La Mesías

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“La Mesías” habla de tantas cosas que es complicado concretar. Lo más llamativo, por supuesto, es la chotadura religiosa de la tal Mesías, conocida en su vida pecadora como Montserrat. Pero eso solo es la carnaza, el cebo para el espectador más impresionable. A mí no me inquieta su locura, ni me sorprende para nada, porque yo he convivido con gente real que se creería a pies juntillas a la Mesías, en todas sus iluminaciones y chorradas. De hecho todavía convivo con gente así en el entorno laboral... Esta gente me persigue desde que a los seis años me matricularon en los Maristas de León y comprendí, poco a poco, hasta qué punto puede camuflarse una esquizofrenia, una paranoia, una demencia muy severa, bajo el mantra de los evangelios y del sacrificio de un profeta palestino del siglo I.

(Hay muchos mesías en potencia por ahí y solo otra sinapsis defectuosa les separa de chascar los dedos como Montserrat, sintonizando Radio Yaveh en la FM).

Pero la serie, aunque a veces lo parezca, no va de sectas cristianas ni de visitas extraterrestres, sino de la infancia perdida de sus dos protagonistas: esos dos hermanos que Montserrat parió y arrastró por el mundo antes de ser poseída por el espíritu -y quién sabe si también por la carne- del mismísimo Jesucristo redivivo. Quizá la escena más bonita de toda la serie -la que explica el meollo de la cuestión- es esa en la que ambos hermanos, ya adultos, se montan por primera vez en una atracción de feria y disfrutan como niños primerizos. Como los niños que casi nunca les dejaron ser.

“La Mesías” es una serie imperfecta, con chorradas de bulto y ocurrencias maravillosas. Pero reconozco que me ha tocado. Será que yo, a mi modo, también tuve una edad perdida que luego no pude recuperar. O que recuperé a medias y a destiempo, gestionándola muy mal. En mi caso no me fue la infancia, sino la adolescencia, que de una manera más sutil también me robaron estos chalados del crucifijo. Ellos quisieron convertirnos en eunucos, en amargados, en muertos en vida. Y casi lo consiguieron. Su Puta Madre. 




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Rick and Morty. Temporada 3

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A mediados del siglo XXIII -a más tardar el siglo XXIV- ya se venderá la pistola de portales en las farmacias. Será un remedio tan cotidiano como las compresas o como los sprays para la nariz. 

Primero habrá que descubrir los agujeros de gusano, claro, y luego aprender a atravesarlos sin disgregarnos. Para eso se están gastando millonadas en el CERN, digo yo, acelerando partículas hasta velocidades casi lumínicas. Algún científico loco hallará la manera de reconstruir nuestra información al otro lado del espejo: los genes y la memoria. Cuando ese pequeño detalle quede solucionado, habrá otro científico despeinado que logre generar los agujeros de gusano con una pistola, a gusto del consumidor, y entonces ya podremos viajar por todos los rincones del universo buscando el lugar más placentero que se nos ocurra. El balneario adecuado para nuestra dolencia concreta del espíritu. 

Nuestros tataranietos no necesitarán pastillas para evadirse de la realidad. Para olvidarla o amortiguarla. Los espectadores del futuro -aquellos que sobrevivan al cambio climático y a la muerte del romanticismo- se partirán el culo cuando vean las películas de nuestra época y descubran los frascos de Prozac o los divanes de los psiquiatras. Será como ver ahora a los cirujanos del Renacimiento que practicaban sangrías o aplicaban sanguijuelas. Nuestros descendientes, cuando se sientan superados por la vida, se comprarán una pistola como ésta que maneja el abuelo Rick y viajarán a dimensiones más agradables, y a rincones más apacibles. Siempre habrá un planeta que satisfaga nuestras necesidades físicas o existenciales. El universo entero será el remedio para nuestros males, y regresaremos de esos viajes terapeúticos como si volviéramos a nacer.

En un episodio de esta tercera temporada descubriremos que existe, incluso, un planeta donde nadie puede morir porque está protegido por una Cúpula de la Inmortalidad. Hasta que Rick y Morty pasan por allí, claro.






