Mad Men. Temporada 2

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Creo que recordar que “Mad Men” se diluía a partir de la tercera o cuarta temporada, justo cuando el capitán se iba a comer y los marineros tomaban el barco. Es decir, cuando Don Draper cedia protagonismo a las historias -historietas- de todo quisqui que pululaba por las oficinas de "Sterling & Cooper". 

“¿Cómo estiramos el chicle de la serie?”, se preguntaron entonces los guionistas. Pues una de dos: o le buscamos nuevas amantes a Don Draper -y ya no tendría horas del día para complacerlas a todas- o le damos voz a las secretarias y a los subalternos que hasta entonces, la verdad, nos importaban más bien poco. Eran interesantes cuando aportaban la pincelada, el detalle, la mirada diferente. El caleidoscopio, que se dice. Pero sus rollos personales nos desviaban la atención y nos colmaban la impaciencia. Solo cuando Don Draper reaparecía en escena y retomábamos el Cuaderno de Tácticas Seductoras para tomar nota de su modus operandi, parábamos el avance rápido del DVD y regresábamos a las viejas esencias de la serie. 

Sucedía, además, si la memoria no me falla, que January Jones (esa mujer que sólo un CGI inconcebible puede recrear, porque a mí que no me jodan, pero esta mujer es de mentira) quedaba descolgada por completo de la trama troncal y empezaba a engordar, y a desbarrar, y se volvía tan arpía como incoherente. La serie, por entonces, ya se dedicaba más al estilismo que a otra cosa -los vestidos, las joyas, la decoración de interiores- y aquellos diálogos cargados de primeras y segundas intenciones quedaban en segundo plano, casi como excusa para lucir el vestido de noche o la americana de ejecutivo.

Digo todo esto porque la segunda temporada de “Mad Men” todavía es una obra maestra de la tele. A la altura de cualquier serie mítica que se nos ocurra. En gran parte por lo que dicen los personajes, pero también por lo mucho que callan. Por ese acontecer sin prisas, sin acelerones, sin sorpresas de culebrón. Por ese estilazo en los machirulos y por esa contención en las mujeres. Por esa sofisticación tan sofisticada que ni siquiera la reconoces como tal. 




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Cites. Temporada 2

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“Cites” es una comedia romántica, no un pedazo de realidad. No pretende que el espectador se vea reflejado en sus personajes ideales. Ni siquiera los usuarios de las apps del ligoteo, que quizá buscaban aquí inspiraciones o soluciones. Aquí los tíos son todos muy guapos, o muy simpáticos, o las dos cosas a la vez, mientras que ellas están jamonísimas y además son agradables y comprensivas. 

En la primera temporada aún existía alguna concesión a la gordura, a la calvicie, al mal carácter de algún personaje. A la vida real. Pero en la segunda temporada, salvo un tronado y un viejo cascarrabias, ya todo es apostura y buen rollo. Han depurado los especímenes hasta dar con la raza destilada de hombres y  mujeres. En esa Barcelona ideal de “Cites” no existen los cavernícolas ni las trastornadas. La lorza está proscrita; la barba desarreglada también. Hasta los cincuentones y las cincuentonas parecen sacados de un anuncio web de Ourtime. Porque además hay mucho estilo, o mucho dinero, entre los comparecientes. Los burgueses se citan en restaurantes muy caros y luego follan en apartamentos de lujo con vistas al mar, mientras que los perroflautas, aunque no tienen un duro, viven en buhardillas muy molonas decoradas con gusto exquisito.

A mí lo que más me cruje es que nadie se enfada con nadie. Enfadarse de verdad, quiero decir. Como mucho, una rabieta temporal: un vete a tomar por el culo coloquial que en cualquier momento puede volverse un ven a tomar por el culo literal. Y eso que a veces las putadas son enormes, y las traiciones imperdonables. Mi amigo -que veía la serie en paralelo- dice que es porque son todos catalanes, y que aquello es más Europa que España, más civilización que meseta garbancera. Yo le doy un cuarto de razón, pero no más. Yo creo que al ser todos muy follables se lo perdonan todo y ya está: es la magia de la belleza. A un guapo le condonamos lo que a otro jamás le transigiríamos. Es el instinto, que es muy poderoso. Siempre existe una probabilidad matemática -por ínfima que sea- de acostarse con ese bellezón que interactúa con nosotros. Y en “Cites”, desde luego, los cálculos algebraicos son mucho más halagüeños. 





