Los renglones torcidos de Dios

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Recuerdo que la novela estuvo dando vueltas por mi casa cuando yo era pequeño. Una edición del Círculo de Lectores que nos trajo su comercial. La leímos todos en orden jerárquico, como leones devorando a su presa: primero mi padre, que siempre dejaba los libros con manchas de nicotina y pequeñas quemaduras de cigarrillo; luego mi madre, que leía las novelas a ritmo de tortuga con sus dioptrías siempre jodiendo la marrana; y luego yo, que recibía los libros de tercera mano, ya impregnados del olor de la casa y con las páginas cruciales dobladas por la esquinas.  

Por entonces todas las familias teníamos “Los renglones torcidos de Dios” en la librería del salón. La novela de los locos era el libro de moda. Un best-seller del copón.  La gente de derechas la compraba porque don Torcuato era un adepto y un garante del orden divino, y el resto, supongo, se dejaba llevar por la publicidad. Luego no sé qué pasó que nuestro volumen se perdió: seguramente se lo dejamos a alguien y luego no lo devolvió, como suele suceder. En mi opinión, los que no devuelven los libros también son renglones torcidos de Dios.

Por fortuna, mi memoria no guardaba ningún recuerdo de la novela, así que me enfrenté a la película libre de prejuicios. Yo en realidad no quería verla porque me habían dicho que si la veías, pues bien, y si no la veías, pues nada. Que daba un poco igual. Por ver a Bárbara Lennie si acaso... Pero T. se quedó una noche en vela y la descubrió, y le gustó, y me animó a verla para alimentar el debate cinéfilo y el intercambio  de pareceres.

Y lo cierto es que la cosa iba bien al principio. No me gusta mucho Bárbara Lennie teñida de rubia, pero tampoco era cuestión de montar un pitote por eso. La intriga se sostiene y tal. A la media hora aparece Eduard Fernández haciendo de director del manicomio y piensas: “Bueno, esto mola...” El problema es que de pronto te viene a la memoria no la novela de don Torcuato, sino “Shutter Island”, la película de Scorsese, de la que “Los renglones...” es como una versión ibérica y ajamonada, y ya te coscas del final sin ser para nada un genio de la deducción. Era elemental, querido Watson,





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Maigret

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En la vieja casa de León sobrevive un volumen que recoge varias novelas del inspector Maigret. Lo he tenido en la mano decenas de veces, sopesando su lectura, pero al final siempre lo he devuelto a su hueco en la estantería. El psicoanalista al que no voy -porque son muy caros y solo sirven para enredar- diría que, como era un libro muy querido por mi padre, yo, en póstuma rebeldía, solo para que su espíritu no encuentre descanso, prefiero abandonarlo por otras lecturas y someterlo a esa pequeña humillación. Pero juro por el abuelo Sigmund que no van por ahí los tiros. Lo que pasa es que siempre que voy a León llevo varios libros en la maleta que me apetece leer más: lecturas atrasadas, y préstamos de conocidos, y agobios autoimpuestos. Compras compulsivas y relecturas que retomo al hilo de la vida.

Un par de veces sí que estuve a punto de meterme con la cama con George Simenon y que saliera el sol por Antequera. Por pura curiosidad, y por saber qué cosas leía mi padre cuando se apartaba del mundo. También con la remota esperanza de toparme con un detective al que seguir la pista en otras novelas, valga el juego idiota de palabras... Otro Pepe Carvalho de mi vida, u otro Méndez, u otro Sherlock Holmes. Detectives que me interesan más por lo que son, y por lo que dicen, que por los crímenes que resuelven, que solo son el telón de fondo de su trabajo y de su filosofía.

Pero antes de empezar la faena con el inspector Maigret hice una búsqueda en Wikipedia que nunca debí hacer: resulta que existen 75 novelas largas y 28 novelas cortas protagonizadas por el personaje. Algo así como media vida de un lector más bien perezoso como yo. Demasié para mi body. Tampoco hay que leerlas todas, claro, ¿pero por cuál empezar? ¿Cuáles son las mejores, las menos peores, las recomendadas por los críticos? Una selva de elecciones. Un agobio asegurado.





