornos de Vizcaya o en los bajos de hornos de Guipúzcoa, donde se corta el bacalao de los profesionales creativos y afamados. Un sueño, quizá, pero un sueño inspirador para sus 23 años de pura vitalidad.

De hecho, sin haberla visto todavía, yo le recomendé “The Bear” con expresiones muy entusiastas y promesas de satisfacción, por si extraía de ella algún aprendizaje sobre la vida frenética de los fogones. Y ahora, la verdad, ya no sé si he hecho bien. La serie está bien, pero no tanto, y quizá todo lo que ahí se cuenta más bien tienda a desmoralizarle. O no, porque él no es tonto, y sabe lo que hay, y tiene asumido que la fama cuesta, y que hay que pagarla con sudor. “Fama” era otra serie de mis tiempos teleadictos.





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Californication. Temporada 1

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Después de un largo periplo por la historia, los sodomitas y los gomorritas -que tras la cólera de Yahvé vivieron su propia diáspora por el mundo- se instalaron entre el Océano Pacífico y la falla de San Andrés para reinstaurar el gozo de vivir y el placer de fornicar. 

En esa Babilonia moderna vive ahora Hank Moody, el escritor que añora vivir en Nueva York porque allí las mujeres son igual de hermosas pero se ponen abrigos y jerséis para combatir el frío que sopla del Atlántico, lo que entonces le permitía dedicarse a la escritura sublimando los instintos.

En Neogomorra, en cambio, las señoritas van muy ligeras de ropa, y además todas le encuentran irresistible y dignas de sus dormitorios porque Hank Moody posee el jeto exacto, y el magnetismo, y las pintas perfectamente descuidadas, y las oportunidades le brotan en cada esquina y en cada semáforo como setas en el bosque. Moody -el muy jodido, y el muy jodedor- se cayó en la marmita del mojo siendo un chaval y ahora ya no necesita ni ponerse guapo para salir a la calle y provocar soponcios y extravíos.

Pero Hank Moody, en realidad, aunque a veces parezca inverosímil, no desea este destino que los dioses bondadosos le reservaron. Él es un polígamo a su pesar, casi forzado, de los que a veces se pone a follar con gesto de resignación. Un libertino que va de cama en cama mientras espera que Karen, el verdadero amor de su vida, reconsidere su opinión de mantenerlo lejos de ella. Moody sólo desea el amor de Karen en las tórridas noches del Pacífico, y mientras dura esa reconquista -que es dura de cojones-  californica todo lo que puede para sustituir el pan por unas tortas de consuelo. 

En “Californication” se folla mucho, es cierto, pero sobre todo se ama. O se suspira por el amor. Lo del título es un reclamo publicitario, un nombre comercial. El fornicio no es el meollo de la cuestión aunque se quede grabado en nuestras retinas. El mensaje de fondo es casi una ironía, una contradicción: Hank Moody, con todo el sexo del mundo puesto a su disposición, sigue amando a Karen por encima de todas las cosas.





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Trece vidas

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Yo antes no tenía nada en contra de la espeleología. Es más: los espeleólogos me parecían gentes admirables que unas veces se aventuraban en las cuevas para descubrírselas al mundo -y hacer rico al ayuntamiento del lugar-, y otras, ya revestidas de heroísmo, se colaban para rescatar a liantes que se habían metido en la cueva sin equipamiento, solo para husmear o para no ser vistos en alguna clandestinidad. O quizá, simplemente, porque sentían la llamada del gen cavernícola de nuestros antepasados, tan poderosa como la llamada de Dios o la llamada del sexo: un gen remoto y telúrico que ante la negrura de algunas cavidades se activa en el organismo y ya no puede resistir la tentación de profundizar en el misterio.

Pero eso era antes, en mis tiempos de soltero y luego de casado. Después, ya divorciado, hubo una época en que me anuncié en el mercado del amor, y descubrí que allí solo ligaban los espeleólogos y las espeleólogas. Hombres envidiables y mujeres sanísimas que luego, en otras fotos que demostraban su arrojo y su vigor corporal, aparecían haciendo parapente, o practicando puenting, o descendiendo en canoa las aguas bravas de su pueblo. Descubrí, para mi frustración, que los tipos como yo, simples intelectuales que el fin de semana salíamos en bicicleta o nadábamos en la piscina municipal, no nos comíamos ni una rosca. 

Para tener una mínima oportunidad con esas jamonas había que equiparse en alguna tienda especializada: comprar el casco, el neopreno, la aleta palmípeda... Dejarse una pasta gansa en los fetiches sexuales. Y luego, claro, tener la valentía de apuntarse a un club de cavernícolas, de meterse en los recovecos, de disimular que uno solo estaba allí para despojarse de los neoprenos en otras intimidades con poca luz.

No sé: me quedó como un trauma, como una inquina. Quizá por eso no he podido disfrutar de  “Trece vidas” como yo hubiera querido. Donde otros ven a los héroes del rescate, yo solo veo a mis rivales de antaño.





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Argentina, 1985

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La tradición judía sostiene que Yahvé siempre está a punto de destruir el mundo por culpa de nuestra vileza. Pero que no lo hace porque en cada generación, según la Cábala, nacen 36 hombres justos que con su ejemplo nos salvan de la quema. Son los llamados lamedvovniks. Los sabios judíos explican que estos hombres y mujeres no están reconocidos como tales, y que ellos mismos no saben que lo son. No hay que buscarlos, pues, en los telediarios de Telemadrid, o en los famoseos del Diez Minutos.

Los lamedvovniks son recatados, sencillos, y viven entregados a oficios sin relumbrón. Los sabios son en esto bastante ecuménicos, y reconocen -cosa que no harían nuestros sacerdotes- que los lamedvovniks pueden pertenecer a cualquier religión de la Tierra. Y precisan: “Quizás es usted, quizá soy yo, o quizá sea esa persona que prejuiciosamente creemos que no tiene mérito alguno”.

Julio César Strassera fue sin duda un lamedvovnik de su generación. Cuando por culpa de los milicos Yahvé quiso destruir la Argentina como hizo con Sodoma y con Gomorra, pasando el país entero por la barbacoa de un asado monumental, Strassera, obligado por su cargo, sí, pero armado con un par de cojones, sentó en el banquillo a esos hijos de puta que nunca se mancharon las manos con la sangre de las torturas ni con el acarreo de los ajusticiados, pero que lo ordenaban todo -o lo consentían- desde sus lujosos despachos militares.

Los logros de Strassera fueron ridículos en proporción a la pena que estos sociópatas se merecían. Nada que él no sospechara cuando empezó su trabajo... Pero su ejemplo quedó ahí: pudo haber renunciado, haber cedido a las amenazas. Pudo habérselo currado con menos ahínco. Haber templado gaitas. Pero era un lamedvovnik y no pudo remediarlo. 

Aquí en España, para nuestra vergüenza, no hubo nadie que sentara en el banquillo a los asesinos de la Guerra Civil cuando llegó la democracia. No hubo ningún lamedvovnik con bigote. Todavía no sé por qué Yahvé no hundió la Península en el mar y dejó a los portugueses, pobrecicos, como una isla en mitad del Atlántico. Quizá porque Dios, en España, siempre ha sido de derechas.





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