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La Mesías

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“La Mesías” habla de tantas cosas que es complicado concretar. Lo más llamativo, por supuesto, es la chotadura religiosa de la tal Mesías, conocida en su vida pecadora como Montserrat. Pero eso solo es la carnaza, el cebo para el espectador más impresionable. A mí no me inquieta su locura, ni me sorprende para nada, porque yo he convivido con gente real que se creería a pies juntillas a la Mesías, en todas sus iluminaciones y chorradas. De hecho todavía convivo con gente así en el entorno laboral... Esta gente me persigue desde que a los seis años me matricularon en los Maristas de León y comprendí, poco a poco, hasta qué punto puede camuflarse una esquizofrenia, una paranoia, una demencia muy severa, bajo el mantra de los evangelios y del sacrificio de un profeta palestino del siglo I.

(Hay muchos mesías en potencia por ahí y solo otra sinapsis defectuosa les separa de chascar los dedos como Montserrat, sintonizando Radio Yaveh en la FM).

Pero la serie, aunque a veces lo parezca, no va de sectas cristianas ni de visitas extraterrestres, sino de la infancia perdida de sus dos protagonistas: esos dos hermanos que Montserrat parió y arrastró por el mundo antes de ser poseída por el espíritu -y quién sabe si también por la carne- del mismísimo Jesucristo redivivo. Quizá la escena más bonita de toda la serie -la que explica el meollo de la cuestión- es esa en la que ambos hermanos, ya adultos, se montan por primera vez en una atracción de feria y disfrutan como niños primerizos. Como los niños que casi nunca les dejaron ser.

“La Mesías” es una serie imperfecta, con chorradas de bulto y ocurrencias maravillosas. Pero reconozco que me ha tocado. Será que yo, a mi modo, también tuve una edad perdida que luego no pude recuperar. O que recuperé a medias y a destiempo, gestionándola muy mal. En mi caso no me fue la infancia, sino la adolescencia, que de una manera más sutil también me robaron estos chalados del crucifijo. Ellos quisieron convertirnos en eunucos, en amargados, en muertos en vida. Y casi lo consiguieron. Su Puta Madre. 




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Rick and Morty. Temporada 3

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A mediados del siglo XXIII -a más tardar el siglo XXIV- ya se venderá la pistola de portales en las farmacias. Será un remedio tan cotidiano como las compresas o como los sprays para la nariz. 

Primero habrá que descubrir los agujeros de gusano, claro, y luego aprender a atravesarlos sin disgregarnos. Para eso se están gastando millonadas en el CERN, digo yo, acelerando partículas hasta velocidades casi lumínicas. Algún científico loco hallará la manera de reconstruir nuestra información al otro lado del espejo: los genes y la memoria. Cuando ese pequeño detalle quede solucionado, habrá otro científico despeinado que logre generar los agujeros de gusano con una pistola, a gusto del consumidor, y entonces ya podremos viajar por todos los rincones del universo buscando el lugar más placentero que se nos ocurra. El balneario adecuado para nuestra dolencia concreta del espíritu. 

Nuestros tataranietos no necesitarán pastillas para evadirse de la realidad. Para olvidarla o amortiguarla. Los espectadores del futuro -aquellos que sobrevivan al cambio climático y a la muerte del romanticismo- se partirán el culo cuando vean las películas de nuestra época y descubran los frascos de Prozac o los divanes de los psiquiatras. Será como ver ahora a los cirujanos del Renacimiento que practicaban sangrías o aplicaban sanguijuelas. Nuestros descendientes, cuando se sientan superados por la vida, se comprarán una pistola como ésta que maneja el abuelo Rick y viajarán a dimensiones más agradables, y a rincones más apacibles. Siempre habrá un planeta que satisfaga nuestras necesidades físicas o existenciales. El universo entero será el remedio para nuestros males, y regresaremos de esos viajes terapeúticos como si volviéramos a nacer.

En un episodio de esta tercera temporada descubriremos que existe, incluso, un planeta donde nadie puede morir porque está protegido por una Cúpula de la Inmortalidad. Hasta que Rick y Morty pasan por allí, claro.