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El gabinete de curiosidades: Sueños en casa de la bruja

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Yo he dormido - al menos que recuerde- en dos casas embrujadas. Pero no recuerdo las cosas que allí soñé. No fueron pesadillas, eso seguro, porque por alguna extraña razón las pesadillas solo afloran en mi propia cama. Aquellas camas eran muy acogedoras, como diseñadas para mí, y yo caía como un tronco para soñar el vacío feliz de los tontoloides. Sucede que ambas mujeres me habían hechizado, y que yo, al principio, tampoco sabía que mis anfitrionas eran unas brujas -una diplomada en Brujería y otra licenciada en Malas Artes- y quizá por eso yo me confiaba al sueño sin temor. 

Quiero decir que conmigo no se podría haber rodado este episodio de “El gabinete de curiosidades”, que va de sueños terribles en casas embrujadas. Mis casas encantadas fueron en realidad encantadoras, y solo el último día se deshizo el hechizo para verlas como eran en realidad: cuevas inmundas donde las brujas tejían sus telarañas y se carcajeaban a mis espaldas. No me pasó como al amigo de Harry Potter en esta peripecia, que se metió en la casa de la bruja a sabiendas, buscando la experiencia mística que le permitiera contactar con el fantasma de su hermana fallecida.

Los fantasmas tienen muy mala prensa y no sé por qué. Supongo que son las cosas del cine, que siempre les presentan apareciendo por sorpresa, dando unos sustos morrocotudos. Los fantasmas, después de todo, si existieran, serían la garantía de que existe una vida después de la muerte. Un “algo” misterioso donde tu reflejo vaporoso aún tiene conciencia y se acuerda de las cosas. La prórroga de la vida... Sería fantastic, como cantaba Serrat, vivir un ratito más aunque fuera en forma de ectoplasma. Pero me da que no. Yo al menos no he visto ningún fantasma en mi vida. Y si alguien me dijera que los ve le tomaría por loco sin dudar. La culpa, desde luego, es de los curas, que me enseñaron tantas zarandajas espirituales que ya solo me aferro a la física y a la química para no soñar con imposibles.




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Californication. Temporada 3

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California, en “Californication”, es el paraíso perdido del sexo. El mismo que florecía entre el Tigris y el Éufrates y que ahora los seres humanos han recobrado mientras Dios se despistaba. Adán y Eva, aunque en los retratos salgan idealizados como caucásicos de libro, en realidad fueron los dos últimos bonobos de nuestro árbol genealógico: la mona chita y el mono chito. Los churumbeles que engendraron ya no fueron bonobos, sino “Austrolapitecus lejanensis”, y con ellos se cerró el tiempo feliz del loco fornicar.

Como los antiguos nada sabían de la selección natural ni de la mutación del ADN (que fueron las dos grandes putadas que nos convirtieron en la tristeza que ahora somos, monos vestidos y vergonzosos), los escribas se inventaron la figura poética del ángel flamígero para explicar que la fiesta se había terminado, y que ahora ya sólo quedaba apechugar, y apechugarse entre las sombras, a escondidas de los demás. Todo por el bien de la civilización.

“Californication” es una fábula moral sobre el regreso al árbol, a los tiempos prebíblicos en los que no había Dios ni escritura. Hank Moody se mueve con su coche sin faro -y su pene sin fallo- por una fantasía que limita al oeste con el océano de las surferas, y al este con las colinas de las millonarias, todas loquitas por sus huesos. Moody copula a todas horas, de noche y de día, a diestro y siniestro, a troche y moche... Mientras el amor de su vida -la tal Karen- deshoja la margarita eterna de los cien mil pétalos, Moody va por las fiestas tarareando los versos de George Michael:

Sex is natural,

sex is good,

not everybody does it,

but everybody should.

Sex is natural, sex is fun..

"Vamos a dejarnos de hostias", vino a decir don Michael en esta canción. Y es como si esa musiquilla, como si esa letra insidiosa y provocativa, flotara sobre las cabezas de todos los personajes. También sobre a cabeza de los más feos, que algunos hay, porque esto es California, y esto es “Californication”,  y en el paraíso recuperado nadie se queda sin morder la manzana del placer. 





