La impaciencia del corazón

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En lugar de enseñar tantas tonterías en el colegio -el análisis sintáctico de las oraciones, o los afluentes por la derecha del río Tajo- habría que introducir una asignatura que se llamara “Aprender a decir no”. Porque eso sí que es útil para la vida. También lo sería una asignatura que enseñara a los chavales los rudimentos de la economía, pero no una como quieren los empresarios y los emprendedores, que trataría básicamente de cómo ganar dinero engañando a los demás, sino justamente la contraria: una sabiduría básica que desvelara las trampas perversas del capitalismo, sus mecanismos y su germanía.

En esa otra asignatura que yo proponía –y que podríamos llamar, más académicamente, “Asertividad”- la muchachada aprendería a tener opiniones resueltas y a no dejarse mangonear por sentimientos inducidos. La RAE define asertividad como la habilidad que permite a las personas expresar de la manera adecuada, sin hostilidad ni agresividad, sus emociones frente a otra persona. O sea: un sí es sí, o un no es no, según la circunstancia. Y aunque es cierto que la asertividad depende en gran parte del carácter, y que a quien Dios se la dio San Pedro se la bendice, no estaría de más, para los tímidos sin remedio, para los que hemos jodido nuestra vida a base de callar lo que pensábamos y luego soltarlo en una erupción verbal, no estaría de más, digo, aprender algunos trucos que también enseñan en las clases de retórica: el control del plexo solar, la mirada fijada en un punto, el uso de muletillas verbales que nos guíen por el recto sendero de nuestra verdad.

Al teniente Anton, en la pelicula, también le hubiera venido de puta madre ser asertivo en sus relaciones con Edith, la hija del barón. Decirle que bueno, que sí, que es una mujer muy guapa, pero que su parálisis en las piernas la convierte en un partido improcedente para alguien que tiene que presumir de hombría ante los soldados de su tropa. Pero claro: si se lo hubiera dicho en la primera escenanos habríamos quedado sin melodrama. Y sin los minutos de metraje de Clara Rosager, que si el teniente Anton no la quería, pues mira, pa’ mí. 




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Tapie

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Me puse a ver “Tapie” porque había leído en algún sitio que Bernard Tapie, el susodicho, fue un empresario de izquierdas muy rara avis. Casi un Robespierre enfrentado a los liberales tradicionales del facherío. Un empresario “bondadoso”, de rostro humano, cuando yo le tenía en el recuerdo por un defraudador más bien afiliado al laissez faire. 

Me acordé, al leer sobre “Tapie”, de una reflexión que hacía Pepe Carvalho en “Los mares del sur”, cuando decía que los empresarios con remordimientos de conciencia estaban a punto de extinguirse. En la novela corría el año 1979 y don Pepe tenía más razón que un santo: diez años después cayó el Muro de Berlín y los empresarios, ya sin miedo a ninguna revolución socialista que les colgara de un gancho, perdieron el miedo a explotarnos y la vergüenza de confesarlo. 

También quería ver la serie porque Bernard Tapie fue el presidente el Olympique de Marsella en sus tiempos gloriosos. El único club francés ganador de la Copa de Europa, con gol de Boli, de cabeza, contra el Milán de Berlusconi, en el año 93, en el Olímpico de Múnich, como si los ángeles del empresario bueno derrotaran a los ejércitos rossoneros del empresario malvado. (Curiosamente, el mismo año que el Olympique reinó en Europa fue descendido a la segunda división francesa por amañar un partido contra el Valenciennes. Fue un escándalo de la hostia que todavía se recuerda en las tertulias de la futbolería). 

En fin, que me picaba la curiosidad, y también un poco el perineo, la verdad, porque tenían que ser muy guapas las mujeres que rodearan a Bernard Tapie atraídas por su belleza interior. Pero después de 150 minutos de serie (dos capítulos y medio de siete totales) aquí ni había Robin Hood empresarial ni equipo de fútbol en lontananza. Y una única mujer de ensueño, que además, en los títulos de crédito, ya avisan que es un personaje ficticio, creado para el drama. Un puro aburrimiento, vamos. Otro chicle Netflix de eterno masticar. 

El Tapie de los comienzos no es más que un robaperas, un jeta, un listillo. Una absoluta decepción. Otro emprendedor neoliberal. Otro peligro social. Para nada un personaje recomendable, ni en la realidad que lo encarceló ni en la ficción que nos aburre.