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El circo

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Viendo “El circo” he caído en la cuenta de que Charlot siempre se quedaba con la chica más guapa del ecosistema. Al menos al principio de la película, haciendo válido eso de que lo importante es hacerlas reír. Luego, por supuesto, aparecía un galán repeinado y con dinero que se la guindaba sin remedio: el tipo imbatible que al final pone los instintos en su sitio. Es ley de vida y Charlot solía aceptarlo con espíritu deportivo.

Lo incomprensible es lo del principio: que el vagabundo -suponemos que poco aseado y sin un solo centavo para invitar a la cena o a las copas- se quede con la damisela por muy simpático que sea, y por muchas cucamonas que le haga. Pero da igual: nos lo creemos, porque Chaplin lograba eso tan difícil que es la suspensión de la incredulidad. Los espectadores que vemos sus películas cien años después -¡cien años!- seguimos cayendo en sus trampas de ilusionista.

Charles Chaplin era un ególatra pagado de sí mismo. Leer su autobiografía es como leer la autobiografía del hijo de Jesucristo. Pero hay que reconocer que sabía de la vida. Podía jugar con los espectadores pero no se engañaba a sí mismo. Hay un poso de verdad misantrópica incluso en sus comedias más alocadas. Quizá por eso han pasado cien años como si hubieran pasado cien minutos. Su mensaje no ha caducado aunque naciera mudo y en blanco y negro. 

Supongo que su infancia en Londres le desengañó muy pronto de los cuentos de hadas y las tonterías de los románticos. Chaplin, que conoció la vida en crudo, se hizo socialista para remediarla y erotómano para disfrutarla. Me parece de puta madre, claro. Son las dos aspiraciones más altas en la vida. Él, además, gracias a su suerte y a su talento, consiguió ser un socialista sin apreturas y un erotómano sin hambrunas. Un millonario rijoso. Quién pudiera. La vida padre.




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El asesino

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Mayra: Por veinticinco pesetas, díganme títulos de películas de David Fincher que sean obras maestras. Según la opinión de Augusto Faroni, claro, que es quien nos imagina en su tontuna. Por ejemplo: “El club de la lucha”. Un, dos, tres, responda otra vez...

Maromo: El club de la lucha.

Maroma: Zodiac.

Maromo: La red social.

Maroma: Seven.

Maromo (ya tirando de memoria): El curioso caso de Benjamin Button.

Maroma (dudando): ¿El asesino...?

¡Diling-diloong-moc-moc! (variopinto ruido de cencerros)

Una de las Tacañonas (la más tonta de las hermanas Hurtado, por ejemplo): Es muy buena, “El asesino”. ¿Pero obra maestra?: ¡Un desatino!

(Carcajadas forzadas en el público)

Mayra (fingiendo desconsuelo): En efecto, “El asesino” es cojonuda, pero según este cinéfilo que nos imagina, la peli no llega a tanto. Él opina que parece más bien un documental que una película. El National Geographic de cómo un asesino profesional -experto en lo suyo, pero también falible, como todo ser humano- ejecuta una venganza sangrienta no por dinero, ni por amor, sino para que le dejen en paz en su casoplón. Un sobresaliente en lo técnico, pero quizá solo un notable en lo empático. En fin, una pena, porque ibais embalados... Jennifer, ¿balance de respuestas?

Jennifer (azafata buenorra con gafas de intelectual sin cristales, piernas cruzadas, sonrisa inmaculada): Pues han sido 5 respuestas, a 25 pesetas cada una... (pequeña pausa para el cálculo) ¡125 pesetas!. Lo que al cambio vienen a ser 75 céntimos de euro, que no da ni para el azucarillo del café. 

Público asistente (en lamento sugerido por el regidor): Oooohhh...





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La reina Margot

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Yo pensaba, hasta hoy, que había dos actrices francesas llamadas Isabelle Adjani: una más madurita que es la gran dama de la escena y otra más joven, de currículum muy corto, que en 1994 interpretó a la reina Margarita de Valois: esa mujer que fue reina de Francia y de Navarra por casamiento con Enrique IV. 