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El gabinete de curiosidades: El modelo de Pickman

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He visitado el Museo del Prado tres o cuatro veces en mi vida. La primera a los 14 años, en un viaje de fin de curso que también era el fin de la EGB. Yo iba muy ilusionado, con ganas de admirar los cuadros que estudiábamos en los libros. Pero no pude disfrutar nada porque los curas me hicieron responsable de que mis compañeros, la mayoría unos macacos y unos inconscientes, no se perdieran por el laberinto de pasillos, o no se aproximaran a las pinturas para dejar su rúbrica en forma de dedazos manchados de chocolate. 

Sabiendo que yo era el encargado de vigilarles, me putearon de cien maneras diferentes, los muy resalados. De aquella visita solo recuerdo haber vislumbrado en un escorzo del cuello “Las meninas"; suficiente para comprender que aquello no era un cuadro, sino una ventana de luz abierta al siglo XVII.

No recuerdo haber visto entonces “Las Pinturas Negras” de Goya. Me hubiera acordado, desde luego, incluso ocupado en hacer de segurata o de cazador de caballos. Las oscuridades de Goya las descubrí diez años más tarde en otra visita ya voluntaria, de hombre medio formal y medio adulto, con mi sueldo de funcionario y mi aspiración matrimonial. Me impactaron... No voy a decir que como las pinturas del señor Pinkman, desde luego, que en el cuento de Lovecraft y en la adaptación de Guillermo del Toro provocan verdaderos cortocircuitos en la mente, de volverse uno literalmente enajenado. No, claro que no. Pero sí es cierto que miras esos cuadros de Goya -y tengo ganas de volver a mirarlos no tardando- y sientes que estás accediendo a eso que el señor Pickman llama “los recovecos oscuros del ser humano”. La locura que unos desarrollan en acto y otros, los más afortunados, usted o yo por ejemplo, solo llevamos en potencia. El mismo monstruo que asolaba a Leolo Lozone y que él espantaba soñando a todas horas.





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El misterio de Glass Onion

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“El misterio de Glass Onion” fue la última película de estas navidades. De estas vacaciones de Navidad, quiero decir, que empezaron el 22 de diciembre con la confirmación de la pobreza y terminaron el 9 de enero con la celebración de la salud, Y lo escribo sin ironía, porque la salud sigue siendo el pilar que sostiene todo este tinglado: el de la vida y el de la escritura.

Han sido diecisiete días de comidas inapropiadas y de perezas insólitas en la cama. Alcohol no mucho: algún vino extra por los bares de León y una sidra El Gaitero para celebrar que habíamos llegado vivos a Nochevieja. Han sido diecisiete días de reencuentros familiares, de compras de libros, de torneos de billar por los garitos menos recomendables. No soy yo, sino el hijo, que me arrastra... También han sido diecisiete días colgado al teléfono, como Stevie Wonder, cantando “I just called to say I love you”... Y dos citas arrebatadoras. Y bici, mucha bici, ya que cerraron las piscinas y el tiempo atmosférico  acompañaba. He logrado -no del todo- el Equilibrio de la Lorza. Ir achicando a pedaladas las grasas que entraban en los dulces y en los guisos. Y en las tapas de los bares, donde nunca sirven brócoli ni compota de manzana.

Pero ya se me acabó este privilegio, este momio, este chollo. La inflación se está llevando mi sueldo de maestro, pero, de momento, los días de asueto permanecen intocados, como en los mejores tiempos del funcionariado. Y yo, puestos a elegir, lo prefiero así. Prefiero el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y la vida al sueño también. Y las películas a casi cualquier otro entretenimiento. Ha sido una Navidad muy fértil en ese sentido, pero muy frívola también. He visto mucha cuchipanda que tenía pendiente a la espera de ver las cosas más serias en compañía. “Glass Onion” ha sido la guinda que coronó el pastel. La cebolla que le dio el toque último al estofado. Una película divertida, tontorrona, imperfecta... También es verdad que yo soy un lerdo de campeonato y que jamás me cosco de quién es el asesino. La red está llena de gente muy inteligente, está comprobado.