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El circo

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Viendo “El circo” he caído en la cuenta de que Charlot siempre se quedaba con la chica más guapa del ecosistema. Al menos al principio de la película, haciendo válido eso de que lo importante es hacerlas reír. Luego, por supuesto, aparecía un galán repeinado y con dinero que se la guindaba sin remedio: el tipo imbatible que al final pone los instintos en su sitio. Es ley de vida y Charlot solía aceptarlo con espíritu deportivo.

Lo incomprensible es lo del principio: que el vagabundo -suponemos que poco aseado y sin un solo centavo para invitar a la cena o a las copas- se quede con la damisela por muy simpático que sea, y por muchas cucamonas que le haga. Pero da igual: nos lo creemos, porque Chaplin lograba eso tan difícil que es la suspensión de la incredulidad. Los espectadores que vemos sus películas cien años después -¡cien años!- seguimos cayendo en sus trampas de ilusionista.

Charles Chaplin era un ególatra pagado de sí mismo. Leer su autobiografía es como leer la autobiografía del hijo de Jesucristo. Pero hay que reconocer que sabía de la vida. Podía jugar con los espectadores pero no se engañaba a sí mismo. Hay un poso de verdad misantrópica incluso en sus comedias más alocadas. Quizá por eso han pasado cien años como si hubieran pasado cien minutos. Su mensaje no ha caducado aunque naciera mudo y en blanco y negro. 

Supongo que su infancia en Londres le desengañó muy pronto de los cuentos de hadas y las tonterías de los románticos. Chaplin, que conoció la vida en crudo, se hizo socialista para remediarla y erotómano para disfrutarla. Me parece de puta madre, claro. Son las dos aspiraciones más altas en la vida. Él, además, gracias a su suerte y a su talento, consiguió ser un socialista sin apreturas y un erotómano sin hambrunas. Un millonario rijoso. Quién pudiera. La vida padre.




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El asesino

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Mayra: Por veinticinco pesetas, díganme títulos de películas de David Fincher que sean obras maestras. Según la opinión de Augusto Faroni, claro, que es quien nos imagina en su tontuna. Por ejemplo: “El club de la lucha”. Un, dos, tres, responda otra vez...

Maromo: El club de la lucha.

Maroma: Zodiac.

Maromo: La red social.

Maroma: Seven.

Maromo (ya tirando de memoria): El curioso caso de Benjamin Button.

Maroma (dudando): ¿El asesino...?

¡Diling-diloong-moc-moc! (variopinto ruido de cencerros)

Una de las Tacañonas (la más tonta de las hermanas Hurtado, por ejemplo): Es muy buena, “El asesino”. ¿Pero obra maestra?: ¡Un desatino!

(Carcajadas forzadas en el público)

Mayra (fingiendo desconsuelo): En efecto, “El asesino” es cojonuda, pero según este cinéfilo que nos imagina, la peli no llega a tanto. Él opina que parece más bien un documental que una película. El National Geographic de cómo un asesino profesional -experto en lo suyo, pero también falible, como todo ser humano- ejecuta una venganza sangrienta no por dinero, ni por amor, sino para que le dejen en paz en su casoplón. Un sobresaliente en lo técnico, pero quizá solo un notable en lo empático. En fin, una pena, porque ibais embalados... Jennifer, ¿balance de respuestas?

Jennifer (azafata buenorra con gafas de intelectual sin cristales, piernas cruzadas, sonrisa inmaculada): Pues han sido 5 respuestas, a 25 pesetas cada una... (pequeña pausa para el cálculo) ¡125 pesetas!. Lo que al cambio vienen a ser 75 céntimos de euro, que no da ni para el azucarillo del café. 

Público asistente (en lamento sugerido por el regidor): Oooohhh...





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La reina Margot

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Yo pensaba, hasta hoy, que había dos actrices francesas llamadas Isabelle Adjani: una más madurita que es la gran dama de la escena y otra más joven, de currículum muy corto, que en 1994 interpretó a la reina Margarita de Valois: esa mujer que fue reina de Francia y de Navarra por casamiento con Enrique IV. 