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La voz de Charlie Chaplin

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El título original es “The real Charlie Chaplin”. El verdadero Charlie Chaplin... Una quimera, encontrar tal cosa. Casi tanto como aquella quimera del oro. 

Pero no hablo solo  de Chaplin, ojo, sino de cualquiera de nosotros. “The real Álvaro”, imaginemos. ¿Quién coño lo sabe? Casi no lo sé ni yo, así que fíjate, como para que elucubren después mis biógrafos y mis biógrafas (sobre todo ellas). ¿Era Álvaro un buen tipo, un mal hombre, un ser codicioso escondido tras su pinta de abandono? Ni leyendo estas entradas se enterarían los pobres, porque en ellas soy yo, pero también Augusto Faroni, el escritor con ínfulas, y también Max, mi antropoide interior, que es un cerdo de cuidado que desmiente mis pintas de jesuita.

Al final del documental se llega a la conclusión -oh, sorpresa- de que nadie conoció al verdadero Charles Chaplin. Quizá solo Oona, su última mujer, que permaneció muda para los restos. Ella llevaba un diario de su vida en común que fue quemando en sus últimos años; y en el humo, y en las cenizas, se fue parte del misterio. Los propios hijos de Chaplin -y son unos cuantos, casi una decena- dicen no haber conocido nunca a su padre. Con ellos solo había silencios o payasadas: ninguna conversación de las que desnudan el alma o al menos dejan verla un poquitín: la pantorrilla, o el inicio del escote.

Lo mismo dicen quienes le trataron de cerca, vamos a llamarles amigos, o conocidos de primera categoría: que Chaplin era un tipo con el que te partías la caja, siempre simpático, ocurrente, un clown de campeonato que se ligaba a las señoritas más guapas de la fiesta. Pero luego, en verdad, un hombre que no soltaba prenda -ni siquiera en su autobiografía, tan pedante como aburrida- y que cuando no estaba de cachondeo se volvía mohíno, o esquivo, o callado, siempre temeroso de que le descubrieran o de que le hicieran daño.

Porque nadie deja de ser el niño que fue, y Chaplin siempre fue el niño pobre de Londres; el hijo de la madre loca y del padre borracho; el huérfano sin estudios que salió adelante haciendo el payaso como nadie. El cómico que como Scarlett O'Hara juró no volver a pasar hambre jamás.




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Volar en círculos, de John le Carré

 

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Al final nada: un charlar en círculos. Como las palomas del título original. En la revista de cine pusieron adjetivos muy bonitos a este documental sobre John le Carré, pero luego, en el fondo, no es más que una conversación casi del programa “Epílogo”. Me la metieron doblada.

Yo, además, in illo tempore, había leído alguna de sus novelas -muy confundidas en la memoria con algunas de Graham Greene -, así que me lancé a la aventura de descargar el documental en el eMule. Bastante tengo ya con los jayeres que me cuesta Movistar + como para encima abonarme al Apple TV + de las manzanas y las narices.

De John le Carré, que trabajó como espía para el MI 6 y luego hizo literatura con sus experiencias, uno esperaba confesiones más reveladoras. Más de irte a la cama con una nueva sabiduría sobre la Guerra Fría y las maldades de los agentes secretos. Como ya está tan mayor en la entrevista, como con un pie dentro de la vida y otro fuera, me dio por pensar que total, para lo que le quedaba en el convento, quizá Le Carré iba a romper algún sello ultrasecreto o a contar cosas indebidas sobre Fulano o sobre Menganovsky, y que luego, ya en la tumba, fueran a buscarle para detenerle por traidor a la patria. 

Pero no: Le Carré se toma muy en serio su exoficio, hasta la última gota de sangre si fuera menester. Él es un tipo convencido de su misión en el mundo: un anticomunista cerval y un prohombre de la libertad, aunque luego, en alguna de sus novelas, se meta con las grandes corporaciones capitalistas solo para despistar un poco al personal. 

Tres cuartas partes de la entrevista giran en torno a la relación que John le Carré -nacido como David Cornwell- mantuvo con su padre, un estafador de altos vuelos que estuvo varias veces en la cárcel. O sea, un rollo macabeo. "Soy rebelde porque el mundo me hizo así" y tal. "Soy espía porque de niño me acostumbré al engaño y a la traición”. Un intento de convertir un carácter o una necesidad heredada en los genes en un culebrón nicaragüense, con mucho psicoanálisis de garrafón. 