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El gabinete de curiosidades: La apariencia

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La belleza interior la hemos inventado los que no podemos presumir de belleza exterior. Consiste en decir que somos más buenos que la gente que nos deslumbra con su físico envidiable. En asegurar, por si alguien quiere escucharnos, que somos más generosos que ellos, más galantes, más ilustrados. Con mejor sentido del humor. Superiores, en una palabra, a pesar de las apariencias.

Ante las virtudes evidentes de la anatomía, nosotros, los bellos interiores, oponemos las virtudes más escurridizas del espíritu. Y más aún: defendemos -o más bien defienden, porque yo abandoné ese barco hace tiempo, de tal modo que ya no soy bello ni por dentro ni por fuera- que la belleza interior es cultivable, producto del esfuerzo, mientras que la belleza exterior es una dádiva de la naturaleza, una potra descomunal sin mérito de su portador.

La belleza interior es, obviamente, un consuelo para tontos. Un sesgo cognitivo. Nadie en su sano juicio se considera un “feo interior”. También la gente guapa presume de tener cualidades en el alma. Una cosa no quita la otra. Cuando les entrevistan en la tele, ellos, los de la belleza exterior, también se declaran inquietos ante los hechos culturales y tan inteligentes como la purria que los envidia. Faltaría más.

En “La apariencia”, Stacey, que es una mujer poco agraciada, alcanza de pronto la alta sabiduría que los griegos dejaron por escrito hace dos mil años. Una vez le preguntaron a Aristóteles por qué se alababa a los bellos durante más tiempo y con mayor frecuencia y este contestó: “Esta pregunta sólo corresponde que la formule un ciego”. Stacey, impulsada por tamaña verdad, se dejará el dinero y la cordura en la compra de una crema milagrosa que promete cambios deslumbrantes. Ella sí cree en una segunda oportunidad para la belleza. Confía en la dermoestética. En las pamplinas de los anuncios. Lo que es, por supuesto, otro engaño descomunal.

Aristóteles solo quería decir que si buscabas alabanzas era mejor ser bello. Nos ha jodido. No que recibir alabanzas -alimentar el ego- fuera el objetivo primordial de la vida. Ni que para ello hubiera que sacrificar todo lo demás...




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Tres mil años esperándote

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La película es bonita y tal, pero se me escapa la moraleja. Ni siquiera sé a qué público va dirigida. Es como el reverso indefinido de aquel anuncio que vendía la Coca-Cola para los altos, para los bajos, para los listos, para los tontos... Para todo quisqui. “Tres mil años esperándote” no es para el público juvenil, que se descojonaría de la risa, ni para el público adulto, que busca emociones más fuertes. ¿Público infantil?: no entenderían un carajo. ¿Señoras mayores?: darían un respingo cada vez que vieran aparecer al negro con capucha.

Quizá la gracia consista en ver a Idris Elba convertido en un genio que te concede tres deseos por la cara. Cualquier cosa que anheles salvo la inmortalidad y algún que otro imposible metafísico. Si hace veinte años Stringer Bell vendía la felicidad en forma de papelinas, ahora la vende en forma de conjuros mágicos. Viene a ser más o menos lo mismo. Al final todos los flipes se desvanecen. Nada perdura en la mente inquieta y antojadiza de los seres humanos. Y mucho menos el amor, ya digo, aunque a veces se resista químicamente, sublimándose de gas a sólido y produciendo relaciones que aguantan en pie la marea y la tormenta.

Es ineludible confesar aquí los tres deseos que yo le pediría a un genio de la botella. Como el amor no se puede pedir -porque tiene que ser voluntario y además yo ya lo tengo- pediría, por este orden, vivir sin trabajar, que mi amor viviera sin trabajar y que mi hijo viviera sin trabajar. Y por vivir -le explicaría bien al genio liberado- se sobreentiende vivir bien, quizá no como Julio Iglesias, pero vamos, con nuestra casita en la costa, y nuestra mesa de snooker, y nuestros viajes de placer. Una cosa desahogada, que se dice. 

Yo lo tengo muy claro: el tiempo es oro y la vida es corta. No me haría tanto el longuis como el personaje de Tilda Swinton, que al principio asegura tenerlo todo y no desear nada, y al final, cuando por fin se decide a pedir algo -la muy intelectual, la muy estirada- va y pide el polvo del siglo. Sumus omnibus hominibus.



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