Yo pensaba que eran dos actrices distintas porque esta Isabelle Adjani de “La reina Margot” apenas tiene veinte años -veinticinco como mucho- y está que se rompe de guapa, mientras que la otra Adjani de las enciclopedias ya cuenta con 68 años a día de hoy. Y si hago la resta, las cuentas no me salen. Porque 2023-1994 da como resultado 29, y 68-29 son 39, y ni de coña, tiene la Isabelle Adjani de “La reina Margot” 39 años. Que no, vamos. Y menos en una época sin CGIs ni píxeles retocados. Como mucho, velos ante la cámara, como los que le ponían a Sara Montiel cuando salía por la tele.

Por mucho que internet afirme que sólo existe una Isabelle Adjani, yo seguiré pensando que había otra que hizo cojonudamente de la reina Margot, y que tras su papel para la historia decidió retirarse del oficio y dio orden de borrar sus huellas en los registros.

Curiosamente, las enciclopedias también hablan de una única Margarita de Valois cuando al parecer existieron dos muy diferentes: la real y la construida por el mito. Dicen que fue Alejandro Dumas el que pervirtió al personaje convirtiéndolo, precisamente, en una mujer perversa, que se acostaba desde zagala con cualquier mancebo apetecible de la corte de París, incluidos primos, hermanos y demás parentela de proximidad. Leo por ahí que las feministas están bastante cabreadas con don Alejandro por haber pintado así a la reina Margarita, que al parecer fue una mujer inteligente y capaz que supo capear una época muy sangrienta y demenciada. Y yo, la verdad, no veo donde está la incompatibilidad. Las feministas de la primera ola hubieran aplaudido que la reina Margot participara en los juegos sexuales de la corte como una más de la pandilla, alegre y sin prejuicios. Las feministas de la segunda ola ya parecen más monjas que otra cosa. 





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Una vida no tan simple

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Cada mujer que he tenido en la vida ha sido un regalo del destino. Incluso aquella que como Gregorio Samsa se despertó una mañana convertida en alimaña... Una víbora, en su caso. Como nunca esperé nada de las mujeres -porque uno, la verdad, es muy poquita cosa- todo me pareció ofrecido por añadidura. Tener una mujer como ésta que tiene Miki Esparbé en la película y traicionarla con un espasmo pitopaúsico me parece un comportamiento muy poco considerado.

Lo mismo me pasa con las nóminas que llegan a fin de mes: me parecen una dádiva de los dioses, casi una sopa boba, yo que trabajo en algo que podría desempeñar cualquier persona que no coja bajas por naderías. Mi madre, sin ir más lejos, gobernaría mejor estas aulas con cuatro voces bien dadas y una zapatilla de fieltro en la mano. Tengo un título que solo sirve para limpiarse el culo en caso de extrema necesidad. Quizá lo use en la próxima pandemia, cuando los yayos vuelvan a arramblar con el papel higiénico en el súper.

Quiero decir que como nunca tuve ego nunca conocí su desgaste. O quizá mi ego consiste en decir que no lo tengo. Todo es táctica y camuflaje... Yo pasé por la crisis de los 40 como si tal cosa. Igual me daban los 35 que los 40. Y que ahora los 51. Es todo igual. Lo único las canas, que ya me nievan por las patillas y me dan un aire de don nadie distinguido. Y los triglicéridos, su puta madre, que se reproducen como conejitos bioquímicos.

Yo entiendo a Miki Esparbé -su frustración y su hartura- pero le entiendo con la razón, no con las tripas. Porque vivimos en dos esferas distintas de la realidad. Yo nunca tuve aspiraciones laborales, así que nunca sufrí la decepción de no alcanzarlas. Y con el sexo igual: para practicar el adulterio con una pelirroja como Ana Polvorosa hay que creerse a su altura: estar muy bueno o manejar una labia implacable. Y mientras que Esparbé se siente capaz de enredarla, yo en mi caso, si la Polvorosa se hubiera cruzado por mi vida, me hubiera escondido debajo una piedra. 

Quiero decir que todas las crisis -salvo las sanitarias- son crisis aspiracionales. De gente que midió mal sus fuerzas o que no se conforma con lo mucho que ya tiene. Yo, que apenas he recibido un mísero talento de Yahvé, solo he aspirado a que no se estropee el codificador de Movistar +.




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Nada

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“Nada” es una serie cojonuda. Mariano Cohn y Gastón Duprat nunca defraudan. O casi nunca. Escriben como nadie y destilan una mala uva muy selecta. Nada que objetar al papelazo de Luis Brandoni y a los secundarios que eso, que lo secundan. Alguno principalísimo como Robert de Niro. 