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Bajo terapia

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Lo mismo en la realidad que en la ficción, cualquier pareja que acude a una terapia de ídem sabemos que está condenada. Les vemos entrar en la consulta con cara de cabreados o de compungidos y nos decimos: “¡Pobrecitos!. Qué poco les queda ya...”.

Hay parejas que se deshacen en la propia consulta y otras que cogen oxígeno para seguir chapoteando unos cuantos meses más antes de ahogarse. El amor no funciona con remiendos ni con componendas. Con trucos psicológicos. Las palomas de Skinner no tienen nada que ver con las mariposas en el estómago. No hay pegamento que una los huevos rotos. Cualquier pequeño terremoto volverá a separar lo que el hombre (y la mujer) desunió. 

La única solución sería dejar de llamar amor a lo que ya no lo es: conformarse, quizá, con un sentimiento menos elevado, más práctico, algo de andar por casa. No hay que amarse como Romeo y Julieta para ir tirando por la vida en compañía. Pero las parejas que van a las consultas quieren recobrar la llama, el entusiasmo, la juventud... La potencia sexual, la rosa diaria, el aliento mentolado, la tersura de la piel.

Pero eso, ay, es una película de ciencia ficción. 

En la vida real sucede tres cuartos de lo mismo, pero los psicólogos, obviamente, no te lo van confesar. De algo tienen que vivir. Ellos venden terapias de pareja como otros venden crecepelos o ideas para emprendedores. Es todo mentira. Ya dijo Woody Allen en “Recuerdos” que el secreto de una buena relación reside en la suerte. La chiripa de coincidir y luego ir desgastándose muy poco a poco. Todo lo que es forzado, trabajoso, impostado, no funciona. Además, qué coño: tampoco pasa nada porque el amor se extinga. Siempre habrá otro que venga a devolver la ilusión. Transitoria, sí, pero ilusión. Y por tanto, mágica.

De “Bajo terapia” no se puede contar gran cosa porque tiene un final sorpresa. Muy del agrado del mainstream feminista. Yo estuve una vez en una terapia de pareja y no tuvo nada que ver con este experimento de la película. Lo cuento en mi autobiografía. Es un capítulo muy chulo, la verdad. Ahora me río, pero entonces jo...







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Passages

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Viendo a este picaflor de la película me acordaba mucho de Elmer, el entrañable cazador de los Looney Tunes (si es que algún cazador puede ser entrañable), porque siempre que Elmer dividía su atención entre Bugs Bunny y el Pato Lucas al final no cazaba a ninguno de los dos. Perdónenme el chiste fácil -y los que han visto la película lo entenderán- pero o es temporada de patos o es temporada de conejos, y no se puede disparar a dos blancos a la vez. Solo si aplicamos la mecánica cuántica de las balas, que lleva su propia ciencia inmune al raciocinio.

Quiero decir que no se puede vivir en dos camas a la vez con ínfulas de enamorado. Si solo estás al polvo, a la jodienda, al divertimento jovial del sexo, pues mira, sí. Que viva el jolgorio y perdure la juventud. El poliamor, que dicen ahora. Pero no se puede meter uno en la cama con Fulano y decirle que le amas con locura, y al día siguiente, porque Fulano se enfadó y a ti te sigue ardiendo el cirio pascual, meterte en la cama con Mengana y jurarle que vivirás con ella para siempre. 

Algunos internautas que comentan la película por internet llaman a este tipo “narcisista”; yo más bien diría que es un cabronazo, o un hijoputa, y que me perdonen las susodichas. 

Por lo demás, “Passages” es una película anodina y rellenada. Dura 85 minutos y le sobran como 20, así que fíjate. La historia no da para mucho más: los días pares me encamo con Fulano y los días impares me enrollo con Mengana. Hasta que Fulano, claro, se harta, y Mengana, que encima alimentaba esperanzas maternales, me manda, literal y metafóricamente, a tomar por el culo otra vez. 

Es la tercera película que veo de este director llamado Ira Sachs y es el tercer truñete que me como. No es que estén mal, pero tampoco están bien. Hace veinte o treinta años su cine hubiera sido valiente y provocador. Ahora, en 2023, a poca sesera que tengas, ya nada de esto te escandaliza: ni las escenas homoeróticas ni los retorcimientos del espíritu.  Y lo demás, ya digo, es apenas un culebrón.