Yo pensaba que eran dos actrices distintas porque esta Isabelle Adjani de “La reina Margot” apenas tiene veinte años -veinticinco como mucho- y está que se rompe de guapa, mientras que la otra Adjani de las enciclopedias ya cuenta con 68 años a día de hoy. Y si hago la resta, las cuentas no me salen. Porque 2023-1994 da como resultado 29, y 68-29 son 39, y ni de coña, tiene la Isabelle Adjani de “La reina Margot” 39 años. Que no, vamos. Y menos en una época sin CGIs ni píxeles retocados. Como mucho, velos ante la cámara, como los que le ponían a Sara Montiel cuando salía por la tele.

Por mucho que internet afirme que sólo existe una Isabelle Adjani, yo seguiré pensando que había otra que hizo cojonudamente de la reina Margot, y que tras su papel para la historia decidió retirarse del oficio y dio orden de borrar sus huellas en los registros.

Curiosamente, las enciclopedias también hablan de una única Margarita de Valois cuando al parecer existieron dos muy diferentes: la real y la construida por el mito. Dicen que fue Alejandro Dumas el que pervirtió al personaje convirtiéndolo, precisamente, en una mujer perversa, que se acostaba desde zagala con cualquier mancebo apetecible de la corte de París, incluidos primos, hermanos y demás parentela de proximidad. Leo por ahí que las feministas están bastante cabreadas con don Alejandro por haber pintado así a la reina Margarita, que al parecer fue una mujer inteligente y capaz que supo capear una época muy sangrienta y demenciada. Y yo, la verdad, no veo donde está la incompatibilidad. Las feministas de la primera ola hubieran aplaudido que la reina Margot participara en los juegos sexuales de la corte como una más de la pandilla, alegre y sin prejuicios. Las feministas de la segunda ola ya parecen más monjas que otra cosa. 





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Una vida no tan simple

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Cada mujer que he tenido en la vida ha sido un regalo del destino. Incluso aquella que como Gregorio Samsa se despertó una mañana convertida en alimaña... Una víbora, en su caso. Como nunca esperé nada de las mujeres -porque uno, la verdad, es muy poquita cosa- todo me pareció ofrecido por añadidura. Tener una mujer como ésta que tiene Miki Esparbé en la película y traicionarla con un espasmo pitopaúsico me parece un comportamiento muy poco considerado.

Lo mismo me pasa con las nóminas que llegan a fin de mes: me parecen una dádiva de los dioses, casi una sopa boba, yo que trabajo en algo que podría desempeñar cualquier persona que no coja bajas por naderías. Mi madre, sin ir más lejos, gobernaría mejor estas aulas con cuatro voces bien dadas y una zapatilla de fieltro en la mano. Tengo un título que solo sirve para limpiarse el culo en caso de extrema necesidad. Quizá lo use en la próxima pandemia, cuando los yayos vuelvan a arramblar con el papel higiénico en el súper.

Quiero decir que como nunca tuve ego nunca conocí su desgaste. O quizá mi ego consiste en decir que no lo tengo. Todo es táctica y camuflaje... Yo pasé por la crisis de los 40 como si tal cosa. Igual me daban los 35 que los 40. Y que ahora los 51. Es todo igual. Lo único las canas, que ya me nievan por las patillas y me dan un aire de don nadie distinguido. Y los triglicéridos, su puta madre, que se reproducen como conejitos bioquímicos.

Yo entiendo a Miki Esparbé -su frustración y su hartura- pero le entiendo con la razón, no con las tripas. Porque vivimos en dos esferas distintas de la realidad. Yo nunca tuve aspiraciones laborales, así que nunca sufrí la decepción de no alcanzarlas. Y con el sexo igual: para practicar el adulterio con una pelirroja como Ana Polvorosa hay que creerse a su altura: estar muy bueno o manejar una labia implacable. Y mientras que Esparbé se siente capaz de enredarla, yo en mi caso, si la Polvorosa se hubiera cruzado por mi vida, me hubiera escondido debajo una piedra. 

Quiero decir que todas las crisis -salvo las sanitarias- son crisis aspiracionales. De gente que midió mal sus fuerzas o que no se conforma con lo mucho que ya tiene. Yo, que apenas he recibido un mísero talento de Yahvé, solo he aspirado a que no se estropee el codificador de Movistar +.




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