Pero la mejor serie sobre la nada sigue siendo “Seinfeld”, que es la mejor comedia de todos los tiempos. Tan absurda, tan genial, tan... malvada. Ya escribí una vez que sales de ver “Seinfeld” siendo peor persona, y eso, de algún modo, te llena de bienestar. Porque Jerry Seinfeld y sus amigos son eso: la nada, la inmadurez, el mariposeo, el caminar en círculos. Nada medio sensato brota de sus meninges, ni siquiera por azar -el fifty fifty de las decisiones- y verles es como estar asomado a la ventana, o tomando un café en el bar, o asistiendo boquiabierto a un claustro de profesores. O mirándote en el espejo.

La gente es “ansí”: la nada, el egoísmo, la vaciedad, el tocacojonismo sin fruto. La cortedad de miras. Al menos en este estrato de la sociedad, donde nada importante se decide y todo es limpiar o servir, o acarrear, o comparecer. Nada se inventa o se descubre por aquí. Todos somos prescindibles e intercambiables. Es eso: la nada.

“Nada”, sin embargo, la comedia de estos dos argentinos admirables, es una serie humanista, casi roussoniana: la del típico abuelo cascarrabias que en el fondo tiene un corazón de mazapán. Y que además es un crítico gastronómico de prestigio: un tipo importante en la sociedad bonaerense. El personaje de Brandoni no es un don nadie, y por ahí la serie ya desmiente su titular. “Nada”, al contrario que "Seinfeld", quiere dejar un mensaje en el espectador, una sonrisa, un buen rollo. Una esperanza de cambio en las personas. "No eres tú, pibe, sino la gente que te rodea". Si te dan amor y cariño puedes transformarte de crítico gruñón -¿la encarnación porteña del Anton Ego de “Ratatouille”?- en un abuelete conmovedor que se replantea su devenir. Pues bueno... Será que estamos en Disney +.





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Risky Business

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La magia del cine -una de ellas- es que te arranca simpatías por gente que en la vida real desearías que se estrellara. Que fracasara. Que ni siquiera existiese. Gente que ojalá lo perdiera todo, o casi todo, para saber cómo nos apañamos mes a mes los espectadores de la clase proletaria. 

Un ejemplo de esta incongruencia es el chaval al que interpreta Tom Cruise en “Risky Business”: un niño de papá a los mandos de un Porsche de 40.000 dólares de la época. Un gilipollas, un imbécil, un futuro explotador de sus asalariados. Un defraudador de Hacienda en ciernes. Un jeta. El próximo emprendedor con yate en el puerto y una esposa rubia cornamentada. Un hijo de la Escuela de Chicago que de momento hace méritos en el instituto Chupiguay, y que luego, en Princeton, accederá al saber milenario de cómo amasar dólares robándoselos a los demás. Dentro de la ley, o fuera, o con un pie dentro y otro fuera. Da igual. La libre empresa y todo eso. 

Y sin embargo, cuando se cruza en su vida esa prostituta de aviesas intenciones, te pones, no sé cómo, de parte del muchacho. Son las neuronas espejo, ay, que trabajan a destajo y siempre con mucha eficiencia, a poco que tengas el corazón hecho de carne y no de pedernal. Te pasas toda la película angustiado, deseando que todo sea como al principio de su aventura. Que sus padres, al regresar del viaje, no le pillen con la bragueta bajada, y con la casa expoliada, y con el Porsche en el taller. Y con la carrera arruinada. No debo de ser yo muy bolchevique si sufro por Tom y no por Rebecca, que solo es una buscavidas de quitar el hipo con su belleza. 

Supongo que es la solidaridad masculina: la certeza interclasista de que las pajas son un triste pero seguro consuelo pero seguro consuelo. Hay que estar muy seguro del pan para dejar las tortas. También se puede ir de putas, como hacen Tom y sus amigos en la pelicula, pero el siglo XXI nos ha enseñado que la moral sexual de 1983 ya está caduca y queda muy fea. Somos hombres modernos que conservamos el instinto de pecar, pero ya no la decisión del pecamiento. La represión de la cultura. Lo explicaba mi abuelo Sigmund de Viena.



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