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Matar al presidente

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Solo dos meses antes, en Chile, la CIA ya había asesinado a Salvador Allende porque no dejaba libertad de latrocinio -perdón, de comercio- a las empresas norteamericanas. Así que la teoría de que participara en el atentado contra Carrero no suena tan disparatada. Lo que pasa es que el documental desmiente un poco su propio discurso porque no parece un encargo de Movistar +, sino de Tele 5, o de “equipos de investigación” de La Sexta, con músicas de risa, y efectos de luz, y repeticiones continuas del argumento para espectadores muy tontos o distraídos con el móvil.

Carrero Blanco era un general cejijunto que pensaba prolongar el IV Reich Ibérico fundado por su amigo don Francisco, y eso, a los americanos, que deseaban hacer negocios en una España diferente, no les cuadraba en la agenda geopolítica. Carrero, además, aunque fuera un matarife anticomunista y un católico de misa diaria, tampoco era demasiado servil con los americanos, y les restringía el paso de aviones por el espacio aéreo, y les cicateaba el uso normalizado de las bases militares. Carrero, en la intimidad, no hablaba catalán como su discípulo José Mari, pero sí se disfrazaba de Hernán Cortés para rememorar aquel imperio español donde nunca se ponía el sol.

Hace 50 años la Guerra Fría estaba tan caliente como el palo de un churrero, y el señor Kissinger, al igual que su homólogo soviético -qué gran pseudónimo para internet, “Homólogo Soviético”- no sentía ningún reparo en mandar asesinar a las piezas díscolas o sobrantes del tablero. Y digo “mandar asesinar” porque la CIA, en estos asuntos, actuaba como la Santa Inquisición, que te ponía en el punto de mira pero luego dejaba el acto ejecutivo para el brazo secular. Y aquí, en el caso de Carrero, el brazo secular fue sin duda ETA, o “la ETA”, como dicen siempre los políticos de derechas y sus votantes. 

De hecho, yo he abandonado amistades porque en un momento determinado, ya con la caña en la mano, decían “la ETA” y se descubrían por fin militantes del bando equivocado en la lucha de clases, que es una guerra muy vigente pero de momento congelada. 





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Un loco anda suelto

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Navin Johnson, también criado en el profundo Sur de Estados Unidos, es el hermano tonto de Forrest Gump. Más tonto todavía si cabe. Porque sí: aún quedaban varios estratos por debajo. 

Y sin embargo, con su tontuna casi llevada al límite, Navin se hizo tan millonario como su hermano o incluso más. Si Forrest heredó de Bubba el negocio de las gambas justo cuando las gambas se reproducían a tutiplén, Navin, en un arranque de genialidad que sólo tienen los tontos de remate, los ultratontos de verdad, inventó el opti-grab para que las gafas nunca se cayeran al suelo cuando se aflojan las patillas. Patentas un simple tope nasal añadido a la montura y ya puedes comprarte un palacio con tres piscinas cerca de Hollywood. Y hacer que las mujeres, que antes te rehuían porque solo buscaban la inteligencia y el sentido del humor, ahora caigan rendidas a tus pies. Lo piensas fríamente y no sabes si reír o echarte a llorar. Menos mal que la película es una comedia absurda y enloquecida. 

Viéndola me acordaba de un sueño que una vez escribió Manuel Vicent en su columna: haber tenido eso, un golpe de genialidad industrial -inventar una rosca para los cartones de leche, por ejemplo- y ya vivir toda la vida de los royalties, quizá no a cuerpo de rey, pero sí liberado de la esclavitud de levantarse cada mañana para venir a trabajar. Llevar, gracias a un invento mínimo pero fundamental, de esos que facilitan la vida en Occidente, una vida monástica pero no monacal, dedicada a la lectura y a la escritura, al paseo y a la compañía. Una vida sin estrés, sin horarios, que es la única vida de verdad, como aquella del Paraíso Terrenal antes de que llegara el ángel flamígero a joderlo todo.

Por lo demás, “Un loco anda suelto” es una suprema tontería. A veces te ríes mucho y a veces no entiendes donde está la gracia. Steve Martin haciendo de "tonto deluxe" tiene registros más descacharrantes en  su filmografía. 




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